A punto estuvo de añadir que gracias a eso se ahorraron el entierro, pero Judit le disparó una de sus precoces miradas gélidas y Rocío agachó la cabeza y siguió festoneando una sábana.
Manolo había tentado al destino por última vez cuando estaba a punto de entrar a trabajar, por fin, en un puesto fijo y con una nómina un poco decente. Paco acababa de cumplir cuatro años y era un chaval despierto y formal; ella estaba embarazada de Judit y pensaba que, por fin, su marido iba a comportarse con sensatez. La víspera de incorporarse a su empleo de guarda en una constructora, Manolo le dijo que no lo esperara a cenar, que se iba con el Gede a Ceret, a un concierto de rock.
– El último, antes de sentar la cabeza -prometió, abrazándola-. Volveré a tiempo para ir al trabajo, te lo juro. La moto de Gede nunca falla.
– Sólo los hijos de los ricos pueden permitirse el lujo de ser hippies -respondió ella, zafándose-. Y además, ya no hay hippies, ¿es que no te das cuenta?
Le había dolido mucho su muerte. Tanto, que tardó algún tiempo en darse cuenta de la sensación de respiro que afloró a medida que se difuminaba su duelo, llenándola de culpa. ¿Qué era lo que había provocado su muerte? ¿Su afición a la música, su forma de vivir sin aceptar responsabilidades? ¿o había sido ella, su empecinamiento en cambiarlo, sus prisas por hacerlo volver? ¿Estaría vivo si no hubiera tenido que regresar en plena noche para incorporarse a su trabajo? ¿Qué tenía que hacer con Judit? ¿Atosigarla o dejarla en paz?
Judit había heredado la tendencia paterna al extravío, pensó, secándose con el dorso de la mano el sudor que le resbalaba por la frente. Llevaba el cabello cubierto por el gorro de plástico reglamentario. No obstante, algo le decía que su hija era mucho más dura de lo que había sido Manolo. Dura y desorientada, qué mala mezcla, caviló, mientras removía un enorme perol lleno de salsa boloñesa y, agarrada a la cuchara con las dos manos, se sentía como un extra en la escena de los remeros de Ben-Hur
Judit siempre había sido igual. Terca, reservada, difícil. Con la misma naturalidad con que renunció a armar un recuerdo de aquel padre desconocido, la niña se manifestó parca en juegos, nula en amistades y reacia a las tonterías en que se complacían sus compañeras de barrio y de colegio. Nadie era capaz de adivinar sus pensamientos. No creaba problemas pero tampoco daba alegrías. Muy pronto empezó a traer a casa libros que no sabían de dónde sacaba y que no eran demasiado adecuados para su edad, pero Rocío se jactaba de ser librepensadora autodidacta, y conservaba la memoria amarga de cómo, cuando tenía trece años y trabajaba ayudando a lavar ropa, su madre le había arrebatado, después de plantarle dos bofetones, la Historia de la Revolución Soviética que una vecina roja como la sangre le había dado a leer. Se cuidó mucho de censurar las lecturas de su hija, así como de preguntarle dónde las conseguía. Había algo en ella que le inspiraba respeto.
Judit pasaba más horas encerrada en su cuarto jugando, pero si se quemaba la vista era leyendo libros que nada tenían que ver con los estudios. Sus notas eran un desastre, y a los quince años se plantó y dijo que no estaba dispuesta a seguir en el instituto, en donde perdía el tiempo y se le agostaba su talento natural. Lo dijo con su voz desproporcionada:
– En el instituto se agosta mi talento natural.
Eso dijo: «se agosta». Y, por absurdo que parezca, no sonó ridículo. Rocío y Paco aceptaron la explicación sin discutirla apenas, como si fuera algo que estaban esperando. A solas con su madre, el muchacho, que le llevaba cuatro años a su hermana y ejercía de hombre de la casa, comentó, no sin orgullo, que la nena les había salido intelectual, y se decidió a montarle una estantería barata en el dormitorio, con una tabla un poco más ancha que le serviría de escritorio, aunque al utilizarlo tendría que sentarse en la cama, porque no había sitio para una silla. Judit prometió buscar trabajo.
