Porque elegiste tú. Yo te escogí para que fueras Marta pero, desde que atravesaste el umbral de mi casa aquella primera tarde, no dejaste de tomar tus propias decisiones, de hacer preguntas, de formarte contra todo condicionamiento. Incluso contra mí, ¿me equivoco? Te hiciste mujer sin renunciar a la reserva adquirida en soledad, pero aprendiste, aprendiste sin descanso cuanto pude enseñarte. Tu inteligencia me llenó de satisfacción, tu curiosidad sin límites me suministró las más luminosas compensaciones que pude imaginar. Eras, eres, tan capaz. Y habías nacido para escribir, lo vi desde el principio, tenías el don. Mis escritos eran el fruto de mi esfuerzo, de mi voluntad. Tú escribías como respirabas. Todo lo que yo tenía que hacer era Poner a tu alcance los conocimientos y un cierto rigor que te impidiera dispersarte o caer en la facilidad. Estoy orgullosa de ti, Regina, más de lo que podría estarlo de una hija propia. Y de lo que más contenta me siento es de haber introducido en ti el anhelo de volar con tus propias alas. Que seas capaz de crecer por tu cuenta, que hayas seguido creciendo sin mi tutela, es el mejor regalo que he recibido a cambio de los años que te dedique.
No quiero ser hipócrita. Habría preferido verte más a menudo. Pero tu decisión de no regresar no ha tenido nada que ver con lo que aprendiste de mí. ¿Me equivoco? Me arrepiento de no haberte contado lo que hubo entre tu padre y yo. No podía hacerlo, Regina. Cuando accedió a traerte a casa, me hizo jurar que nunca te diría la verdad sobre nuestra relación. Fue su pudor, no el mío, lo que motivó mi silencio. Lo averiguaste años después, estoy segura, aunque no sé cómo. Algo que dije o algo que viste. Da igual, ¿no te parece? Me hubiera gustado ser sincera contigo, pero no era fácil. Cuando llegaste, eras demasiado joven para entenderlo. ¿Qué podía decirte? ¿Que había sido la amante de tu padre durante los últimos siete años y que pretendía convertirme en una segunda madre para ti, una madre más real y efectiva que aquella a quien los dos, en palabras de Albert, habíamos traicionado? Imposible. Por otra parte, ya no había nada que ocultar tú padre te traía a casa, se quedaba con nosotras, asistía con envidia y cierto desánimo a nuestras complicidades. Y poco más. Cuando no estabas presente, Albert hablaba de los viejos tiempos, volvía una y otra vez a lo ocurrido entre nosotros, a ponderar la amistad sin dependencias pasionales que manteníamos. Un día me harté. Le dije que no volviera por casa, que no soportaba a la gente que no sabe tomar decisiones para preservar la felicidad con que ha sido privilegiada. Se quedó perplejo: a él le iba muy bien, después de todo. A mí, en cambio, su presencia me estorbaba. Me dijo que lo pensara bien. Una vez más, no me entendía. Yo te tenía a ti. Él se había convertido en una reliquia.
Ahora lo tengo a él y me faltas tú. Está visto que siempre he de sentirme incompleta. Afirma que, desde que me conoció, no ha dejado de quererme ni un solo día de su vida, y debe de ser verdad.
Desaparecido el aspecto carnal de nuestra historia, me convertí en parte de su religión, un culto tan privado que no se extinguirá ni con mi muerte. Al contrario, cuanto menos me tenga más me querrá, porque ésa es la naturaleza de Albert Dalmau, un hombre destinado a tener lo que no ama y amar lo que no tiene.
Durante los años en que nos quisimos, no Pasamos ni una noche juntos. Fue incapaz de inventar una sola mentira que-nos permitiera esa intimidad de la que los matrimonios disfrutan hasta el hartazgo. Voy a morirme y no sé cómo es Albert cuando despierta, qué gestos hace, si está de buen humor o no, qué desayuna, si canta bajo la ducha, esas tonterías que siempre envidié en las parejas normales. Lo odié por eso. Ahora no le gusta que me quede sola por las noches, y dice que está dispuesto a hacerme compañía en cuanto se lo permita. Soy una enferma, no una tentación. En mi competición con tu madre, por fin la venzo, porque estoy casi muerta.
