Regina Dalmau ha sido elegida por ella, recortada, pegada en blancas hojas de papel. Ha sido leída, observada a distancia, como se observa hoy en día a quien existe públicamente, en la creencia de que todo su ser participa de la exhibición, de que no hay parcela privada, por recóndita que sea, que resista a la contemplación de los otros. Ha sido ordenada, catalogada, ungida. Quién es, qué hace, cómo viste, cómo habla, cómo piensa, cómo ríe: el resultado está ahí, en la carpeta escolar que aprieta bajo el brazo. Algún día Judit será como ella.
El 73 tarda en aparecer. Puede que tenga suerte y el autobús llegue vacío, y que nadie suba al vehículo en lo que queda de recorrido hasta la parada final, en la plaza de la Bonanova. Así, Judit avanzará sin obstáculos ni testigos, sin interrupciones, y no será un mero autobús este 73 que en sus peores días utiliza como un vicio secreto; será una nave, una flecha surgida de la nada para conducirla al inicio luminoso de su vida a través de lo que ella llama la zona muerta. Si su madre o, mucho peor, su hermano Paco, supieran cómo pierde el tiempo (en su opinión, que Judit, por supuesto, no comparte) cada vez que escapa a su otro mundo, cómo merodea por el paseo de Sant Gervasi, cómo se entretiene en la plaza, antes de caminar por Muntaner fijándose en cada uno de los signos distintivos de esa otra ciudad a la que aspira. Si pudieran adivinar cuán lejos se pierde en esa región, cómo huye del rincón venidero que los suyos creen tenerle asignado.
Los vecinos de su barrio disponen, desde hace unos años y gracias a otra de las batallas colectivas en las que Rocío participó con entusiasmo, de suficientes medios de transporte para trasladarse con rapidez a lo que todos llaman la ciudad, pero sólo existe una ruta, larga y sinuosa, para llegar a los antípodas. Un sociólogo amigo de Rocío, que frecuenta el ateneo, dice que el 73 realiza la travesía más intersocial de Barcelona, pero Judit no ha necesitado estudiar, sólo fijarse, para saber que cada vez que lo toma es como si saliera de una película de Ken Loach para ir a parar a otra con Tom Hanks y Meg Ryan. Nunca le ha dicho a nadie que los días en que desaparece de casa con la excusa de salir a buscar trabajo, o fingiendo que lo tiene, en realidad se mete en el 73 para ir a la ciudad de arquitectura rebuscada, verjas y jardines pomposos, comercios caros y escaparates de lujo. La ciudad a la que le gustaría pertenecer.
El autobús llega, por fin, resoplando. Judit sube. Está casi vacío. Dos muchachas mulatas, sentadas en una de las últimas filas, ríen y cotorrean en un castellano pastoso. El conductor tiene un periódico deportivo doblado sobre los muslos. Otro que tampoco quiere estar aquí, piensa Judit.
La zona muerta.
Judit nunca ha salido al extranjero, pero imagina que ciertas fronteras no son como una línea que se atraviesa después de cubrir los trámites necesarios, sino que constituyen una peregrinación agónica similar a la que ella realiza por esta pista serpenteante, salpicada de plazas que son como coladeros, o como nudos, y a cuyos lados no existe lugar donde guarecerse. La gente que sube al autobús parece brotar de la nada, y es engullida por la nada al bajar, porque más allá del asfalto y de las raras combinaciones de mobiliario urbano que forman lo que no es más que una arteria habilitada para que los vehículos circulen con rapidez de un punto a otro (pueden llamarla paseo pero sólo es un caño de aire), no hay referencia viva a la que asirse, no hay tiendas, ni bares ni estancos ni bancos o cajas de ahorros, sólo algo intangible que transmite, por ausencia, la idea de un ordenamiento superior en el que todo cuanto es individual se diluye.
