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No encontró el menor rastro de Teresa. Entraba en el carácter de su padre que se hubiera deshecho de cartas y pruebas, para borrar las huellas de su adulterio.

Cuanto quedaba de Teresa estaba en ese cuarto y en la carta que la mujer le había escrito mientras aguardaba la muerte.

Había llegado el momento.

16 de junio de 1976

Nunca quise a tu padre como te quiero a ti. Te lo dice una mujer que tiene cáncer y que va a morir, una mujer que no se miente.

Regina cerró los ojos, como para calibrar la gravedad de la herida. Sentía el roce de las páginas bajo las manos, el conocido y áspero contacto de los folios que Teresa usaba para escribir a mano.

Nunca quise a tu padre como te quiero a ti -volvió a leer-.

Te lo dice una mujer que tiene cáncer y que va a morir, una mujer que no se miente.

Perdóname este brusco comienzo, Pero te conozco y sé lo difícil que te resulta perseverar en la lectura de algo que te aburre. Yo misma te enseñé la importancia de un buen arranque. Debo lograr que te quedes conmigo hasta la última línea. Eres la única lectora que me importa. No quiero que te deshagas de estas páginas. Todavía ignoro si entrarás por esa puerta en cualquier momento, en el caso de que conserves la llave que un día te di. En tal caso, estas líneas no tendrán razón de ser, porque te diría de viva voz, de agonizante voz, todo cuanto me propongo explicarte.

Muchas veces he querido llamarte, pero la única vez que he estado a punto de hacerlo ha sido en noviembre, cuando Franco murió. Por entonces aún no estaba enferma. Aún no sabía que estaba enferma, rectifico. Telefoneé a tu padre, después de tanto tiempo. Me parecía imposible que algo tan importante como la muerte del dictador ocurriera sin que lo pudiéramos compartir Cuando los aliados liberaron París tampoco tuve a mi mando para festejarlo por las calles, pero eso no importaba mucho porque la multitud te zarandeaba y abundaban los besos.

No llamé a tu padre sólo para celebrarlo con él. Lo hice, sobre todo, para averiguar dónde podía localizarte. Pensé que, al fin y al cabo, tenía una buena excusa para acercarme a ti, una excusa histórica. Albert sólo sabía que estabas… en París. Cuán notables, las burlas del destino. Cómo me habría gustado enseñarte el París que conocí.

Le dolía la espalda y tenía el cuello anquilosado, el esófago le ardía por efecto del whisky y sentía la lengua áspera. Quizá debería irse a la cama y dejar el resto de la lectura para mañana. No seas absurda, pensó Regina. Sabía que no podría dormir, pese a lo borracha que estaba, porque Teresa había logrado su propósito de engancharla con la primera frase. Recordó que en cierta ocasión le dijo que un escritor se mide durante todo un libro con el desafío que se ha señalado al elegir las palabras con que empieza, y el ejemplo que la mujer le había puesto, sentada frente a ella en el patio y leyéndole, traduciendo del inglés y con las gafas caladas, lo que Teresa consideraba el mejor arranque posible de una de sus obras preferidas: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la edad del deseo, era la edad de la locura…» ¿Cómo seguía? Hacía tantos años que Regina no había vuelto a leer Historia de dos ciudades.

«Era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación», murmuró. Teresa no merecía que siguiera leyéndola en aquel cuarto, bajo la fría luz del flexo. Tenía que sacarla de allí, se dijo, en la incoherencia de su melopea, llevarla a su dormitorio, abrazarla, mecerla. Un nudo de lágrimas le trababa la garganta.

Se levantó, apartándose de la mesa con brusquedad y casi tiró la silla. Sólo faltaría que despertara a éstos, se dijo, pensando en Alex y Judit durmiendo en sus respectivas habitaciones, en sus irrepetibles primaveras. Cogió las páginas, se puso bajo un brazo la botella, para entonces terciada, y se metió el vaso en uno de los bolsillos de la bata. Cerró la puerta como pudo, de golpe. Ni siquiera sabía dónde había dejado la llave.

