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– Debo decirte, primero, que yo tampoco jugué limpio contigo. Has dicho antes que estoy sola porque no sé mirar. No, Judit. Estoy tan sola como tú y como cualquiera, y no me parece mal, porque la soledad es la única certeza de la vida. En cuanto a saber mirar, me he nutrido de eso como cualquier escritor. o, mejor dicho, como un escritor cualquiera. Te contraté para adueñarme de ti. Necesitaba una fuente de inspiración que me sirviera para proseguir en mi carrera de estafas. Cada libro, una suplantación. Funcionaba y no dolía, ¿qué más podía pedir? He huido del dolor como de la peste, pero el dolor, junto con la soledad, es lo que nos enseña a crear. Iba a basarme en ti para escribir una novela sobre la juventud actual.

– Por eso escribías de mí en tus cuadernos.

Regina soltó una risa ácida.

– Veo ave eso tampoco se te escapó. Sí, lo hice, pero tiré a la papelera todo el material, como recordarás. Y te dije que una novela tiene que ser como una pasión.

– No lo entendí. Para mí, una novela es algo que se escribe sobre cosas interesantes que te suceden. Lo malo es que todo lo importante ha ocurrido siempre lejos de mí.

– Quiero hablarte de Teresa. Cuando termine, espero haberte convencido de que sólo cuenta lo que sucede dentro de uno. A mí me hicieron un regalo cuando era un poco más joven que tú y tenía tus mismas ambiciones. Entonces no supe que lo era, lo confundí con una amenaza o un ajuste de cuentas, y sólo mucho más adelante me atreví a desenvolverlo. La verdad Judit, me dieron la verdad, que es algo que nunca hace daño, aunque te torture. No me gustaría que nos despidiéramos sin que te llevaras eso, al menos, de mí. Mucho después de que hayas olvidado de qué color era el vestido que ahora cuelga en tu armario, de nuestra pelea, del motivo por el que nos peleamos e incluso de quién fui y cuánto te defraudé, recordarás, porque así lo deseo, que esta noche empecé a verte como eres y a quererte sin engaños.

Durante largo rato, Judit escuchó. Supo quién había sido aquella Teresa que había descubierto en el cuarto secreto y el verdadero significado del cuarto mismo. Le pareció ver el piso al que llegaba el rumor del mar y a una joven Regina que se preparaba para ser adulta bajo los dictados de su maestra. Escuchó y calló, y dejó a la escritora llorar arrebatada por sus recuerdos.

– Y eso es todo -acabó-. Hace unos días comprendí, por usar tus palabras de hace un rato, que he llevado una vida de mierda.

Judit, pensativa, preguntó:

– Todo eso, ¿qué tiene que ver conmigo?

– Mucho, porque no quiero que la historia se repita.

Me siento responsable de ti. Eso que has escrito puede darte mucho éxito, pero eres demasiado buena, tienes demasiado talento como para seguir mis pasos. Sé valiente hazme caso. No seas como yo, que he retratado muy bien el exterior, pero nunca he intentado asomarme a mis barrancos. Has intuido a tu modo la gran verdad de Regina Dalmau, y puede que, algún día, nuestra historia te dé material para una novela en la que la protagonista sea una mujer de verdad y no un estereotipo. Antes tendrás que averiguar quién eres, bucear en ti y en tus raíces, ser auténtica. No tengo nada que darte, ningún santo grial que entregarte, salvo algo que no es mío y que otra persona me dio. Te diré lo que me dijo Teresa. Sé tú misma. Trabaja y púlete como una joya, porque sólo entonces serás capaz de crear y de dar. El dinero no es importante. Lo que hay detrás de ti, incluso aquello que odias o, sobre todo, aquello que odias, es la savia de la que te alimentarás si eres una verdadera escritora.

Regina se reclinó sobre un costado, con las rodillas dobladas asomándole por la abertura del albornoz los cabellos mojando la colcha.

