– Tiene bemoles, tu hermana -refunfuñó la mujer, después de que Judit saliera, enloquecida, a por la carta astral.
– Déjala en paz, mama -dijo Paco, que siempre potenciaba el lado bueno de las cosas-. ¿Qué prefieres, que se lo gaste en drogas o en copas con novietes?
– Pues, mira, en drogas sí que no, pero podría gustarle algún chico. A su edad, a mí ya me picaban las tetas.
Judit regresó una hora después, con metro y medio de papel perforado en los bordes, en donde figuraba un mapa con la situación exacta de los planetas que regían el destino de Regina, una descripción de los rasgos principales de su carácter y una anticipación de lo que podría sucederle en los meses inmediatos.
– Parece una analítica -se burló Paco.
El grupo sanguíneo era uno de los pocos datos de Regina que no constaban en su carta astral.
– No sé qué tenemos en común ella y yo, aparte de haber nacido a la vez -comentó Rocío, con inquina.
– Mama, no seas ignorante. Regina es de Barcelona capital, y tú, de un pueblo de Sevilla. Eso lo cambia todo -replicó Judit.
– ¡Me trajeron aquí a los cinco años! Lo que pasa es que unas nacen con una flor en la frente, y otras, con una patada en el culo. ¿Qué pasa? ¿Preferirías que tu madre fuera esa mujer? De desagradecidas está el mundo lleno.
Se había equivocado al ponerse tan quisquillosa, porque desde ese día Judit dejó de exteriorizar su admiración por Regina, y Rocío no tuvo más remedio que dedicarse a registrar la habitación de su hija siempre que se le presentaba la ocasión, convirtiéndose en el desconcertado testigo de aquel culto a la personalidad que, en su opinión, dejaba en mantillas a Stalin y Fidel Castro juntos.
Lo peor de todo era que, dos días antes, Regina Dalmau había dado una charla en el ateneo a la que Judit había asistido; y que Rocío, ajetreada en la cocina preparando los malditos pinchos de tortilla y embutidos que se sirvieron después de la conferencia, no había podido controlarla.
Y vete a saber, gruñó, recolocándose el delantal, que se le había aflojado por la cintura. Vete a saber.
Sintiéndose pringosa, Regina volvió a ponerse la bata para dar tiempo a que su piel absorbiera la perfumada crema. Cuando la naturaleza cierra la puerta de la regeneración de los te ¡dos, la cosmética abre la ventana de la hidratación artificiaclass="underline" larga vida a la cosmética, canturreó Regina. Al diablo con todo. Vas a cumplir medio siglo pero puedes permitirte un lote completo de productos de belleza La Prairie al extracto de caviar. Da gracias por ello, bonita. Nadie te quiere por lo que eres pero puedes embellecer lo que pareces. Es más de lo que las mujeres que asisten a tus conferencias tienen a su alcance.
Se dirigió a la cocina para servirse agua. Vaso en mano, pasó al comedor y luego al salón. Con la frente pegada a uno de los ventanales, contempló los árboles color verde polución de la plaza, hoy casi sin tráfico. Mira qué bien vives, se consoló. Muebles, cuadros, libros, antigüedades, detalles de moderno diseño, alfombras. Esto es lo que hay. Lloras, sí, pero sobre cojines de seda. Y estaba la vitrina, con su colección de premios dentro. Cuando recibía visitas, Regina encendía la luz halógena, y sus trofeos brillaban como piezas de museo. De museo arqueológico, añadió su voz torpedera.
Sonó el teléfono y cometió el error de responder antes de que saltara el contestador automático. Tal vez era Judit, anunciando que se retrasaría. Demasiado tarde, recordó que la chica no tenía su número.
– ¿Cómo está la reina de las letras?
