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Su descubrimiento de la noche anterior la había ayudado a decidirse. Si Regina se había aprovechado, y lo seguía haciendo, de lo escrito por otra mujer, la para ella desconocida Teresa Sostres, sus propias páginas creadas a escondidas merecían un destino mejor que permanecer en un disquete a la espera de salir a la luz cuando su patrona ya no la necesitara. Regina se había acostumbrado a la vida cómoda, lo había conseguido todo, y Judit sentía que había pasado a formar parte de esas comodidades. Dentro de poco perdería su carácter de novedad, y ya ni siquiera Blanca se asombraría ante sus demostraciones de eficacia. Tenía que actuar. ¿No le había dicho que le enviara sus cuentos, que le apetecía leerlos? Iba a hacer algo mejor. El sobre que llevaba en la cartera contenía el argumento de una novela propia, completamente suya, y un esquema con los capítulos que la integrarían, un elenco detallado de los personajes e incluso un comentario acerca del sentido de la que sería su primera obra, y de lo que la literatura representaba para ella.

Descendió sin prisas por Muntaner, saboreando el instante. Al contemplarse en los escaparates, cargados de adornos navideños, ya no vio a la muchacha macilenta que, tiempo atrás, merodeaba por el barrio, soñando con hacerse amiga de Regina, con encontrar en su admirada escritora una mentora, una madre, alguien que la rescataría de la confusión y la convertiría en su protegida. Las vitrinas le devolvían la imagen de una nueva Judit que no desentonaba de las lujosas mercancías que en su anterior existencia envidió y codició. Ella misma, con su abrigo de espléndido corte y el elegante pañuelo, casi tan grande como un poncho, echado por encima con un descuido burgués que la hacía parecer mayor e incluso rica, era envidiable, codiciable, y si su actual aspecto, sus ropas, su desenvoltura, las debía a Regina, Judit también le había dado algo valioso a cambio: un asidero para la mujer que vivía sola a pesar de su fama, sola con su prestigio y su bienestar económico, sola con su egoísmo.

Y le había dado más, aunque había tardado en descubrirlo. En las múltiples libretas que Regina guardaba en su escritorio, aquellas que contenían anotaciones para su próxima novela, Judit había encontrado, cuando las había podido medio leer a hurtadillas, aprovechando un descuido de la otra, descripciones que encajaban con ella, frases que la definían o pretendían hacerlo, fragmentos de sus conversaciones con Alex.

Digamos que hemos hecho un intercambio, concluyó, sofocando el gusanillo de la culpa, mientras empujaba la puerta de la oficina del servicio de mensajería express por el que iba enviarle a la agente literaria su proyecto de novela.

Escribió la dirección con letra grande y pagó la tarifa más alta, para que el envío se encontrara en el despacho de Blanca cuando ésta llegara a la mañana siguiente

Cuando Judit regresó, Regina ya había repasado la lista de invitados a la fiesta. Se la entregó.

– Busca los teléfonos de la gente que he añadido y llámalos. Asegúrate de que vendrán, o al menos, que sepan que los he tenido en cuenta. Los números están en mi agenda. Diles que las invitaciones han salido tarde. Es la excusa de siempre.

La joven quedó impresionada por la categoría de los nombres. Hizo las llamadas con su propio móvil, desde su mesa. Regina se levantó de la suya y se quedó un rato de espaldas, mirando el jardín.

– Vaya un día asqueroso -dijo por fin, volviéndose

Espero que en Madrid haga un tiempo más alegre aunque sea más frío. No prepares más equipaje que la bolsa de mano. Blanca se ha encargado-de suspender la gira. No tengo el menor interés en perder tiempo. Pero no te preocupes por el uso que le vas a dar a tu juego de maletas, que tiempo habrá de utilizarlas.

– ¿Qué quieres decir?

– Nada. Yo me entiendo.

Volvió a sentarse ante el escritorio y abrió los cajones. Sin dejar de dar explicaciones por teléfono a los invitados tardíos o a sus secretarias, Judit la vio extraer las libretas de anotaciones y apilarlas sin el menor cuidado. A continuación, Regina se dedicó a arrancar las páginas de cada cuaderno y hacerlas trizas, arrojándolas a la papelera, hasta que la cesta se llenó de papelillos.

