Cuando los chicos se marcharon, se sintió más sola que nunca.
Pasó por delante del cuarto cerrado, vaciló, apoyó la mano en el pomo de la puerta. Pensó en ir a por la llave, que guardaba en uno de los cajones del vestidor, escondida bajo la lencería. Flora tenía prohibido meter las manos allí. Se limitaba a dejarle la ropa interior ordenada encima de la cama, y Regina, personalmente, la colocaba en sus compartimentos. De pequeña, odiaba ver los calzones y sostenes de su madre, sus horribles fajas ortopédicas, toda aquella parafernalia enfermiza, desperdigada sin ningún pudor por el piso. Santeta y la chica de turno que cuidaba de la enferma hacían bromas al respecto: el ajuar de la ballena, lo llamaban.
Recordaba el pudor con que Teresa recogía sus prendas íntimas del tendedero instalado en un rincón del patio. Pudor era la palabra que la definía, y en eso se parecía a su padre, en la digna mesura con que ambos evitaban aludir a sus apuros económicos e incluso a las crueles facturas que les pasaba el destino. El decoro era su defensa y había acabado por recluirlos en un círculo del que no podían moverse y cuyo trazo invisible sólo ellos conocían. La maldita decencia, unida a la falta de agallas para ponerse al mundo por montera en una época y un país nauseabundos. Al menos, Teresa sabía que las oportunidades pasan, que hay que agarrarse a la dicha fugaz que raramente nos bendice.
No, ahora no, se dijo, apartándose de la puerta. Lo único que deseaba era tumbarse en el sofá y dejar pasar el tiempo. Ni siquiera tenía hambre. Encendió la televisión. Pensó en poner un video, ya que no sabía manejar el DVD, eso lo hacían siempre los chicos, pero ya estaba medio amodorrada y tenía demasiada galbana para levantarse. Buscaría en Canal Satélite una buena película y se quedaría dormida como una reina. Al coger el mando a distancia se dio cuenta de que Alex o Judit habían olvidado su móvil encima de la mesa. Regina era incapaz de distinguir un teléfono portátil de otro. Está conectado, gastando batería, se dijo. Ya se las arreglará quien sea cuando vuelva, decidió.
En Cineclassics pasaban El puente de Waterloo. La había visto un montón de veces y seguía llorando con el final. Qué bien. Agarró la manta ligera que tenía a los pies del sofá y se cubrió a medias. Se quedó dormida cuando Robert Taylor le proponía matrimonio a Vivien Leigh.
Soñó que Albert Dalmau, vestido con uniforme de alto oficial del ejército británico, la llevaba a un salón de té en donde una orquesta tocaba canciones antiguas y varias parejas bailaban. «Tenemos que hablar», le decía. La música cambió de pronto a una cantinela estúpida. Abrió los ojos. En la pantalla, vio a Paul Newman jugando al billar, y la musiquilla no procedía de la película, sino del móvil que estaba sobre la mesa. ¿Por qué no se conformarán con ponerles un timbre normal? En aquel instante, el molesto soniquete se detuvo. Daba igual. Poco después, chirrió en sus oídos un aviso de mensaje. Si el teléfono pertenecía a Alex, podía ser su padre, que lo llamaba desde Miami. Mejor, que se gaste un dinero inútilmente, pensó. Parece que no lo conozcas, rectificó. Seguro que llamaba a cargo de la empresa.
Su reloj de pulsera marcaba las nueve. Tenía hambre. En la nevera había rosbif. Cortó un par de rodajas y las dispuso en un plato, con unos pepinillos y una rebanada de pan integral. Se sirvió un vaso de agua. Quería irse pronto a la cama. Seguía soñolienta, y sabía muy bien por qué. Dormir era una forma de aplazar lo inevitable. Mañana me despertaré muy temprano y acabaré de revisar el plan de promoción, se prometió. Luego lo discutiría con Blanca. Hacía varios días que su agente no le telefoneaba, y ella tampoco lo había hecho. Desde que tenía a Judit en casa, se comunicaban menos. Al fin y al cabo, la chica resultaba tan buena consejera como su agente.
Desde la cocina, oyó el ruido de la puerta al cerrarse, seguido de las voces y risas de Alex y Judit.
– Menos mal que no has venido -dijo Judit, a modo de saludo-, menudo coñazo de película. ¿Estás cenando?
– Hemos traído una pizza -anunció Alex, innecesariamente, porque llevaba el paquete en brazos.
– Uno de vosotros ha olvidado el teléfono en el salón.
Judit salió precipitadamente de la cocina, gritando que era el suyo.
– Pensé que era el tuyo, y que te llamaba tu padre -comentó Regina, mirando al muchacho.
