Выбрать главу

La letra de los últimos párrafos había ido deformándose hasta interrumpirse a media frase. Imaginó los dedos de Teresa, agarrotados en torno a la Parker, forzándose a escribir. La frase inconclusa vibraba en sus oídos como una flecha recién hendida en su almohada. No continuaba en la anotación siguiente, escrita casi diez días después. Era como si Teresa hubiera renunciado a cualquier clase de fingimiento formal, para demostrarle la honestidad de sus palabras.

6 de julio

Han transcurrido siglos desde la última vez que te escribí. Tuve una recaída, y me llevaron al hospital para hacerme unas pruebas. Parece imposible, pero el doctor Pons dice que, dentro de que me voy a morir como está previsto, he mejorado. Debe de ser verdad, porque él no me miente. Hablamos del cáncer como del tiempo, sin dramas. El resto de la gente me trata como si en vez de estar enferma me hubiera vuelto senil. Menos tu padre. Albert vuelve a representar el papel de fiel amigo que tú le viste adoptar en esta casa, lodo naturalidad y ternura. Eso ocurrió -me refiero a su comportamiento durante los tres años en que te acompañó a verme, y del que fuiste testigo- porque ya no había sexo entre nosotros.

Un día se sentó en la sala y no abrió ta boca. ¡no se atrevía a preguntarme qué era lo que yo quería vender, y a mí me daba apuro verlo pasar vergüenza por mí. Se llevó la pulsera, después de haberla sobado mucho y de examinarla con la lupa que llevaba en el bolsillo, y prometió que me buscaría un buen cliente. Más adelante me confesó que se había enamorado de mí desde el primer momento. La cuestión es que estuvo viniendo a casa varios días seguidos, con la excusa de hablarme cada vez de un nuevo comprador. Nuestras charlas se hicieron más y más personales. Le conté mi vida y él me contó la suya. No me engañó.

La primera vez que hicimos el amor, después, se echó a llorar. No he visto llorar a nadie con tanta congoja, como si hubiera pasado años conteniendo el llanto. Sollozaba como deben de hacerlo los niños salvajes, esos que han crecido a solas en un bosque, cuando pierden el miedo a dejarse abrazar. Me conmovió. Tu padre ni siquiera sabía que había tanto amor dentro de él.

Como ves, hoy estoy escribiendo mucho. Me encuentro bastante bien. Si pudiera continuar así hasta el final. Pero entonces no sabría marcharme con dignidad. Creyéndome con fuerzas, me enzarzaría en una batalla inútil.

Esta mañana, Albert me ha sacado al patio, a tomar el aire. Quería ponerme entre sol y sombra, pero le he pedido que me colocara cerca de la fuente, que me dejara achicharrar. Le he dicho que debo aprovechar el sol de mi último verano, y se ha dado la vuelta para que no lo viera emocionarse. Qué tarde llega todo, si es que llega.

Te escribo desde la mesa del comedor ¿Te acuerdas? Nos instalábamos aquí, tú con tus deberes y yo con mi querida Underwood, que todavía funciona. Me habría gustado dejártela junto con mis libros y papeles, pero se la voy a regalar al doctor Pons, que siempre que viene a verme a casa se queda mirándola, fascinado. Es uno de esos raros médicos que no se acostumbran al dolor ajeno. Con él hablo mucho de la muerte. Al principio tuve otro oncólogo, un hombre mayor, competente pero con un semblante liso e impersonal, la máscara de la profesión, supongo. A Pons lo conocí al final de mi primer internamiento. Tu padre había venido a verme y me había traído una cajetilla de Celtas para que fumara de vez en cuando, a escondidas. Solía dar dos caladas a un cigarrillo, y lo tiraba. Era suficiente para infundirme un poco de ánimo.

Ese día salí del cuarto que ocupaba con otros enfermos. Ayudándome con las muletas -no las uso, ya te he dicho que estoy mejor, pero las tengo siempre a mano, por si acaso-, me dirigí a uno de esos recovecos que hay en los hospitales, cerca de una escalera de emergencia, adonde los fumadores solemos acudir para que no nos vean las enfermeras.