A la derecha se extienden, durante kilómetros, ambulatorios y hospitales (su hermano trabaja en uno de ellos), instituciones públicas para ancianos, algún complejo deportivo oculto a la vista por una repentina barrera de apretados cipreses, terrenos todavía agrestes y nuevos bloques a medio edificar, con sus grúas gigantescas. Judit imagina que los edificios hospitalarios y geriátricos son como enormes cajas de herramientas bien dispuestas, cada llave inglesa en su lugar, ni una sierra ni una tenaza ni un martillo fuera de su sitio, y que la gente, los destinatarios pasivos de semejante organización, se amontonan como tornillos en los compartimentos que les han sido adjudicados. Al otro lado, a su izquierda, en la mitad inferior de los cerros que coronan la ciudad, partidos sin remedio por la pista, Barcelona se despeña y se amansa, se une y apretuja hasta el mar. Hay otro mundo ahí pero, desde el autobús, Judit no puede verlo.
Nunca vuelve a casa en el 73. Lo hace en metro, y es el viaje subterráneo, clandestino como la confesión de un fracaso, lo único que le permite regresar. Si tuviera que volver en la misma línea de autobús, al descubierto, no podría resistirlo. No podría pasar de largo la Bonanova y la plaza de J. F. Kermedy y enfrentarse con las manos vacías a la árida perspectiva de cemento, barandillas metálicas y pasos elevados, ni bordear la plaza de Karl Marx, con sus inútiles parterres idílicos a los que los peatones no pueden acceder salvo que se jueguen el físico sorteando coches.
«Las más elevadas metas que puede alcanzar una mujer son aquellas que conquista partiendo de la nada», dijiste en una entrevista. Recuerdo con exactitud tus palabras porque las anoté en uno de mis cuadernos.
Tengo muchos cuadernos, Regina. Cuadernos-ayer, repletos de balbuceos adolescentes. Cuadernos-mañana, en los que he tratado de imaginar, hasta quedar exhausta, qué va a ser de mí, de mis afanes. Navego por un río de palabras que ignoro adónde me conduce. Y no tengo nada más: palabras. También dijiste que de nada le sirve al escritor su talento si no practica sin piedad, si no se esfuerza por encontrar su estilo, si no posee una visión del mundo que quiere levantar con sus palabras. Si eso es cierto, hace años que me preparo para alcanzar lo que deseo. Pero todo lo que es interesante ocurre lejos de mí.
Éste es mi primer cuaderno-hoy, que he empezado a escribir desde que sé que me estás esperando. Nunca lo leerás; tampoco los otros. Mis cuadernos son el borrador de mí misma. He garabateado en ellos lo que aspiro a ser, una página tras otra. Poco a poco, las líneas se han tornado firmes y, de las largas parrafadas que me han consumido más tiempo que el vivir, surge esta Judit que tienes cada día más cerca. Soy letra, soy papel. Carezco de experiencia. Dime qué debo mirar, qué horizonte puedes ofrecerme que me arranque de la aridez fragmentada del suburbio, de esta ausencia de armonía y de belleza. Hazlo pronto, antes de que se me atrofien los sentidos. Ahora me esperas, pero ignoras quién soy y qué puedo hacer con tu ayuda. Mírame, te lo ruego. Mírame.
Cuando te descubrí, cinco años atrás, en aquel programa de televisión que para mí fue trascendental y del que tú no puedes acordarte te invitan a tantos-, experimenté la misma agitación gloriosa que me invadía mientras caminaba, no importaba el destino, viviendo el anticipo de los finales felices que daría a mis historias. En aquella ocasión, yo tenía quince años, pronunciaste la frase que me marcó: «Las más elevadas metas que puede alcanzar una mujer son aquellas que se conquistan partiendo de la nada.» La nada era el lugar donde yo vivía. Sigue siéndolo, pero en esta existencia paralela de mis cuadernos hay alguien que me recogerá para que no me pierda en el vacío: Regina Dalmau.
En mi mundo no había mujeres como tú. No las hay.
Esa noche anoté la siguiente observación, que hoy considero candorosa en la forma pero acertada en su esencia: «Pensándolo bien, en lo físico no es nada del otro mundo. Tiene los ojos y el pelo castaños y los rasgos regulares. Nada en ella destacaría en un concurso de belleza, pero resulta imposible dejar de mirarla, porque siendo tan normal no se parece a nadie, y eso es lo que más me ha impresionado de su larga intervención de esta noche en la tele. Las demás mujeres que participaban en el coloquio, una profesora, una socióloga y una ginecóloga, se volvieron insignificantes cuando ella empezó a hablar. Hasta el locutor parecía hipnotizado, y la cámara la enfocó mucho más que a las otras. Viste con una elegancia que alucinas.»