Semanas después logró entrar de aprendiza en una librería-papelería del paseo, y se pavoneó como si la hubieran nombrado jefa de la Biblioteca Central, pero se le bajaron los humos cuando comprendió que allí sólo había dos decenas de libros que poca gente compraba, y que la interminable jornada se le iba en hacer fotocopias y repartir pedidos. En aquella época aún vestía con el desaliño propio de la pubertad, aunque se notaba que hacía experimentos porque algunas veces salía de su habitación, camino del trabajo, con una prenda de más, algo tan modesto como un pañuelo de gasa en torno al cuello o un trozo de cadena atado a modo de cinturón, o unos guantes largos; detalles incongruentes que fueron fundiéndose mientras pasaba de un empleo a otro hasta componer el atuendo que dio por definitivo poco antes de meterse en la agentora, que dicho sea de paso a Rocío le parecía muy distinguida, eso sí, pero muy sosa.
Apeló al no hay mal que por bien no venga con que solía consolarse en cada uno de los momentos de desánimo que sufría debido a sus múltiples militancias: tal como están los hombres, mejor que le dé por las tías, lo que importa es que mi hija sea feliz.
La manía de Judit por Regina empezó cinco años atrás, la noche en que la chiquilla vio por primera vez a la escritora en televisión, en un debate sobre feminismo. Rocío tenía que reconocer que, aunque ella era feminista como la que más, no le había transmitido a su hija más enseñanzas al respecto que su propio comportamiento, así como abundantes comentarios que, en su opinión, resultaban mucho más contundentes que los libros, como por ejemplo: «La vecina del primero se ha vuelto a quedar preñada, cómo se puede ser tan imbécil, a algunos hombres habría que caparlos»; «Paquito, arregla tu habitación, que todos creéis que las mujeres somos vuestras criadas»; «Yo me he ganado siempre lo mío y no he necesitado de ningún hombre»; «Sexo débil, sexo débil, te diré yo cuál es el verdadero sexo débil»; «El día de mañana búscate uno que sea buen compañero, que para mandar ya están los patronos»… Nada más y nada menos.
Regina Dalmau aparentaba entonces poco más de treinta años y llevaba el pelo castaño en corta melena hueca y suelta, un traje de chaqueta gris de corte exquisito sobre una blusa más oscura y una finísima cadena de oro en el cuello, de la que pendía una piedra pequeña que centelleaba en el hueco que formaban sus clavículas al juntarse. Judit parecía deslumbrada, allí sentada, junto a su madre. No perdía palabra del debate pero, sobre todo, no dejaba de mirar a Regina, y se removía en el sillón con impaciencia cada vez que el moderador cedía la palabra a otra participante.
– Eso que lleva colgado seguro que es un brillante -recordaba haber comentado Rocío.
En un arranque que, incluso ahora, le parecía una ingeniosa aportación al tema objeto del coloquio, y aprovechando que estaba echando spray desodorante en las zapatillas deportivas de Paco que tenía en el regazo, añadió:
– Hay que ver cómo les cantan los pies a los hombres.
– ¡Calla, mama, que no me dejas escuchar! -rugió Judit, a quien le estaba cambiando la voz, pero a más fuerte.
Desde aquel día, Rocío presenció la conversión de su hija a fan absoluta de Regina Dalmau, la vio leer sus libros, colocarlos en una estantería especial. También empezó a prestar atención al periódico que compraba su hermano y las revistas que ocasionalmente entraban en la casa. Cuando encontraba alguna noticia relacionada con la escritora, la recortaba y pegaba con cuidado en una hoja de papel.
Meses después del inicio de su reginomanía, hojeando un semanario especializado en horóscopos, Judit lanzó una exclamación de triunfo, seguida de otra de profundo asombro:
– ¡No me lo puedo creer, mama! ¡Regina Dalmau y tú habéis nacido el mismo día y a la misma hora!
Las dos tenían 44 años y medio. Y una vida bien distinta, pensó Rocío, mientras su hija vaciaba su hucha para invertir los ahorros de todo un año en la carta astral de la escritora. Hacía poco que habían abierto una tienda de horóscopos en una galería comercial del barrio, y por dos mil pesetas te contaban cómo eras y qué ibas a hacer en la vida, lo cual, en opinión de Rocío, no sólo resultaba una completa imbecilidad sino que, además, empeoraba manifiestamente la calidad de la propia vida porque te dejaba con dos mil calas menos.