– ¿Me has comprendido? Me da miedo no haberme expresado bien, porque tengo la sensación de que nunca dispondré de una oportunidad como ésta. Vas a seguir adelante con tu vida y pronto no pensarás en mí más que con compasión y, si hay suerte, una leve nostalgia. La pelotera de esta noche te parecerá irreal, porque pronto tomarás las riendas y nada más importará. Pero te lo repito tina vez más. Sé tú misma. No te fíes de los aduladores, ni sigas las modas. Encuentra tu fuerza dentro de ti, canaliza tu rabia, la rabia de las mujeres. Cada mujer alimenta una clase de rabia. No supe ver la tuya, y es lógico, porque ni siquiera había sabido aceptar la mía. Remueve en tu interior, en tu pasado, en aquello que constituye tu esencia. Tienes mucho talento, aunque yo no haya sabido verlo. Trabájalo. Y lee, hija, lee.

La miró, soñolienta.

– No soporto dormir sola. No, esta noche. ¿Puedo quedarme aquí?

– Necesitarás un camisón, no tengo más que el mío.

– Huy, hija, en pelotas estoy bien. Además, tengo esto -señaló el nomeolvides-. Era de Teresa.

Se dejó arropar por Judit.

– Ven aquí -pidió-. Dame un beso. Hagas lo que hagas, ten la seguridad de que no te dejaré sola.

La muchacha obedeció. Luego se metió en la cama y apagó la luz. Sabía que no podría dormir. Después de todo, era verdad. Regina había escrito un argumento para ella, y el alma de su maestra ensanchaba la suya.

Hoy es el principio de su vida.

Perros sueltos sin collar, con un amo en alguna parte, atraviesan la plaza, jugando a perseguirse. Uno de ellos, un galgo espurio, se despista e invade la terraza del Da Marzio, retrocede al no encontrar a ningún conocido y corre a reunirse con los suyos, sin que Regina pueda cumplir su deseo de acariciarle el hocico.

Es temprano. El sol baña los mosaicos de la fachada de la basílica y las cuatro solemnes estatuas papales que vigilan la entrada. Pronto será primavera, la luz de esta mañana de finales de febrero ya lo anuncia. En la terraza, bien arrebujada en su abrigo, Regina disfruta de la luz y del ruido, del olor a tomate y especias que empieza a expandirse desde los restaurantes que rodean la plaza y jalonan sus calles adyacentes. Pronto Roma olerá también a las hierbas salvajes que crecen entre piedras para garantizar, con su modestia indestructible, que las ruinas nunca detendrán el empuje de la vida

No han transcurrido ni tres meses desde que Regina llegó a la ciudad. Al principio se instaló en el Raphael, el mismo hotel que frecuentó en sus breves visitas anteriores, motivadas por asuntos profesionales. Esta vez pensaba pasar una semana en la capital, como mucho diez días, para iniciar tan pronto como pudiera su proyecto de perderse en Italia, del Piamonte y la Lombardía hasta la punta de la bota, y quizá un poco más allá, a las islas. Quería viajar de Petrarca a Lampedusa, de Dante a Sciascia. Falta de entrenamiento en la práctica del vagabundeo, cayó al principio en los hábitos del turista, y recorrió el itinerario de monumentos e iglesias más frecuentado, en espera de que su hasta entonces rígida concepción del ocio, forjada durante años de disciplina, se desprendiera de su voluntad y dejara su receptívidad a flor de piel. Como una turista cargada de bolsas y con los pies en ascuas, regresaba todas las noches al hotel, dispuesta a saborear un martini, escuchar al pianista y atender a los otros huéspedes que, solícitos, intentaban paliar lo que consideraban las melancólicas vacaciones de una mujer sola. Aceptaba sus invitaciones, mientras en su interior hacía sitio a la Regina en que quería convertirse y preparaba el verdadero viaje. Paseando por las abruptas vías medievales, iluminadas con candiles de aceite ante la cercana Navidad, que conducían al Tíber desde la plaza Navona, pensó que el viaje no era sólo para ella. Cómo le habría gustado a Teresa leer a sus autores preferidos en su lengua original y en los paisajes a los que pertenecían.

Cuando se extinguió el aceite de la última lámpara navideña, se propuso volar al día siguiente a Milán o, por qué no, a Trieste. O quizá debería tomar un tren y detenerse primero en Ferrara para rezar, como siempre había querido hacer, una oración sin dios a la memoria de los Finzi-Contini. Eran tantas las posibilidades que se abrían ante ella que, indecisa, sin saber qué hacer con su libertad, se quedó en Roma.