Un atardecer del nuevo año cruzó el río por un pequeño puente de piedra que ostentaba el nombre del mismo papa que mandó levantar la capilla Sixtina, y ya no volvió atrás. Caminando por el Trastevere llegó hasta una de sus muchas plazas y se metió en una iglesia, más en busca de un poco de silencio que de fe. Allí, en San Francisco a Ripa, frente a la escultura de Bernini dedicada al éxtasis de la beata Ludovica Albertoni, Regina sintió que el nudo fosilizado de la rabia que aún llevaba consigo se disolvía, dejándole las entrañas tan livianas que bien hubiera podido revolcarse sobre las losas como la propia beata, cuyo cuerpo entregado al placer de la autosatisfacción mística había sido moldeado por el artista con clara predisposición pagana.
El premio no era el viaje, se dijo entonces Regina. El premio era volver a vivir, volver a mirar. Y eso no debía hacerlo con los ojos de Teresa, sino con los suyos. Teresa la había conducido hasta allí. Era bastante.
Aquella noche de principios de enero deambuló por el Trastevere hasta dar con un hotel discreto en cuyo último piso, al que se llegaba trepando por unos empinados peldaños, le alquilaron una diminuta habitación con una terraza desde la que se veía el río, el puente y un medallón de luna. Llamó al conserje del Raphael para que le enviara sus cosas al nuevo domicilio, y desde entonces vivió en las calles, retirándose a su palomar sólo cuando, cansada de exteriores, perdido el foco como una pantalla borracha de imágenes superpuestas, se decía que tenía que reposar para continuar mañana. Las caminatas ponían a prueba su capacidad para observar y entender. Había abandonado las nociones aprendidas y no le quedaba otro remedio que señalar con el dedo y deletrear, como los niños, nombres y significados; las cosas y los seres, y también las emociones. En su nueva humildad de párvula hallaba tanto arrebato como la Ludovica de Bernini en su éxtasis. Pues dos son los momentos de máximo asombro para un escritor: aquel en que descubre el orden en que el mundo se le revela, y aquel en que recupera la facultad de nombrar que había creído perdida.
Bajar a la piazza. Así llamó, premonitoriamente, al impulso centrífugo que la obligaba a fugarse de las paredes para buscar en la calle la corriente de la vida. Y el inevitable desenlace fue que acabó habitando en una piazza, la más hermosa del, para ella, más hermoso y romano de los barrios de Roma, el Trastevere. Consiguió un apartamento en aquel quartiere de forma triangular abierto entre el río y los jardines del Gianicolo, donde convivían en armónica simbiosis trasteverinos puros y artistas extranjeros, artesanos y vendedores ambulantes, ladrones y patricios. Su piso estaba en la casa adyacente a la iglesia de Santa María in Trastevere, que pertenecía a la parroquia, y era un segundo piso dotado de cinco grandes ventanas. Las mismas que ahora veía, mientras sorbía un cappuccino, sentada en la terraza de Da Marzio y contemplaba el ritmo de la vida.
La oportunidad de hacerse con la hermosa vivienda llegó a su debido tiempo, cuando Regina se había convertido ya en una figura familiar que rondaba desde primera hora por el barrio, asistiendo al despliegue de las mercancías que los vendedores ambulantes extendían sobre las bancarelle, expositores de esplendor renacentista aplicado al arte de la supervivencia. En aquellas bancas convivían peines-linterna importados de Hong Kong, al lado de retratos del padre Pio sumido en llagas; copias de bolsos de Prada a veinte mil liras, al lado de zapatillas de seda china; postizos de naylon para el cabello, al lado de bragas tailandesas; estuches de bolsillo para herramientas junto a juegos de uñas postizas. Regina amó el Trastevere desde el primer instante, como se ama en la madurez, uniendo el deseo y la nostalgia. La conocían en cafés y mercados, aprendió los nombres de quesos y pastas; iba a la compra casi a diario por el placer de conversar con los vendedores, pero casi nunca cocinaba en su apartamento y acababa regalando las viandas a otro huésped o a la dueña del hotelito, porque tampoco quería privarse del gusto de conocer una nueva Trattoria, o de acudir a las ya descubiertas, para recibir esa cálida acogida que los camareros reservaban a los habituales.
