La tarde que precedió a una de aquellas sesiones, Teresa salió a comprar productos de limpieza.
– ¿Quieres que te acompañe? -se ofreció Regina.
– No, quédate y estudia. Esa asignatura de Lógica Moderna te está dando mucha guerra. Aprovecha el tiempo.
A solas en el cuarto de estar, Regina pensó que se le darían mejor los apuntes si utilizaba la estilográfica de Teresa. Era una Parker de trazo muy suave, que la mujer le permitía usar cuando ella no la necesitaba. No estaba a la vista, y la joven recordó que, de noche, Teresa solía dejarla en el cajón de la mesilla de su dormitorio, junto con un cuaderno, por si se le ocurrían ideas. Se le habría olvidado sacarla.
Encontró la Parker, pero fue otro objeto el que llamó su atención: una fotografía enmarcada que yacía boca abajo. Pensó que sería del marido muerto. Típico de Teresa, toda la vida enamorada de él, y sin decir palabra, protegiendo su retrato de ojos extraños para mirarlo por las noches, acompañada por quién sabe qué tristes reflexiones. Se moría de curiosidad por conocer su aspecto, pero cuando dio la vuelta al retrato fue el rostro sonriente de su padre lo que vio, aquellas delicadas facciones morenas que tan bien conocía, nimbadas por el blanco prematuro de su cabello. «Para Teresa, el amor de mi vida, de Albert.
Colocó la foto tal como la había encontrado, sin tocar la pluma, cerró el cajón y regresó a la sala. Esa noche, en el instituto, vieron Madame de…, pero Regina no se enteró de la película. Se pasó toda la proyección haciendo cálculos. Teresa y Albert, liados. Enamorados. No se escribe una dedicatoria así por un simple devaneo. ¿Cuándo ocurrió? ¿Cuánto tiempo duró? Tuvo que ser durante los tres primeros años de sus visitas a Teresa, cuando su padre le hacía que lo acompañara. Sí, fue mientras ella pasaba de la niñez a la adolescencia, de sus doce a sus quince años. La habían usado de tapadera.
Se habían amado a escondidas, eso podía entenderlo, pero ¿por qué a escondidas de ella? ¿No sabían que lo habría comprendido, quién mejor, que les habría dado su bendición? ¿Por qué no se lo habían dicho? Antes de que terminara la proyección, la peor sospecha le oprimía el estómago. Había sido la tapadera. Tantas muestras de amor, tanto interés por sus estudios, por su futuro, no constituyeron sino la cortina de humo tendida sobre su relación. Lo veía con toda claridad. Durante tres años fue utilizada, manipulada, engañada. Porque habían roto, de eso estaba segura. No había más que verlos, cada uno por su lado, envejeciendo sin savia.
«Piénsalo bien, Teresa, piénsalo muy bien.» Le pareció oír de nuevo la voz de su padre. La ruptura se produjo aquel día. ¿Por qué entonces y no antes o después? Y, sobre todo, ¿por qué Teresa había seguido cultivando la farsa de que se preocupaba por ella, por qué la trataba como a una hija? La respuesta era fáciclass="underline" aquella mujer estaba sola, y Regina era lo único que le quedaba de quien fue su gran amor, aquel cuyo retrato aún contemplaba cuando la joven no podía verla.
– ¿Qué te ha parecido? -le había preguntado la mujer, cuando acabó la proyección de Madame de…
– Aburrida -respondió, secamente.
Teresa también se lo parecía, con su ramito de violetas en la solapa y aquel aire pulido, doctoral, con que envolvía sus miserias.
El suyo era un pasado de puertas selladas, pensó Regina al entrar en el cuarto de madrugada, como había hecho a menudo durante aquellos años en que se encerraba allí regularmente para estudiar la única parte del legado de Teresa que hasta entonces había sido objeto de su interés: escritos interrumpidos, borradores de novelas que nunca terminó, relatos que no le publicaron, esbozos de personajes, páginas y páginas llenas de reflexiones sobre la creación literaria y numerosos libros, aquellos selectos volúmenes que Regina aprendió a valorar en el piso M palacete cercano al puerto, y que constituían, según Teresa, «el intangible instrumental de este oficio, las palabras que otros escribieron para ayudarnos a desbrozar el camino hacia la perfección». Un bagaje que le había servido más de lo que deseaba reconocer.
Había otra parte de la herencia en la que Regina había preferido no hurgar durante todos aquellos años: cartas firmadas por su padre, cada una en su sobre color sepia, un buen fajo sujeto por una cinta de raso blanco, ajada por los años. Hasta hoy, habían permanecido encerradas en una caja, junto con las fotografías que tampoco había querido mirar, y un estuche de terciopelo que contenía el fino nomeolvides de oro que Teresa siempre llevaba puesto.
Al principio, el legado permaneció durante un año criando moho en un guardamuebles, hasta que Regina invirtió los beneficios de su primera novela en aquel piso, al que había añadido mejoras a medida que sumaba éxitos. Desde el primer momento destinó aquella habitación a las pertenencias que le había dejado Teresa. Forró de estanterías las paredes y colocó una mesa con un flexo en el centro de la habitación. Era allí donde Regina se encerraba muchas noches para estudiar los escritos inconclusos de Teresa y seguir disfrutando de la teoría del oficio que la mujer no había sabido traducir a la práctica, y que a ella le había seguido sirviendo hasta hacía dos años.
Nunca, antes, había sentido la necesidad de inspeccionar la parte de la herencia. Ni la carta que Teresa le escribió, mientras agonizaba, y que también guardaba en la caja.
Fue su padre quien se la entregó, el día del entierro. El viejo Dalmau (no tan viejo, tenía sólo cuatro años más que su antigua amante, pero la falta de amor y el exceso de esposa le habían desgastado más que el tiempo) había vuelto a Teresa cuando ésta enfermó, y la había acompañado hasta el final. En eso, al menos, se había portado bien.
– Me la dio para ti. Te esperaba.
– ¿Te lo dijo ella?
– No. Ya sabes cómo era.
Lo sabía. ¿Qué quería? ¿Verla correr a sus pies para pedirle perdón por su deserción? ¿Una confesión final que la dejara en paz consigo misma antes de morir? A los 26 años, a punto de estrenarse como novelista, Regina no sentía el menor interés por volver a recordar. Ya no era la de antes. Tampoco soportaba la idea de ver a Teresa enferma y vencida. ¿Cómo presentarse ante ella, después de tantos años, brindándole el obsceno espectáculo de su saludable juventud, de su optimismo? Sin duda le habría preguntado qué estaba haciendo. ¿Cómo contarle que acababa de entregar a una editorial su primera novela, escrita en tres meses, y que se la habían aceptado sin hacerle una sola corrección?
Se había limitado a seguir el desarrollo de la enfermedad a distancia, distraídamente. Sabía que el cáncer de huesos avanzaba, imparable, que le había devorado a Teresa parte del fémur, que sufría.
La enterraron en la falda de Montjuic. Al menos, seguía teniendo el mar cerca.
Años más tarde, viendo en televisión una vieja película, Los diez mandamientos, Regina sintió un escalofrío al escuchar la voz pomposa del narrador: “Y Jehová endureció el corazón del faraón”. Era lo que le había ocurrido a ella. Como quien observa un fenómeno químico desconocido, se había quedado quieta contemplando cómo su corazón se endurecía, pero no había sido por culpa de Jehová, sino de su arrogancia.