Después de la muerte de Teresa, Albert Dalmau se consagró por completo a su memoria. Llevaba flores a su tumba una vez a la semana, encargaba misas. Desatendió por completo su trabajo de joyero, del que ya no tenía que vivir, gracias a que Regina, que se iba enriqueciendo con cada nueva novela, velaba, al menos, por el bienestar material de sus padres. Se veían con poca asiduidad, porque Regina no soportaba la afición de Albert por revivir el pasado, por hacer de Teresa el único tema de conversación.
Ni siquiera entonces, no obstante, le confesó la verdad: que se habían querido. Se limitaba a repetir que fue una mujer única, su mejor amiga, su amiga del alma. Estaba obsesionado por sus papeles, por la herencia que Regina había recibido sin que Teresa le dejara a él un solo documento, ni una carta. «¿¿Qué piensas hacer? ¿Se publicarán?», preguntaba, como si la mujer hubiera legado manuscritos inéditos que merecían pasar a la posteridad.
Albert se deterioró a ojos vista en aquellos diez años. Ya no se preocupaba por su esposa, y era Regina quien debía atender, aunque fuera por personas interpuestas (su abogado se preocupaba de eso) a las necesidades de la vieja María, adormilada en su cuarto como un odre. Cuando el padre apareció muerto de un ataque al corazón (fue la fiel Santeta quien lo encontró y quien llamó al abogado para que la avisara), Regina tuvo que volar a Barcelona desde Bilbao, en donde se encontraba dando una conferencia. Con Albert de cuerpo presente, amortajado con su mejor traje, la escritora registró el piso de arriba abajo, en busca de señales del paso de Teresa por aquella desgraciada vida. No encontró nada.
De vuelta del entierro en el nicho familiar, Regina había entrado en el dormitorio de María y se había sentado en la cama, tratando de descubrir en aquel ser del que había nacido alguna prueba de su parentesco, pero su cuerpo embutido en el camisón era como una pared que, al arrojarle la palabra madre, sólo le devolvía un nombre: Teresa. La mujer le había dirigido una mirada astuta.
– ¿Me has quitado mi bastón? -preguntó, con desconfianza.
– Está aquí, como siempre -se lo alargó.
María lo empuñó y golpeó el suelo, como una niña enrabietada, al tiempo que gritaba:
– ¡Albert, ven aquí! ¡Te estoy esperando, no te escondas, hijo de puta!
La había besado en el cabello, disimulando su repugnancia, antes de abandonar para siempre el piso del Eixample. María pasó los años que le quedaban en una residencia de lujo. Su hija no la volvió a ver viva. A su muerte, hizo que la enterraran con su padre. Se preguntaba si eso había sido justo.
25 de julio
Yo te quiero, imagino, y deseo creer que te tengo, que viviré en tu memoria como tú vives en la mía.
Han pasado muchos días desde que te escribí la última vez. El doctor Pons me ha dicho que debo prepararme. Tuve una recaída peor que la anterior. He estado en el hospital, sin poder moverme y sin que me aliviaran el dolor. Pons dice que le será más fácil administrarme la morfina en casa. Yo quiero esperar un poco antes de que me aturda. Necesito decirte algo más.
Quiero hablarte del dolor. No del dolor físico, que sólo embrutece, sino del sufrimiento que la vida te deparará y del que no debes escapar aunque tampoco me gustaría que te complacieras en él. Pero no, esto último no me da miedo, no va con tu carácter. Lo que necesito que entiendas, porque si no lo haces me consideraría fracasada, es que, por grande que sea el dolor que encuentres en tu camino, posees la cualidad de convertirlo en literatura, es decir, en felicidad para los demás. Yo no tuve esa suerte, pero sí el infinito consuelo de enseñarte a ti. Tú eres mi obra, y saberlo hace que me vaya tranquila. Perdóname si te exigí demasiado y no permitas que la severidad contigo misma te paralice. Busca la armonía, incluso en el caos. No puedo seguir.