– Lo dices porque a ti te va más la imagen. Yo tengo muchos proyectos, y voy a empezar muy pronto. ¿Sabes? Cuando entré en esta casa albergaba la ilusión de que Regina me echaría una mano. Nunca he tenido con quién hablar de literatura, sé escribir pero nadie me ha dicho vas bien o vas mal, ¿entiendes lo que quiero decirte? Cuanto he aprendido ha sido leyéndola a ella, escuchándola en radios o televisiones, estudiando sus entrevistas. Pensé que, a su lado, sus enseñanzas se multiplicarían, que se volcaría en mí al descubrir mi vocación. Y ni siquiera me ha preguntado qué quiero hacer en la vida. Hice montones de correcciones a su libro, añadí cosas mías, y se lo tomó como lo más natural del mundo. No piensa más que en ella misma.
– ¿Por qué no se lo dices así, tal como me lo cuentas? Regina es buena persona.
– No, creo que es mejor que me calle. No podría soportar que, después de confesarle mis aspiraciones más profundas, me dedicara una de sus sonrisitas maternales y cambiara de tema. Me moriría de humillación.
Le molestaba seguir con el asunto, y no quería contarle a Alex que tenía proyectos concretos.
– Así que te irás a Londres en primavera. ¿No es muy pronto?
– Quiero perfeccionar mi inglés, ambientarme. Que cuando empiece el curso no me presente en clase hecho un pardillo.
– Tu padre, ¿lo sabe ya?
– Le presentaré el hecho consumado. Como hizo él cuando me arrancó de esta casa.
– El hecho consumado -comentó Judit, pensativa-. Sí, me parece que es lo mejor.
Salió sigilosamente, sin encender luces. No le resultaba difícil volver a su dormitorio. Era la primera puerta a la izquierda, justo antes del cuarto cerrado. Iba descalza. A esa hora, el parquet estaba frío, aunque no tanto como el objeto que se le incrustó en la planta del pie izquierdo. Se inclinó para cogerlo. Era una llave. Supuso que se le había caído inadvertidamente a Regina.
Apretó el puño. No podía permitirse más fallos. Había cometido demasiados en las últimas horas. El primero, acompañar a Alex a ver la última película de Bruce Willis a los multicines del centro comercial más popular del momento. Tenía que haber previsto lo que podía suceder. Su hermano era un forofo de Willis, que corría al cine en cuanto se estrenaba algo suyo. En efecto, cuando se encendieron las luces y se levantaron de la butaca, Judit casi se desvaneció al ver a Paco e Inés, sentados cinco o seis filas atrás y, para su suerte, absortos en su mutua contemplación. Ante la mirada burlona de Alex, aprovechó para agacharse y recoger las palomitas que se les habían desparramado durante la proyección. «No te imaginaba tan cuidadosa», comentó el chico. Demoró la salida del cine tanto como pudo y se negó a dar una vuelta por el centro comercial, tal como tenían planeado. Seguro que su hermano y su futura cuñada aprovecharían para mirar escaparates. La única ilusión de sus vidas consistía en elucubrar sobre cómo sería su lista de bodas.
Tomaron el primer autobús, y Judit respiró hondo cuando se vio en el paseo de Gracia. Qué tonta había sido.
Su familia la creía en Lleida. No sabían que trabajaba para Regina Dalmau, ni que se había trasladado a su casa. Les telefoneaba regularmente, para tenerlos contentos. No deseaba interferencias. Su nueva vida no valdría nada si la compartía con su familia. Había marcado una línea divisoria, y nadie la podía cruzar. Tampoco ella podía retroceder.
Mientras ascendía con Alex por el paseo pensó, no sin regocijo, en cuál hubiera sido la reacción de su hermano si la hubiera visto tan cambiada, envuelta en el abrigo de lana gris que le había comprado Regina. Qué poco podía imaginar su familia el lujo de que gozaba, y lo cerca que se encontraba de alcanzar su meta. Pensó en la ropa que colgaba de su armario, tan distinta de las miserables prendas que solía utilizar antes de convertirse en la mano derecha de la escritora más famosa de España, su colaboradora imprescindible. Eso, de momento.
