De nuevo, la letra retorcida, los borrones. La última anotación de Teresa estaba fechada diez días antes de su muerte y era un garabato confuso que tuvo que leer varias veces para descifrar: “Te querré siempre, hagas lo que hagas. Piensa en mí”
Regina agrupó las páginas y las mantuvo apretadas contra su regazo. «Busca la armonía, incluso en el caos.» Aparte de las revelaciones acerca de la relación de Teresa con Albert, la carta era una declaración de amor maternal y de perdón sin condiciones que había resistido la prueba del tiempo y que el azar, o su propio empecinamiento, habían postergado para que su gracia la tocara en la etapa más alterada de su existencia.
Teresa, avanzada a su momento histórico en tantas otras facetas, había prefigurado también, tal vez sin intuirlo, la peculiar variante de maternidad a que se verían abocadas las mujeres como ellas, las mujeres solas de este fin de siglo que no podían dejar de transmitir su herencia. Mujeres que escogían a mujeres para mantener intacta la cadena, y que creaban vínculos de amor y perdón tan fuertes como el mandato de la sangre.
No podía ser casual que Judit hubiera entrado en su vida coincidiendo con la vuelta de Teresa.
Escucharon sus pasos al otro lado de la puerta.
– Regina -susurró Judit.
A horcajadas sobre Alex, alargó el brazo derecho y le cubrió la boca con la mano. Dejó de moverse pero mantuvo su otra mano en la nalga del muchacho, apretándola como si navegara impulsando con suavidad el timón, mientras permanecía atenta a los sonidos del pasillo. Las chancletas se alejaron, camino del salón.
Si los sorprendía, Judit habría dado un paso en falso. El tercero en menos de veinticuatro horas. Intuía que Regina, cuya vida amorosa no atravesaba la mejor de las épocas, no se iba a alegrar al enterarse de que follaban bajo su techo. Y aun le dolería más que le hubiera mentido. No podía permitirse perder su confianza, cuando todo estaba saliendo tan bien. Para las dos.
Hacía dos semanas que Alex y Judit se juntaban a escondidas, en el dormitorio del primero. Esa noche llevaban horas jodiendo, desde antes de que Regina se metiera en el cuarto cerrado. Practicar el amor con Alex era infinitamente mejor que hacerlo con Viader. El muchacho nunca tenía bastante y Judit experimentaba con él como si tuviera dentro un pedazo de mármol por esculpir. No sabía que el sexo podía ser creativo, ni que le iba a gustar tanto hacerse con el mando. Asumir la iniciativa era lo que más le excitaba, porque en la entrega de Alex a cada avance suyo reconocía un tributo a su destreza. Dirigir las operaciones la hacía sentirse poderosa y agradecida a la vez. Cada cual a su modo, ambos asistían a la maduración de su sexualidad, y el hecho de que no implicara ningún sentimiento añadido aumentaba el valor de aquellas horas que pasaban juntos, convertidas en la prolongación natural de su camaradería cotidiana.
No se había propuesto seducirle. Ocurrió. Fue una experiencia placentera desde el primer polvo. Y algo más. Como echar raíces. Alex era parte de Regina. Casi un hijo. Había dormido en aquella misma cama cuando Judit apenas empezaba a soñar con lo que ahora le estaba sucediendo. Su relación con Alex, aunque secreta, era como usar la ropa que Regina le había regalado, formaba parte de los signos de identificación que la acreditaban como usuaria con pleno derecho de su nueva identidad.
– Sigue -suplicó Alex, clavándole los dedos en la cintura y encajándola contra su pelvis.
– Espera.
El sonido de las chancletas volvió a acercarse, pero esta vez se detuvo ante la puerta. Se acabó, pensó Judit. Entrará y nos hará una escena. Podría afrontar que la encontrara follando con Alex, pero le sería difícil persuadirla de que no había querido engañarla. Judit, que tenía oído de tísica, creyó percibir un ligero entrechocar de cristales. Luego, el plas-plas de las zapatillas alejándose en dirección contraria y, por último, el chasquido de una puerta al cerrarse. Regina se hallaba de nuevo en el cuarto secreto.
– Joder -masculló Alex.
