¿Quería reconocerlo? Era lo bastante decente para confesarse que sus vaivenes del presente nada tenían que ver con una autocrítica sincera. Ni se la planteaba: acabaría en desastre. La visión negativa que hoy tenía de su vida se debía a que sentía desaparecer bajo sus pies el trampolín desde el que se proyectaba: su capacidad, que en otro tiempo le pareció inagotable, para producir materiales que a su vez le eran devueltos en forma de éxito, dinero, adoración (veneración, había dicho la joven). Más le valdría no detenerse a reflexionar y bracear hacia una nueva novela en la creencia de que acabaría por encontrarle el gusto.
Acometió otra tanda frenética de solitarios. Temía verse abocada a la introspección tanto como que le fallara la buena estrella.
Muchos años antes, cuando Regina apenas levantaba medio metro del suelo, Santeta, la criada de sus padres, colgó en la despensa del piso del Eixample una bolsa de red que contenía caracoles vivos.
– El ayuno no los mata, pero los purga -le explicó, sacudiendo la bolsa, que emitió un sonido como de maracas.
Durante un par de días, la niña vivió hipnotizada por la presencia de aquel bulto aterrador. Los caracoles se agitaban dentro de la red, asomaban sus cabecitas de cuernos retractiles por los agujeros, tratando de escapar, mientras sus excrementos resbalaban e iban cayendo en una palangana. Una mañana, la bolsa desapareció, y Regina suspiró con alivio, pero su bienestar duró poco. La sirvienta había metido los moluscos en un cubo con un fondo de harina.
– Para que acaben de cagar -informó Santeta.
Tres días más duró la nueva modalidad de martirio, en el que las víctimas permanecieron atrapadas en sus propias babas. Por fin llegó el momento de lavar los caracoles en la pila. Cuando la criada acabó de pasarlos por el chorro frío, los puso en una olla, con un poco de agua.
– Y ahora, a fuego lento. A joderse. Hay que mantener la llama muy baja, para que se confíen y no escapen -le explicó.
Tuvo que afianzar la tapa con varias pesas, porque los agonizantes, con sus últimas fuerzas, no dejaron de intentar la evasión una y otra vez.
Es extraño, pensó Regina, tecleando el ratón para colocar un as de diamantes. En alguna parte de su vida, los caracoles volvían a reptar.
Decidió abrir el Paquete con las pruebas. Podía corregir un par de capítulos antes de que Judit se presentara, y eso haría que se sintiera mejor. Al cortar el cordel se dio cuenta de que tenía la piel de las manos deshidratada. No podía seguir descuidando su cuerpo. Pensándolo bien, las pruebas podían esperar. Aún iba en bata. Venerada tiene que arreglarse para recibir a Venerante, se dijo, y de inmediato se arrepintió. Ésa era otra cosa que le preocupaba: su ironía, tan admirada por los lectores, se volvía contra sí misma.
En el baño, se sentó en el taburete, de espaldas al espejo, y procedió a untarse los pies, subiendo centímetro a centímetro por la piel, en la que se dibujaban débiles escamas. Piel seca, flujo vaginal inexistente, insomnio, sofocos. Eso también empezaba para ella. «Si Flaubert hubiera tenido la regla -había dicho en aquella estúpida conferencia-, Madame Bovary jamás habría sido escrita.» Las mujeres habían premiado su comentario con una jubilosa carcajada. A Regina le ponía frenética que el hecho de que semejante obra maestra pudiera no haber existido regocijara al público de aquel modo. ¿No era eso lo que buscaba, la risa fácil? Pensó, con amargura, que podría ampliar la frase: «Si Flaubert hubiera tenido la regla y, después, la menopausia…» Regina tenía pendiente una cita con su ginecólogo, pero no quería oír su diagnóstico, no hoy. Iba a cumplir cincuenta años y nada estaba en su sitio. Dios, pronto alcanzaría la edad a la que murió Teresa.
