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«Nel mezzo del cammin di nostra vita», la frase de Dante que figuraba en el reloj Swatch que una lectora le había enviado como regalo por su último cumpleaños era, quizá, una sentencia que podía aplicar a sus inmediatos cincuenta: siempre que aceptara la convención de que cualquier vida, si sabemos enderezarla a tiempo, vale por cien años de experiencia y sabiduría. Una convención en la que Regina necesitaba creer para darse la oportunidad de ser tal como habría querido Teresa.

El restaurante donde Blanca la había citado pertenecía al mundo que estaba a punto de abandonar. Siguiendo a una encargada vestida de Armani, atravesó el comedor inferior, repleto de ejecutivos. Se dejó llevar con la mirada perdida -no mires si no quieres que te miren, se decía en estos casos- hacia una mesa del piso superior, por encima de cuya balconada podía observar el trasiego de clientes sin ser descubierta. Blanca nunca era puntual, aprovechaba hasta el último momento para dar instrucciones al personal de su oficina, a menudo volvía sobre sus pasos para recalcar una cosa u otra; desde el mismo ascensor seguía velando por los intereses de sus autores. Y hoy tenía mucho trabajo, a causa de la presentación del libro de Regina.

Por la mañana, Hildaridad había ido a recibir a la escritora y a Judit al aeropuerto.

– Qué aspecto de buena que tienes -le había dicho, abrazándola. Y, señalando a la chica, que sonreía modosamente al lado de Regina, había añadido-: Así que ésta es la niña que está en tus ojos.

En el hotel, Regina encargó a Judit que mandara planchar el vestido que esa noche se pondría en la fiesta.

– Aprovecha para darles también el tuyo -le aconsejó.

– ¿Vamos a comer en el hotel? -la joven parecía excitada.

– Tú, si quieres, aunque yo te recomendaría que te dieras un paseo por los alrededores. Puedes ver las Cortes, ir al Prado, yo qué sé. Es tu primer día en Madrid, disfrútalo. Yo tengo que almorzar con Blanca. Negocios. Te llamaré a la habitación cuando regrese.

La muchacha se quedó con el ceño fruncido, pero Regina se marchó sin cargo de conciencia. No era su niñera, después de todo.

Mientras esperaba a Blanca, pidió una botella de Moét Chandom.

– No esperaré para beber -le dijo al camarero, indicándole la copa.

Iba por la segunda cuando la agente entró en el restaurante. Desde su observatorio, Regina se asombró ante su dinamismo. Era de su edad, quizá un par de años más joven, pero desplegaba energía incluso cuando, como ocurría ahora, se limitaba a abrirse paso en un lugar público. Blanca era una mujer más alta que la media y, además, usaba tacones de quince centímetros para subrayar su poderío. Su cabello rubio de peluquería, que llevaba despeinado a lo leona, parecía tintinear tanto como el oro que la adornaba profusamente, repartido en aretes, anillos, pulseras y collares de diverso grosor. Regina pensó en lo mucho que quería a aquella fuerza de la naturaleza que se desvivía por ella y el resto de los autores de su cuadra.

– ¡Por fin he podido escaparme! -explotó, al llegar frente a la escritora, desembarazándose simultáneamente del abrigo de ante con cuello de piel de tigre sintética, del bolso enorme que colgaba de uno de sus hombros y de varios originales de novelas que, sin duda, había cogido del despacho para hojearlos en el taxi, porque detestaba perder el tiempo.

Casi volcó la mesa al precipitarse a abrazarla, envolviéndola en una nube de perfume de jazmín. Bajo el vestido de punto gris exhibía un cuerpo ajamonado pero hermoso, de proporciones algo titánicas, como su propia personalidad.

Joder, guapa, hacía siglos que no nos veíamos -dijo, desplomándose en su asiento-. ¿Qué estás tomando? ¿Champaña? Creí que no bebías más que vino.

– Ésa es otra de las cosas que ya no son como eran -Regina sonrió con misterio.

– Si hay que beber, mejor que sea champaña francesa.

