Vas a cumplir cincuenta años, se dijo. Dentro de muy pocos, que pasarán en un suspiro, tendrás la edad a la que Teresa se despidió de la vida. Sus crisis últimas, su proceso de esterilidad, habían conducido a Regina hasta el cuarto cerrado, pero ahora no se limitaría a rebañar los nutrientes contenidos en la herencia.
Ahora quería, tenía que saber.
Teresa había vuelto a ella como voz, como conciencia. Por eso se sorprendió al recuperar su imagen. Sentada ante el viejo escritorio, en el centro de la habitación, rodeada por los secretos que compartía con los muertos, bajo la luz del flexo, Regina extrajo las fotografías de la caja. Si el custodio de mi memoria ha decidido arrojarme a la cara los recuerdos, pensó, mientras quitaba los restos de polvo con un kleenex, seré yo quien decida en qué orden.
Algunos retratos conservaban su marco, tal como Regina los había visto en el piso de Teresa. En uno de ellos, la mujer parecía mirarla. No hay nada más insoportable que una mirada a la que ya no se puede responder. Los ojos de Teresa: límpidos, fluviales, temibles ojos capaces de detectar la deshonestidad. Su rostro ovalado, de facciones pequeñas, nariz recta y barbilla algo puntiaguda, no parecía cumplir otra función que la de apuntalar el carácter perspicaz de aquellos ojos. Debía de tener, en la foto, unos cuarenta años, más o menos la edad a la que Regina la conoció, cuando quedó deslumbrada por su elegante manera de cruzar las piernas, de sostener el cigarrillo a la altura de los pómulos mientras hablaba; el humo y sus palabras se fundían, formando una única sustancia. Saltándose otras fotografías, dejando para después aquellas en que aparecía su padre (aunque echando un vistazo al retrato enmarcado que lo mostraba sonriente, feliz, el retrato de la dedicatoria que había descubierto en la mesilla cuando tenía veinte años), buscó una imagen a la que Teresa se asomara en su juventud, para encontrarse con la muchacha que fue antes de que la experiencia la envolviera con aquel manto de serena madurez que a Regina acabó por resultarle irritante.
Quería comprobar que Teresa había sido como ella: alocada, irreflexiva, propensa a cometer errores. Falsa esperanza. La chica sonriente que aparecía vestida con pantalones y blusa en una foto pequeña, amarillenta, sólo se diferenciaba por el pelo, largo y rizado, de la adulta que llegaría a ser; sentada en la trasera de un camión, con los pies colgando en el aire, miraba a quien la retrataba como más tarde miraría a Regina, como hoy lo hacía desde la eternidad, con la tranquila esperanza de no verse defraudada. Lo mismo podía decir de la jovencita que, con una flor blanca prendida en el moño, apoyaba su mejilla en el hombro de un muchacho moreno, de aire campesino, sin duda aquel Mateu a quien iba a seguir hasta que la historia volviera a alcanzarles en una página que se escribiría en Francia. Era una imagen de boda típica de la época: una aureola más clara nimbaba ambas cabezas, anticipándoles el destino de felicidad que se supone a los enamorados. La boda se celebró en el 38, en plena guerra civil, por lo que Regina sabía. Visto ahora, el halo artificial creado por la pericia del fotógrafo parecía un mal presagio.
Otra foto, ésta de Teresa en su treintena y con el pelo corto y en ondas. Está sentada ante la mesa del jardín, trabajando en su Underwood, el fotógrafo (¿Albert?) la llama y ella interrumpe su escritura para dirigirle una risa abierta. Se ve la fuente al fondo. En el dorso de la cartulina hay una fecha: septiembre de 1955. Llevada por un impulso, Regina abrió el estuche y sostuvo entre sus dedos el delicado nomeolvides que siempre vio oscilar en la muñeca derecha de Teresa, sin que le interesara comprobar sí tenía o no una inscripción en su parte interior. Se precipitó a descifrarla. Dos iniciales, A. T., y otra fecha: 23 de abril de 1955.