Era una imprecación y un imperativo. Tranquilizada, Judit procedió a aplicarle uno de sus trucos más recientes. Hizo rotar la pelvis con parsimonia, al tiempo que elevaba y bajaba el culo con lentitud y le masajeaba la polla mediante contracciones de sus músculos vaginales. Alex cerró los ojos, dejándose hacer, esperando el siguiente movimiento.
Lo que más le gustaba era observarlo cuando se corría, y preguntarse si aquel padre suyo, Jordi, había puesto una expresión similar las veces que se vino, haciendo el amor con Regina. ¿Cómo era Regina, en la cama?
¿Qué podía estar haciendo en el cuarto secreto, durante tanto rato? Judit se había enterado, por Flora, de que Regina nunca le confiaba la llave. «En la habitación de Rebeca no entra ni Dios, aparte de la señora», había dicho la criada.
Eso estaba por ver.
Mucho más tarde, la oyeron salir del cuarto y alejarse, en dirección a su dormitorio. Judit le pasó a Alex la colilla del último cigarrillo, para que la anegara en una lata con restos de coca-cola.
– Dices que, cuando tú y tu padre vivíais aquí, el cuarto ya estaba cerrado con llave.
– Sí, pesada. ¿Por qué te interesa? Seguro que no es más que un almacén o algo parecido.
– ¿Y qué hace ella tanto rato dentro?
– ¡Yo qué sé! A lo mejor necesita un poco de aislamiento. No disfruta de mucho, con nosotros siempre alrededor.
– ¿Se encerraba también entonces?
– Supongo. Yo iba a mi bola, no me fijaba en esas cosas. Sólo sé que mi padre una vez le propuso que tiraran un tabique y convirtieran las dos habitaciones, el cuarto cerrado y la que tú ocupas, en un despacho para él.
– ¿Qué dijo Regina?
– Te lo puedes imaginar. El cuarto sigue ahí. ¿Tú crees…?
– ¿Qué?
– No, me preguntaba si se huele lo nuestro.
– En absoluto. Regina es muy poco perspicaz. ¿Sabes? Anda tan preocupada con sus incógnitas que no ve qué hace la gente que tiene delante de sus narices. Nunca supuse que una escritora de su importancia fuese tan poco observadora.
Días atrás había tenido lugar un incidente que dejó a Judit pensativa. La vecina del piso contiguo, una mujer de edad mediana que siempre llevaba gafas oscuras y un pañuelo atado a la cabeza, con la que a veces la joven se cruzaba en el ascensor, fue sacada inconsciente por unos camilleros y conducida en ambulancia al Clínico, en donde la salvaron in extremis. Según Vicente, el portero, había ingerido barbitúricos. «Lo hizo porque se acerca Navidad -le informó el hombre-. Siempre dice que no soporta la comida con su familia. La semana de Navidad va el doble de veces al psicoanalista.» Cuando se lo contó a Regina, ésta se limitó a encogerse de hombros: «Ah, ¿sí?», y siguió con lo que estaba haciendo. En opinión de Vicente, que con frecuencia mantenía con Judit instructivas conversaciones sobre lo que ocurría en el vecindario, «la señora Dalmau sale muy poco, y ya no da fiestas como antes».
Se lo comentó a Alex.
– ¿Crees que es posible que la gente haya dejado de interesarle? Porque hasta como personaje para una novela, esa loca (le vecina tendría que llamar su atención. En cambio, cuando tú te tomaste las píldoras corrió a tu lado, ¿no?
– Uf, no me hables de eso, que me da vergüenza, fue una chiquillada. -Después, pensativo, el chico añadió Regina ha cambiado mucho…
– ¿Qué quieres decir?
– Antes estaba mucho más segura de sí misma, era más despreocupada. Disfrutaba con cualquier cosa.
– A lo mejor es por la edad. Va a cumplir cincuenta tacos.
– Sí, es la hostia.
Judit acarició el pecho lampiño de Alex.
– Medio siglo. Regina ha publicado dieciséis novelas. Cuando yo tenga su edad, por lo menos habré escrito veinte.
– ¿No te parece demasiado? -el chico se echó a reír.