El doctor Pons estaba allí, un hombre de unos cuarenta años y ojos inocentes, fumando con el rostro desencajado. Se le acababa de morir un paciente, un niño, de leucemia, y no lo podía soportar.

Hablamos. Cuando se serenó, me dijo que leería mi historial clínico. Creí que se olvidaría, pero no lo hizo, y además me tomó a su cargo. A punto de morir, gané un amigo. Qué absurda es la vida.

Nunca te escribo delante de Albert. Sabe que lo hago, se lo he dicho, y me ha prometido entregarte los papeles, en el caso de que no aparezcas antes del final. Escribirte es un acto privado que no puede admitir más testigos que tú y yo. No quiero que espíe mis emociones. Siempre lo hace, me observa como si quisiera descubrir en mi semblante, en mis gestos, los días que me quedan por vivir. Me dice que no ha dejado de quererme. Extraña forma de amar la suya. «Desde el renunciamiento», insiste. Sufre mucho por mí. Supongo que, en el fondo, le gusta. Espero que no se atreva a confiarme que también reza por el bien de mi alma. No sé si tendría paciencia Para tolerárselo.

Voy a parar Me duele la espalda. Cuando no es una cosa, es otra.

A Regina también le dolía la espalda. Había pasado varias horas en el cuarto, doblada ante el escritorio, y al tumbarse no se había relajado. Notaba la columna arqueada sobre el colchón, vértebra a vértebra, y cómo éstas se encaballaban en la región occipital. Qué gran novelista habría sido Teresa, pensó, si en lugar de mostrarse tan puntillosa con la teoría hubiera dado alas a su imaginación. Con pocas pinceladas había trazado un diestro retrato de su padre, cargado de lucidez y compasión.

Estaba resentido. Sabe luchar para ganar el sustento de su familia, pero no puede ir más allá. Conmigo, se explayó. Lo atormentaba el pensamiento de que su hija vivía en un ambiente insano, sin más cariño de mujer que el de la sirvienta. En aquel entonces no había guarderías como las de ahora, y a los tres años te metió en el colegio de monjas. Al menos, no te mandó a un internado, no se desentendió de ti, lo que habla en su favor.

Fuiste una niña preciosa, Regina, llena de carácter. Las tardes que Albert pasaba conmigo metido en la cama, le pedía que me hablara de ti. Le dije la verdad, que mi curiosidad tenía relación con Marta, la protagonista de mis libros, pero se la conté al revés. No le confesé que aquel personaje que inventé en París porque necesitaba creer en un futuro mejor para nosotras, las mujeres, era el modelo en el que me habría gustado convertir a una niña de verdad, la mía.

En la cama, conversando acerca de ti con tu padre, que me pedía consejo para cuanto tenía relación contigo y me contaba lo que hacías, tus travesuras, tus desobediencias, comencé a quererte como si fueras hija mía. No la hija que pude haber concebido en la inconsciencia de la juventud y que hubiera nacido marcada por el mundo atroz en el que me tocó vivir, sino la hija de mi madurez, aquella que podría contribuir a cambiarlo y que ya no aceptaría ser la sombra del varón ni uncirse a su destino.

Entre los papeles que pienso darte para que los utilices como mejor quieras hay varios ensayos que escribí sobre los cambios experimentados por la mujer europea a raíz de la segunda guerra mundial, así como ciertas visiones que tengo del porvenir y una crónica, que empecé a redactar pero que no he acabado, como siempre me pasa, sobre el comportamiento de las mujeres en el bando republicano durante nuestra guerra civil. Pienso que pueden serte de ayuda, pero si no estás de acuerdo puedes quemarlos, tirarlos o hacer con ellos lo que se te antoje. Tú padre, que finge ante mí que tiene más noticias tuyas de las que realmente recibe, me ha contado, a su manera, lo que haces. Le parece que te dejas arrastrar por el descontrol. Yo lo llamo libertad. Me deslumbra lo libres que sois los jóvenes de ahora, lo arraigados que están en vosotros el concepto de paz y la práctica del hedonismo, vuestra insolencia con los mayores. Aplaudo, más que nada, que hayáis eliminado fronteras entre vosotros. Construiréis un mundo más noble que el que os dejamos.