Se sirvió antes de que el camarero pudiera acudir en su auxilio.

– A mí tráeme, pero ya, un poco de esa chistorra tan rica que tenéis -pidió.

El muchacho se alejó trotando como si acabara de recibir órdenes de Júpiter. Y, en cierto modo, así era, pensó Regina. Mientras esperaba su pedido, Blanca la escudriñó con sus ojos chispeantes, casi tan dorados como sus abalorios y su pelo.

– Te veo muy bien. Muy bien -enfatizó-. Aunque sospecho que tienes novedades que no me van a gustar. Lo que me adelantaste por teléfono me puso los pelos de punta, últimamente estás rara de cojones, perdona que te lo diga.

– Siempre me ha sorprendido tu habilidad para adivinar mis estados de ánimo. Sin embargo, corrígeme si me equivoco, hace más de veinte anos que nos desconocemos. ¿No es así?

– ¡Ja! Si hay algo que controlo como la palma de mi mano son las emociones de mis autores. No empieces con sutilezas de escritora. Es cierto, no nos contamos nuestras mutuas vidas, pero en lo que a mí respecta, no hay gran cosa que explicar. Como bien sabes, fuera de mi trabajo existe poco más. Salvo algún buen polvo que otro con un jovenzuelo que quiere triunfar en la literatura, para qué voy a engañarte. Hum, qué rica está la chistorra, Dios mío, todas las dietas de adelgazamiento deberían incluirla.

– Voy a dejarlo.

– ¿Que vas a dejar el qué? -con la boca llena, Blanca parecía al borde de la congestión.

– No te hagas la tonta. Esto. Escribir. Publicar. Toda la fanfarria. Me sorprende tu asombro. Tú has sido la primera en decirme que, como novelista, me he agotado. No tengo nada que contar.

El mundo entero no tiene nada que decir -la agente hizo un gesto expresivo, abriendo los brazos-. Una cosa es estar agotado y otra ser tan tonto como para no disimularlo. Tienes un cartel sensacional y suficiente inteligencia para seguir sacándole partido unos cuantos años más. Creí que ibas a probar lo de escribir sobre jóvenes.

El obsequioso maitré se acercó a tomarles nota. Antes de que las abrumara enumerando las especialidades del día encargaron, de tácito acuerdo, verduras a la parrilla y una dorada a la sal.

– Me muero por un buen cocido madrileño -confesó Regina-. Pero no quiero presentarme en la fiesta con la digestión a medias. En cuanto a la novela de jóvenes, olvídala. Me aburre infinitamente, no tiene nada que ver conmigo y sería un desastre. Créeme.

– Vamos a ver si te entiendo. Estás cansada, harta. ¿Quién no? ¿Quieres tomarte un año sabático?

Regina se echó a reír.

– ¡Una vida sabática! Eso es. O lo que me quede por vivir. Hay algo que nunca te he contado, quizá porque no necesitaba hacerlo y porque ni siquiera me lo había confesado a mí misma. Hace muchos años, poco antes de que publicara mi primera novela, murió una persona que había sido muy importante para mí.

– Déjame adivinar. Tu primer amor, el inolvidable… Es la crisis de los cincuenta.

– Por favor, Blanca, deja de pensar en términos de utilidad o de tópicos noveleros. No, esto fue muy diferente, y no tuvo nada que ver con el amor convencional, pero sí con el cariño capaz de cambiar una vida. Era una mujer. Una mujer mayor, que podía ser mi madre. Que debió serlo. En realidad, fue una especie de madre, que no supe apreciar en su momento. Ella también escribía.

– ¿Ah, sí? ¿La conozco?

– Sólo los especialistas. Escribía cuentos infantiles, muy bonitos, por lo que recuerdo, muy modernos, que se vendían más o menos, porque ser escritora era entonces más difícil que en estos tiempos y se publicaba a pelo, sin alharacas, como bien sabes. Lo más importante es que escribió en mí, educándome a mí, la obra de su vida. He tardado muchos años en darme cuenta.