25 de junio

Seis sesiones de quimioterapia. No sirven para nada y me dejan hundida. Tu padre acaba de irse. Viene a verme todos los días, y no se marcha hasta que lo convenzo de que podré valerme por mí misma. Ha vuelto. ¿No te parece típico de él? Atender a los enfermos y presos, dar posada al peregrino… El adulterio no formaba parte de su código, pobre hombre.

He de darme prisa, porque no sé cuánto tiempo me queda. Mi médico, el buen doctor Pons, dice que unos meses, Pero no me asegura en qué condiciones. Dijo lo peor. El cáncer está extendido y me tritura los huesos. Ha prometido darme morfina, así que no puedo entretenerme. La morfina embota el cerebro y no estoy segura de que alivie el dolor salvo que te den una dosis mortal.

Lo más difícil es despedirse de lo que se ama. Amé a tu padre, pero ni siquiera en los mejores momentos, al principio, cuando aún no te conocía, alimenté demasiadas esperanzas respecto a nuestro futuro. Albert siempre fue sincero conmigo y, aunque no lo hubiera sido, es tan diáfano. Yo tenía experiencia; él, no. Me refiero a la experiencia que surge de la reflexión sobre lo que se ha vivido y que induce a actuar Cuanto le ha ocurrido a tu padre, su tragedia, es una pieza inane, un drama tan de museo como esas Joyas suyas que abrillanta y pule, y vuelve a pulir y a abrillantar, y que no hay forma de conseguir que mejoren. Tú padre nunca ha sabido convertir la experiencia en acción, del mismo modo que un rubí no se transforma en esmeralda por mucho que lo froten.

Por el contrario, cuando lo conocí, yo estaba sedienta de felicidad. Diría derecho. Diría la edad de amar, de dar y recibir No te cuento esto para que me disculpes. Sé que no eres timorata y que, cualesquiera que sean los reproches que puedas hacerme, no guardan relación con las buenas costumbres. Ese es, Regina, el regalo que te hace tu padre, sin darse cuenta. El ejemplo de su costumbrismo estimula tu rebeldía. Nunca serás como él, estate tranquila. Tampoco quisiera que lo despreciaras. Su integridad es buena en sí misma, pero no puede aplicarla. Hay algo morboso en su dedicación al pago eterno de quién sabe qué culpa.

No me malinterpretes, le quise como es. Y fui feliz durante los primeros años, Porque, a falta de un proyecto en común, la pasión nos ayudó a convivir con sus remordimientos tanto como con la idea de que no existía para nosotros la menor posibilidad de futuro. Tú aún no lo sabes, porque eres muy joven, pero cuando la pasión termina, y termina siempre, las rutinas del adulto no son lo bastante fuertes para sustentar el afecto que queda. En eso, el matrimonio siempre llevará ventaja. Un amante es como un francotirador que, asomado a una ventana, espera con infinita paciencia a que el blanco se Ponga en su punto de mira, y que si no aparece se convierte en una figura ridícula, inútil, en un espectador de su Propia impotencia. Un casado pertenece al ejército regular. Por mal que le vaya, siempre puede contar con un plan superior, con una estrategia diseñada para él. Si el casado es, además, profundamente cristiano, cuenta con doble protección. Pueden decir lo que quieran, pero no he conocido a nadie más, egoísta que un buen cristiano. Nunca entregan su alma. No le robé a Albert a tu madre. María no lo tenía, y tampoco yo lo tuve. Un eremita, subido a la torre de sus principios, ése es tu padre.

Estuve a punto de romper con él en tres ocasiones, pero sólo fui capaz de hacerlo más adelante, cuando ya te había ganado a ti. Porque tú, Regina, lo cambiaste todo.

Lo peor no es morir Lo peor es el silencio. Saber que, al irte, nada tuyo queda. Estos días pienso mucho en cuanto me rodea. Mis queridos libros. Mi casa, que con el tiempo se ha vuelto como yo. Mis sentimientos, Regina. Me horroriza morir sin que los conozcas. Durante un tiempo, creí que adivinabas, llegué a pensar que, entre nosotras, no hacían falta palabras. No fue así, te marchaste. Te perdí, me perdiste.