– No sé qué habríamos hecho sin ti -le había dicho Blanca, después de leer la copia definitiva del libro-. Regina se ha saltado todos los plazos, no habríamos salido ni por Navidad. Nunca la había visto tan pasota. Parece que nada le importe.
Su relación con la agente había ido estrechándose a medida que pasaban los días y menudeaban sus conversaciones acerca de la escritora. Se habían convertido en aliadas, por el bien de Regina y a sus espaldas, y Blanca había cumplido su promesa de influir para que la muchacha se trasladara a su casa.
Esa tarde, al olvidar su móvil en el salón, y nada menos que conectado, había podido fastidiarlo todo. ¿Qué habría ocurrido si Regina hubiera llegado a ver el número de Blanca en la pantalla? Porque era la agente quien la había llamado para contarle que el editor estaba muy satisfecho con los cambios que ella, Judit, la insignificante, la secretaria, había introducido en el libro que la gran escritora iba a presentar en unos días.
– Esos párrafos son excelentes, imitas muy bien el estilo de Regina -le había dicho Blanca, entusiasmada-. ¿Tienes cosas tuyas? Me gustaría leerlas.
– Algunos cuentos, pero no estoy muy satisfecha. Y, además, los escribí a mano.
– Mándamelos cuando los pases a ordenador, que no estoy para quedarme ciega.
Palpó la llave. No se le volvería a presentar una oportunidad igual. El dormitorio de Regina, en el extremo del pasillo cercano al estudio y opuesto a la cocina, parecía silencioso como un sepulcro.
Como de costumbre, Judit estudió cuidadosamente los pros y contras de lo que iba a hacer, pero no dedicó ni un segundo a reflexionar sobre el sentido de su acción. La acción era el sentido, y éste había sido determinado por ella tiempo atrás, a la temprana edad en que las decepciones parecen hecatombes y la esperanza puede ser suplantada por una obsesión. Las semanas transcurridas junto a Regina le habían enseñado que tendría que abrirse camino por su cuenta, exprimiendo las oportunidades que se le presentaran, con o sin el permiso de la escritora
Había crecido en una época en la que el éxito y la notoriedad parecían ofrecerse a los jóvenes a cambio de muy poco esfuerzo, pero la realidad se burlaba a diario de semejante pretensión. Maquinar era su forma de amansar el sufrimiento que sus deficiencias le causaban.
Dicen que la información mueve el mundo pensó Judit sopesando la llave. Regina Dalmau era una figura pública. Judit era su más fiel seguidora, la quería. Tenía derecho a conocer sus secretos. Su situación en la casa le permitía acceder a compartimentos oscuros cuya existencia ni los periodistas ni la televisión, ni siquiera Blanca, podían presentir. Y nadie, excepto Judit, la quería lo suficiente como para aventurarse a perderla. Que era a lo que se arriesgaba, si la otra la sorprendía internándose en los pasadizos de su intimidad.
Cuántas tardes, mientras la escritora dormía la siesta en el sofá del estudio, se había deslizado hacia su dormitorio con idéntica cautela a la que ahora utilizaba; cuántas veces, dejando abierta la puerta para escuchar el menor ruido que pudiera alertarla, había entrado en su vestidor o en su cuarto de baño. Y siempre con la misma finalidad: averiguar qué había detrás de la Regina que se le mostraba, dar con el dispositivo que le permitiría examinarla bajo la cruda luz de la verdad, aprehenderla en su totalidad e interpretar los signos dispersos de la fragilidad que intuía.
Con la impudicia de un detective especializado en casos de adulterio y la temeridad de un espía de novela, con los sentidos despiertos y la garganta seca por el miedo, había explorado cada rincón del santuario, en busca de respuestas. Abrió los armarios y revisó la ropa, se abrazó a los vestidos y aspiró su perfume. Sintiendo que, al hacerlo, recuperaba algo que siempre había sido suyo, revolvió en los cajones donde se amontonaba la ropa interior de Regina y dejó que la leve caricia de los tejidos le marcara la piel. Ajena al escrutinio a que Judit la sometía, indefensa, la mujer seguía durmiendo en el estudio. Una tarde, hurgando entre la ropa interior en la que intentaba leer como un ciego, sus dedos habían tropezado con el objeto que, esta madrugada, la casualidad había puesto de nuevo a su alcance.