La oferta para vivir en la piazza se produjo en el interior de la basílica, porque el destino parecía citar a la atea Regina en las iglesias. Por las tardes, antes de recalar de nuevo en su café predilecto, en Da Marzio, para admirar los matices que el crepúsculo arrancaba a los mosaicos del friso, solía meterse en el templo y explorarlo palmo a palmo, como si ya adivinara la naturaleza del vínculo que pronto la uniría a aquel territorio. Una de aquellas tardes, cuando pugnaba por descifrar los detalles de un trabajo de Cavallini medio oculto por la penumbra, una voz que hablaba español con acento latinoamericano le ofreció uno de esos puntos de luz que los africanos vendían a los turistas y que ayudaban a combatir la oscuridad en el interior de los templos.
Quien hablaba era una mujer más o menos de su edad, bella y elegante. Le dijo que vivía en la casa contigua. Se llamaba Marcela y su marido, que tenía un cargo en la ENO, acababa de ser destinado a México. «Vivimos en un apartamento muy especial, y nos gustaría que la persona que nos sucediera supiera apreciarlo.» Marcela, como Teresa, pensó Regina, creía en el alma de las casas. La invitó a subir a verla. Se quedó a cenar. El marido, Hernán, tenía el aspecto que correspondía a su nombre, parecía un hidalgo español salido de un tapiz antiguo, con un toque de Verdi en la cabeza cana, de cabello y barba pulcramente esculpidos.
En cuanto puso los pies en la casa, Regina se prometió que sería suya, y el matrimonio estuvo de acuerdo. La española se asomó a cada una de las cinco ventanas que ahora veía desde el café, y pensó que sería magnífico dormir allí, con los postigos abiertos, dejando entrar la luz, las voces, los colores, los aromas. Permitiéndose bajar a la piazza, incluso en sueños.
El apartamento consistía en un espacio rectangular limpio y preciso, dividido longitudinalmente en dos. A la derecha, desde la entrada, se encontraban las habitaciones, cada una con su ventanal. A la izquierda, el pasillo, con techo abovedado. La cocina se hallaba al fondo del corredor, y a la izquierda de éste, como catacumbas situadas tres escalones más abajo, estaban los dos baños. Al examinar el dormitorio, que era la pieza más alejada del vestíbulo, Regina miró atrás y vio que las puertas que comunicaban cada habitación formaban una perfecta alineación de vacíos que le permitían contemplar el salón desde la cama, y que entre éste y el dormitorio no había obstáculo alguno para el ensanchamiento de la mirada. Más tarde, cenando, Hernán observó:
– Te habrás dado cuenta de que no tenemos puertas. Las guardamos en el desván, te las pueden volver a poner cuando quieras. Mi mujer sufrió prisión durante la dictadura. Tiene claustrofobia.
– Me parece perfecto tal como está -convino Regina, y cambiaron de tema.
– El sacristán te cobrará el alquiler cada mes. Es muy simpático. Si quieres, hasta puede subirte el periódico por las mañanas.
Antes de partir a México, Marcela y Hernán dieron tina fiesta para presentar a Regina a sus amigos del barrio, que se mostraron encantados de tener a una escritora española entre ellos.
– E una gran sentrice spagnola, molto conosciuta -insistía Marcela, con énfasis, para su vergüenza. Bajando la voz, dirigiéndose a ella, añadía-: Los romanos se mueren por estas cosas, verás con qué deferencia te tratan en todas partes.
Y así había ocurrido,
Mario, el camarero que suele atenderla en Da Marzio, le pregunta si desea que le traiga su segundo cappuccino. Es un joven simpático, que ama su oficio y conoce las costumbres de Regina.
Esa mañana, la mujer se ha detenido en el estanco de via della Paglia que hace esquina con la plaza y ha comprado un bloc grande y un bolígrafo. La vendedora ha dejado de ofrecerle postales y recortables con los monumentos romanos; ahora la trata como a una vecina. Han comentado que parece primavera, y la dependienta le ha dicho que no hay sitio mejor en el mundo para vivir esa estación que el Trastevere. Mientras aguarda que Mario le sirva el café, Regina mordisquea el extremo del bolígrafo. Quiere contestar la última carta de Judit y darle las gracias por el ramo de flores que ella y Alex le han hecho llegar por la mañana, con una tarjeta de Interflora en la que una letra anónima ha escrito: “Feliz cumpleaños, feliz siempre. Tus becarios Judit y Alex.»