Lo último que necesitaba era oír hablar de osteoporosis y de parches. La voz que escuchaba en su interior, la viscosa presencia de los caracoles, no tenía nada que ver con sus hormonas.
Rocío, pese a ser materialista y laica, tenía la superstición de creer que los hijos vienen a este mundo mejor o peor dotados según la ocasión y el lugar en que se les engendró. Era una creencia que le había transmitido su madre y que, seguramente, ésta había recibido de la suya: mujeres de campo acostumbradas a mirar al cielo y a los ojos de sus maridos para adivinar la proximidad de las tormentas. Si Paco había salido tan tranquilo era porque había sido concebido en la cama matrimonial; a Judit, en cambio, Manolo y ella la engendraron la noche de la acampada por la construcción del ateneo popular, en pleno jolgorio vecinal y en una época de excesivas esperanzas. «Cultura para todos», había sido el lema de la fiesta.
¿Qué iba a hacer Judit con su vida?, se preguntaba Rocío, mientras llenaba diestramente con ensaladilla rusa una batería de platos. A la cocina del restaurante del Puente Aéreo llegaba el estrépito del aeropuerto, pero Rocío estaba tan acostumbrada que ni lo notaba. Eran casi las doce, aún le quedaban cuatro horas para acabar su turno. La cultura está muy bien, pensó, no sería ella quien dijera lo contrario, pero sin estudios y con su carácter retraído, sin relaciones, su hija no tenía muchas posibilidades de labrarse un porvenir. Rocío no era una de esas madres que creen que todo se arregla con un buen matrimonio. El matrimonio, aunque sea bueno, no soluciona nada, pensó, más bien complica las cosas. Le daba miedo Judit, porque no sabía quién era. No había salido a nadie de la familia. Ni siquiera a Manolo, que fue un hombre débil y no tuvo rumbo desde que aquel grupo de rock en el que tocaba la guitarra se disolvió sin haber podido grabar ni siquiera un miserable microsurco. ¿Podía ser que el carácter de Judit se hubiera forjado de un golpe, cuando todavía estaba en su vientre, la madrugada en que Rocío recibió la noticia de su muerte?
Nunca olvidaría la forma en que Judit había abordado la cuestión cuando estaba a punto de cumplir ocho años.
– ¿El papa cogió la moto borracho? -le había preguntado, con su vozarrón de adulta.
Rocío, que además de materialista, laica y supersticiosa, era de las que creían que la verdad nunca hace daño, le dijo que su padre no se emborrachaba nunca, aunque no les hacía ascos a una cerveza y un canuto, pero que en todo caso no era él quien conducía la moto aquella noche, sino su propietario, el Gede, un chico de Badalona que era amigo suyo desde la infancia, otro fantasma empeñado en que un día u otro volvería a hacer de manager de roqueros. Él también había muerto en el accidente.
– Venían de un festival de rock en el sur de Francia y, bueno, no creo que estuvieran muy serenos.
– ¿Nací la madrugada en que el papa murió, y en el mismo hospital adonde lo llevaron?
– Lo del hospital es verdad. Pero viniste al mundo dos días después de que él falleciera.
Desde aquel día, Judit no volvió a sacar el tema, ni a nombrar a su padre, ni mostró interés alguno por el joven cetrino, de pelo largo y grandes patillas que aparecía junto a Rocío y con el pequeño Paco en algunas de las fotos de la parentela que su madre tenía diseminadas por la casa, y en la imagen de un programa antiguo, enmarcado, que anunciaba la actuación del conjunto musical Los Pelones en el entoldado de la plaza del Sol de Gracia, prevista para finales de agosto de 1974.
Ante tanto desapego por parte de Judit, Rocío se había sentido obligada a rehabilitar la figura paterna, y en cierta ocasión le confesó:
– Tu padre era un poco tarambana, pero al final sirvió para algo, porque en el Clínico me pidieron que donara su cuerpo para las prácticas de los estudiantes de Medicina y me pareció que eso era lo mejor. Siempre fue generoso y le gustaba compartir lo poco que tenía.