Buscó febrilmente en la caja. Arrancó la cinta que ataba el fajo de cartas que su padre había enviado a Teresa a lo largo de los años. Estaban ordenadas por antigüedad. Como profesional que aprecia la graduación con que un escritor suministra al lector sus revelaciones, Regina respetó la convención. Abrió la primera. Había sido escrita dos semanas después de la fecha que constaba en el nomeolvides. Leyó el encabezamiento con una violenta sensación de vergüenza ajena: «Mi joya más preciada.» ¿Era su cursilería lo que la hizo enrojecer? ¿O la comprobación del hecho irrefutable de que la relación de la pareja había empezado mucho antes de que Regina conociera a Teresa? No tenía ni cinco años, pues, cuando el hombre que la apretaba contra su pecho al volver a casa lo hacía todavía envuelto en el abrazo de aquella mujer.
En contra de lo que creyó a raíz del descubrimiento del retrato de su padre en el dormitorio de Teresa, Regina no había sido testigo del nacimiento de su relación. Se habían amado mucho más, y mucho antes. No con ella, sino pese a ella. Y, en algún momento, habían decidido usarla.
Volvió a la carta.
Mi Joya más preciada:
Me dijiste que soy triste. No que estoy triste, sino que lo soy. Hace poco que nos conocemos, pero ya sabes de mí más que nadie. A ti no te puedo engañar. Soy de esas personas que lo único que hacen bien es llevar la cruz que les ha tocado en la vida. No tengo derecho a pedirte que sacrifiques tu orgullo y aceptes las migajas de un amor clandestino. Vales demasiado, y ya has sufrido bastante. Ah, Teresa, dime qué puedo hacer Eres más inteligente que yo y mucho más buena. Cuando estamos juntos no me atrevo a hablarte así. Pensé que por carta me sería más fácil. Abrazado a ti me siento incapaz de pensar eres tú quien piensa por los dos, quien habla y razona. Dijiste que no basta con amar, que hay que saber hacerlo a tiempo. Creí entender que debíamos habernos conocido antes, pero ¿cuándo? Quizá entonces no nos habríamos encontrado, tú no hubieras tenido alhajas que vender ni a mí me habría venido el camarero de Los Caracoles a decirme que una señora del barrio le había preguntado por los Joyeros que suelen reunirse en una mesa del rincón.
Los Caracoles… Un tufo a pollo asado, el calor sofocante al cruzar la esquina de Escudellers, ella sentada en las rodillas de su padre, que hablaba con otros hombres, el dueño del local, enorme desde su perspectiva, con un puro tan apestoso como el pollo siempre entre los dedos. ¿Qué tenía, cuatro, cinco años? Albert sólo la había llevado tina vez a aquel restaurante, y Regina lo había olvidado por completo, hasta el punto de que cuando empezó a visitar a Teresa, con su padre, nunca asoció el local con ella, con su casa, a la que accedían desde el extremo opuesto, desde la plaza cercana al puerto. Más adelante, cuando Albert ya no la acompañaba, Regina pasaba a menudo por delante de Los Caracoles, de las mesas dispuestas en la estrecha acera, a las que algunas noches se sentaban artistas de cine, sobre todo italianos. Una vez reconoció a Walter Chiari, que fue novio de Lucia Bosé, pero no el lugar. Memoria, vieja puta, ¿dónde estabas? El día en que Albert pidió pollo con patatas para ella y lo troceó pequeñito para que no se le atragantara, ¿pensaba ya en Teresa, con su hija en las rodillas? ¿Por qué no fue capaz de retener el recuerdo infantil, que la habría puesto en guardia cuando los amantes consideraron oportuna su entrada en escena?
«Dios sabe que de la soledad en la que estoy sumido, sólo me rescata la miel de tus labios.» ¿De dónde había sacado Albert Dalmau aquel estilo literario adolescente, pueril? ¿Qué debían parecerle sus frases de novela romántica a la estricta paladina de las letras? ¿Es que el amor ofuscaba el sentido crítico de Teresa? Pasó a otra carta.
Escribirte todos los días me consuela de no poder verte tan a menudo como lo necesito. No entiendo que ames a alguien tan acabado como yo. Antes de conocerte sólo sobrevivía. Ahora sé que podría estar vivo todos los días si tuviera el coraje necesario. Cuento las horas que faltan para verte, mientras permanezco encadenado a esta casa como un preso en su mazmorra.