Algunas cosas no cambian nunca, pensó. Era Jordi, el último de sus ex amantes. En los buenos tiempos había dicho de él que era su compañero; aunque tuviera reminiscencias sindicales, la palabra le gustaba y era eso lo que siempre había querido tener, un compañero, aunque quizá no con tanto énfasis como proclamaba en público. Se sentó en la butaca y colocó los pies descalzos, lustrosos por la crema, sobre la mesa de centro. Un objeto llamó su atención. ¿Qué hacía allí el monolito de cristal que le habían enviado la semana anterior los agradecidos miembros del gremio de libreros de una ciudad de provincias? Tenía que hablar seriamente con Flora, su asistenta; se estaba volviendo muy descuidada.
Jordi seguía piropeándola. Algo quiere, se dijo, para llamarme en pleno puente. No tardó en averiguarlo. El muy cínico acababa de ser nombrado presidente de la división latinoamericana de su empresa e iba a instalarse en Miami. Quería endosarle a Alex.
– Será sólo por un mes… bueno, puede que dos. No ignoras cómo se tomó el traslado a Madrid. No puedo cambiarlo de continente sin tenerlo allí todo dispuesto para que se sienta a gusto, la casa, el college, en fin, ya sabes.
Claro que sabía. Habían roto dos años antes, después de haber convivido durante tres, pero Jordi se las había arreglado para continuar extorsionándola sentimentalmente, de una manera u otra. Regina quería a Alex, aunque no era hijo suyo. Y su ex lo sabía.
– Mándalo a un internado -protestó-. ¿Qué edad tiene? ¿Diecinueve?
Alex tenía catorce años cuando Jordi se trasladó al piso de Regina y era el fruto de un matrimonio anterior. Fue el espacio físico en el que se desarrollaba la relación. Algunos lo llamarían egoísmo, ella prefería pensar que era independencia.
Jordi apareció en su vida, cinco años atrás, ornado con los atributos necesarios para que la sempiterna historia de enamoramiento y desgarro volviera a repetirse. Era cuatro años más joven que ella, tenía un precario empleo en una empresa publicitaria de poca monta y parecía entusiasmado por su personalidad, su empuje. Y, detalle inédito, era viudo. No alardeaba de ello, se limitaba a comentarlo con compungida sobriedad. Tenía cierto aire ausente que Regina tomó por una aureola de tristeza: con el tiempo, ese talante se reveló como la manifestación externa de su soberana indiferencia hacia todo lo que no fuera su propia persona. Le contó que había tenido que casarse muy, joven con una muchacha de buena familia que había fallecido al poco de nacer Alex, y Regina sobreentendió que se había visto atrapado por un embarazo inoportuno. Parecía indefenso, y la piedad actuó en la escritora como un irresistible afrodisíaco.
Jordi resistió la prueba del marcapasos. Mediado el segundo año de relación, Regina creyó poder repetir sin temor a arrepentirse la frase que solía dedicar a la prensa:
– Tengo una relación estable -declaraba a diestro y siniestro.
Pareja, que no familia, pensó ahora, mientras Jordi seguía dándole explicaciones acerca de lo conveniente que sería para Alex disfrutar de su tutela. Regina nunca quiso tener hijos ni los echaba en falta. Sin embargo, su experiencia con Alex no había sido desagradable, a pesar de sus aspectos negativos. Cuando lo conoció era una especie de gamberro, un chico en plena edad del pavo que faltaba al colegio cuando se le antojaba, no le contestaba cuando le dirigía la palabra, y pasaba la mayor parte del tiempo encerrada.
Se encontraba a setecientos kilómetros, en un chalet de La Moraleja, probando con Patricia la cama del que iba a ser su nuevo domicilio madrileño, y con el móvil desconectado. Aquella noche, en el hospital, fue Regina quien le tomó la mano mientras el chico deliraba, fue ella quien sufrió al pensar en el doloroso lavado de estómago que acababan de practicarle. Para colmo, cuando el hombre por fin se presentó, se limitó a mirarla como si fuera suya la culpa de lo que Alex había hecho. El chico robó las pastillas de su botiquín, porque había seguido visitándola después de la ruptura, desoyendo las advertencias de su padre y tratando de mantener el lazo que lo unía a la mujer que lo había tratado como a un hijo. A Regina le rompía el corazón verlo tan desorientado, pero se repetía que el único responsable de su inestabilidad era, Jordi.