Si cerraba los ojos, podía verse a los 27 años, la edad a la que tuvo su primer éxito, rodeada de gente tan plena de energía como ella, una generación arrogante que entonces tenía sus mismas ganas de comerse el mundo. Ahora seguían esperando que les contara lo de siempre, lo que Regina se contaba para evitar encararse con el origen profundo de su crisis: que no se habían equivocado en sus elecciones, que había valido la pena.
«La peor equivocación que podemos cometer es crearnos la ilusión de que estamos a salvo de errores y permanecer dentro de esa fantasía hasta que estalla y nos precipita al vacío.» Aquellas palabras, oídas por Regina treinta años atrás, habían vuelto a su memoria en el ateneo, poco antes de iniciar su charla. Le parecía que Teresa las había pronunciado el día anterior. Pero Teresa estaba muerta. ¿O no? Hacía tiempo que Regina no entraba en el cuarto secreto que tantos estímulos proporcionó a su inspiración durante dos décadas. No se atrevía. Delante de su público aún podía guardar las apariencias. Allí dentro, sería como encontrarse desnuda.
Entre el público de mujeres maduras, esa tarde en el ateneo, la chica vestida de negro había llamado su atención porque era la única persona joven que se encontraba en la sala. ¿Qué podía tener, veintipocos años? Tal vez menos. Su severo atuendo la hacía parecer mayor. Cuando, al final, la muchacha se le había acercado para pedirle una dedicatoria, Regina no dudó en proponerle que la visitara el lunes siguiente por la mañana, aprovechando que sería festivo. Qué disparate, se dijo más tarde. Una desconocida, entrando en mi domicilio como si tal cosa.
Como si tal cosa, no. Regina Dalmau nunca daba puntada sin hilo, se dijo ahora, atacando con rabia un nuevo solitario y evitando mirar el paquete sin abrir que se hallaba en una esquina del escritorio. Eran las pruebas de corrección del libro que estaba a punto de publicar. Mejor dicho: ese libro era la prueba de su incapacidad para ofrecer algo original a su público. Se trataba de una recopilación de artículos periodísticos antiguos, viejas conferencias y relatos dispersos publicados aquí y allá. Nada importante. Nada original. Y ni siquiera se sentía con ánimos para realizar las correcciones, a pesar de que Amat, su editor, abrumaba a Blanca diariamente con histéricas llamadas telefónicas.
– Se queja de que el libro debería estar en la calle, como muy tarde, a mediados de noviembre. Y tiene razón, Regina -le había dicho la agente-. Los libreros ya han hecho sus previsiones, y si te guardan un sitio en sus mesas es porque se trata de ti. De todas formas, a mí me preocupa más tu sequía, así que procura salir de ella, que a Amat ya me encargaré yo de mantenerlo a raya. Al fin y al cabo, ha ganado mucho dinero a tu costa, que se aguante.
Por lo menos, Blanca no le había dicho lo que opinaba de la desesperada antología de sus restos de serie.
Ni siquiera le salían los solitarios. Sintió agonizar la breve sensación de alivio que había experimentado minutos antes, al pensar en la inminente llegada de la muchacha. Caviló acerca del trabajo rutinario y agotador que tenía por delante: corregir pruebas, suprimir párrafos que en su día fueron muy actuales pero que ahora resultarían obsoletos; elegir portada, impedir que el Departamento de Publicidad metiera la pata, someterse a sesiones de fotos para el catálogo, determinar las ciudades que convenía tener en cuenta para la gira de promoción, eliminar los puntos de venta poco rentables…
La acostumbrada rutina a la que tendría que someterse se le antojaba irritante. Antes era distinto: podía desdoblarse, hacer que una parte de ella, su yo sociable, se sometiera con gusto al trámite inevitable de bregar con las exigencias del mercado, sobreponiéndose al cansancio e incluso disfrutando del contacto con sus lectores y de los agasajos de los libreros. Esos tiempos parecían muy lejanos. Cuanto le quedaba era inseguridad, miedo al futuro. Y fachada.