– Listo -dijo Regina en voz baja, hablando para sí misma, al deshacerse de la última libreta-. Ahí va mi próxima novela.

– Y eso, ¿por qué? -preguntó, señalando la papelera.

– Porque una novela es como una pasión, o no es nada.

Judit sonrió, sin entender. ¿Se le estaría escapando algo importante?

A Regina, Madrid le traía buenos recuerdos. Era una ciudad a la que regresaba con deleite, y no sólo porque fue el trampolín que había impulsado sus éxitos. Poseía una memoria madrileña anterior, de su época hippy, de aquellos grupos de gente de su edad, intercambiables, que la envolvían como un torbellino cuando llegaba con su saco de dormir y su recuento de aventuras. Madrid había cambiado en los últimos veinticinco años, pero Regina aún conservaba, enquistados en su corazón, retazos de sus experiencias de la década de los setenta que tuvieron como escenario la capital. El calor asfixiante, la promiscuidad de los cuerpos durante sus paseos dominicales por el Rastro, aquel revolver en los puestos de baratijas en busca de frascos de purpurina, perfume de pachulí, pañuelos de gasa de colores Psicodélicos y pantalones de tejidos brillantes con estampados de estrellas y medialunas, el último grito de la moda entre su comunidad, en aquellos tiempos. El aire olía a sardinas y marihuana.

A la barcelonesa que había crecido con las cuadrículas del Eixample dividiéndole la mente en compartimentos aquel Madrid caótico la atraía por lo que ofrecía de picaresca en bruto, por la posibilidad de empezar cada noche un episodio distinto y afrontar cada amanecer al lado de personas como ella que no le hacían preguntas. Los pisos adonde la invitaban y los coches en donde la conducían de un lugar a otro tenían siempre más ocupantes de lo admisible. Jóvenes en todas partes, noches sin fin y días erráticos, música a cualquier hora, mientras se planificaba la próxima expedición para ir al Machu Picchu a la Fiesta del Sol o a Londres para ver a los Rolling Stones.

Aprendió a amar Madrid como no la amaban los catalanes que juzgaban la ciudad sin saber de ella, sin haberse perdido nunca en sus múltiples abrazos. Se relacionó con niños bien capaces de meterse cualquier sustancia en el cuerpo y que, con los años, supo que no habían sobrevivido a la llegada masiva de la heroína que ella se negó a probar sólo porque odiaba las jeringuillas: un golpe de suerte. Tuvo amigos chatarreros que le enseñaron a emborracharse en Semana Santa, siguiendo la procesión de Jesús el Pobre, a comer gallinejas y a joder como los perros en el servicio de un bar. Aquel Madrid por el que solía pasearse en busca de comercios que, de puro clásicos, le resultaban exóticos: viejas ferreterías con su oferta inacabable de tiradores de puertas y cajones, comercios donde se vendían corchos para botellas de cualquier tamaño, corseterías para tallas más que grandes y almacenes de caramelos. Aquel Madrid de sus recuerdos se había acabado para Regina desde que su impresionante éxito la abocó a otra forma de vida, pero le seguía teniendo ley, y en esta ocasión quería rendirle tributo aunque sólo fuera con el pensamiento.

Tantas cosas iban a cambiar para ella, en el inminente futuro, a impulsos del remoto pasado, que quién sabe si aún le sería posible disponer de unas horas para pasear por la calle de Toledo y buscar las esquinas y las fuentes en donde su juventud se desbocó antes de que se convirtiera en la Regina Dalmau que había llevado a cuestas hasta la noche de su reencuentro con Teresa. Tampoco Barcelona, la ciudad en donde vivía, le era familiar desde que se había sometido a su rutina de escritora ensimismada, sujeta a las salidas puntuales que le imponían sus obligaciones pero con los músculos de la curiosidad urbana anquilosados, con el deseo de callejear desfallecido, olvidado con el resto de los hábitos sencillos que antaño le proporcionaron tanto placer. Ni siquiera sabía qué había sido de la casa de Teresa, de su calle.