Judit regresó cinco o seis minutos después.
– ¿Algo importante? -preguntó Regina.
– No. Deja que te ayude a cortar la pizza, que eres un manazas -Judit bromeó con Alex. Sin mirar a Regina, añadió-: Era el pesado de mi hermano, no tengo ganas de hablar con él.
– Como tardabas… -La escritora vio que se había puesto colorada.
– He ido al baño -cortó Judit, impaciente.
– Vale, vale.
Después de la cena, Regina se fue a su cuarto, se durmió y volvió a soñar, pero no con su padre. En su sueño, los homosexuales cuyo amor, años atrás, en la Feria del Libro de Valencia, la había conmovido hasta las lágrimas, se hallaban en su estudio, sentados en el sofá. El mayor de los dos, que había perdido la memoria por un accidente, permanecía muy erguido, con los ojos entornados y las manos cruzadas sobre el pecho. El otro tenía una mirada maligna y sujetaba una máquina de fotografiar. «Voy a retratarte con él y, cuando recupere la memoria, creerá que eres su amiga. Le fabrico recuerdos para que no se entere de que le he robado todos los suyos.» A continuación, torciendo la boca, tarareó una melodía que parecía el timbre de un teléfono móvil.
Esta vez, el soniquete estaba en su sueño, se dijo, al despertar, aliviada. Tenía que terminar de una vez por todas con aquel estado de ansiedad. Eran casi las dos de la madrugada. Permaneció un buen rato con el oído atento. Ningún ruido. Alex y Judit ya estaban durmiendo en sus respectivos cuartos.
Cogió la llave de la habitación secreta y salió sigilosamente.
Es inexplicable la facilidad con que nos desprendemos de personas y afectos cuya influencia impidió que nos convirtiéramos en parias. Basta con creer que nos estorban, y eso ocurre cuando confundimos la fuerza que poseemos gracias al amor de los demás con una conquista personal que realizamos por nuestros propios méritos. La soberbia cercena vínculos con mayor crueldad que el odio, porque éste, para existir, necesita nutrirse del contacto con su objeto. El soberbio no precisa de nadie.
Por soberbia, Regina abandonó a Teresa, y esa soberbia, mezclada con emociones más complejas, le había impedido acercarse al lecho de la enferma y a su recuerdo.
En agosto de 1976, cuando murió, Teresa tenía cincuenta y cinco años, y hacía seis que las dos mujeres habían dejado de verse. No hubo entre ellas una ruptura tajante, ni discusión previa alguna que hiciera suponer que con el tiempo perderían todo contacto. Regina conoció a otra gente, se enamoró, encontró nuevos intereses. Al principio, espació sus visitas. Cuando iba a verla, tenía la cabeza en otra parte. Era joven, necesitaba desfogarse. Su amiga y maestra lo comprendía y no le dirigió un solo reproche. Luego dejó de ir, con una excusa u otra. Si la llamaba por teléfono, cosa que hacía raramente, hablaban de los viajes de Regina, comentaban de forma superficial sus impresiones.
Una vez, Teresa le dijo:
– Diviértete lo que quieras, pero no te pierdas.
Regina no supo cómo interpretar la frase. «No te pierdas» sonaba moralista, lo que no era propio de Teresa. ¿Quería significar que no se perdiera para ella, que no se le escapara?
Demasiado tarde. Por entonces, Regina ya no la necesitaba. Y en su alejamiento de Teresa hubo algo más. Antes de que cambiara de vida, de que dejara de desgastar la mesa con los codos para colmar los sueños literarios de su tutora y de que saliera al mundo en busca de su propia senda, Regina hizo un descubrimiento que la predispuso a la frialdad posterior. Por entonces vivía con tres compañeras de curso en un apartamento soleado, cercano al parque de la Ciutadella. Podía ir a casa de Teresa andando. Y así lo hacía siempre que necesitaba estudiar, porque le resultaba difícil concentrarse teniendo a las otras chicas a su alrededor. Podía usar la biblioteca de la universidad, pero con Teresa se sentía más a gusto. Regina no sólo disponía allí de sus libros, sino de los conocimientos de la mujer, de su cariño. Le prestaba la Underwood, le preparaba la merienda. Una vez al mes, Regina acompañaba a Teresa a las sesiones del Instituto Francés. Veían películas clásicas: La béte humaine, Quai des brumes, La grande ilusión… La mujer tenía algunos amigos que frecuentaban el instituto, personas maduras que, como ella, habían pasado por el exilio y que, cuando se apagaban las luces, veían en la pantalla algo más que cine: la Europa convulsa pero por fin libre a la que hubieran querido que su país perteneciera.