«Escribir también es dar vida -había dicho al iniciar su charla en el ateneo popular-. La creación artística es una clase de vida que a las mujeres, a quienes se nos envidia nuestra capacidad de parir, nos ha sido obstaculizada durante siglos.» ¿Qué creación artística? ¿La suya? Si esas buenas señoras que la escuchaban, con sus peinados enhiestos que aún olían a peluquería y una expresión arrobada en el semblante, hubieran adivinado hasta qué punto se sentía incómoda pronunciando aquellas manidas palabras. La única que no la miró embobada fue la chica. Cejijunta e intensa, parecía reflexionar, discutir consigo misma si lo que Regina decía casaba con sus propios pensamientos. Es joven y me juzga, había pensado la escritora, pertenece a una generación que desconozco, que no comprendo, y cuyo veredicto no deseo recibir.
Cada generación emite sus propios juicios y éstos suelen ser implacables. La de Regina había sido la más radical en la ruptura. Nada les valía de lo anterior, se creyeron inventores de la rebeldía cuando no eran sino un eslabón más en la larga cadena de inadaptados que dio este país en los años oscuros. Cobraron los réditos de la resistencia anterior, sólo porque habían gritado más y más alto (también los tiempos eran otros: la bota de la gastada dictadura los pisó de refilón). Y cuando llegó la hora del relevo, cuando les tocó diseñar el futuro, se sintieron con derecho a administrarlo desde su arrogancia. En el poder no sólo se creyeron mejores, sino únicos. En su juventud, Regina había sido como la mayoría de sus coetáneos. Había prescindido de cuanto le estorbaba, mezclando en el mismo saco lo bueno y lo malo: personas, sentimientos…
De forma inesperada, la chica de negro, mientras Regina escribía su dedicatoria en la página inicial de un sobado ejemplar de su última novela («Para Judit, con el deseo de que este libro te ayude a vivir», menuda tontería, viniendo de alguien a quien ni éste ni ningún otro libro le ha impedido naufragar), le había murmurado, en tono confidencial y con una voz ronca y solemne que la sobresaltó:
– Te venero tanto.
«Te venero tanto.» ¿Decían cosas así las muchachas de hoy, las muchachas vestidas de esperpento? ¿Quiénes eran, qué querían? Fue entonces cuando se le ocurrió que la tal Judit podría resultarle útil si aceptaba la sugerencia de Blanca para que escribiera una novela sobre la juventud actual. Aunque, ¿no era un disparate? Quizá el esfuerzo de entender a alguien que podría ser su hija le abriría un nuevo camino por el que una escritora como ella sabría manejarse para encontrar un buen filón. ¿0 eso sólo serviría para que siguiera huyendo hacia adelante?
Desde el pesimismo de su crisis, Regina ni siquiera estaba segura de conocerse a sí misma. Y, sin embargo, seguía concediendo entrevistas, pronunciando charlas, como si todavía disfrutara de la autoridad con que hasta hacía poco se había sentido investida. Aquella supremacía moral que, según sus exegetas, se hallaba presente tanto en sus libros como en los artículos de opinión (ecos y más ecos, pensó) que publicaba con frecuencia en diferentes periódicos y revistas. Dudaba. Nunca, antes, había experimentado una desazón similar. Había perdido el control de su existencia, y hasta este pensamiento la turbaba. ¿Puede alardear de autoridad moral alguien que nunca se ha movido del cómodo asilo que proporcionan unas cuantas certezas absolutas? Así se veía, desde su desconfianza actuaclass="underline" dogmática, aferrada a ideas fijas, a rígidos conceptos cuya identidad consistía en que nunca cambiaban. No te rindas, le escribían sus admiradores. Sigue así, Regina. Lo que tú escribes es lo que yo pienso. Dejadme en paz, quería gritan Dejadme admitir que me he equivocado.