Su talante de hoy era otro muy distinto; el viejo estilo zalamero de los primeros tiempos.
– Te necesita. No ha conseguido hacer buenos amigos en Madrid, o no le gustan los que tiene. Añora Barcelona. Y yo me quedaré más tranquilo si sé que se encuentra bajo tu custodia. Eres la única persona con la que se lleva bien. Lo tienes todo bajo control.
¿No había sido eso lo que le había reprochado Jordi cuando rompieron? ¿Lo que, según él, lo indujo a buscarse una mujer más dócil, más femenina? Su omnipotencia, lo había llamado.
– Tu omnipotencia me vuelve impotente -había dicho-. A tu lado no puedo crecer. Me limitas.
Y, ante su exasperación, había añadido:
– Lo superarás, no te preocupes. No precisas de nadie, Regina. Eres una hermafrodita funcional. No me extraña que te lleves bien con Alex. A él puedes dominarlo.
Fue su mensaje de despedida. Ella era la escritora, pero el epitafio de su relación tuvo que ponerlo Jordi. Hasta llegar a aquel momento, el deterioro de su convivencia había adoptado un ritmo lento y arrasador. Al analizarlo desde el presente, Regina veía con claridad que se desarrolló en dos fases, dos caídas en picado hacia la ruptura, frenadas por una engañosa meseta intermedia que ellos bautizaron como período de reflexión. En la primera etapa del conflicto, Jordi había sido víctima de un estado de gatillazo permanente que la llenaba de frustración. No podía consumar el coito.
– Si no me deseas, dilo y en paz. Nos separamos. Nadie manda sobre el deseo -lo apremiaba ella-. O puedes… podemos ir a un psicólogo.
– ¿Que no te deseo? ¡Toca! -y le tomaba la mano para que comprobara la magnitud de su miembro erecto.
En cuanto la penetraba, su sexo iniciaba un acelerado retroceso, como un niño atemorizado al entrar en la guarida del monstruo. Jordi se disculpaba: no sé lo que me pasa, no es culpa tuya, te juro que aún me vuelves loco, etcétera. Había algo enfermizo en la forma que él tenía de rechazar la confrontación, en cómo intentaba ser un enamorado intachable y atento durante el día para, de noche, embarcarse de nuevo en la rutina de la frenética e imposible jodienda. Regina se levantaba con la saliva amarga del fracaso, pero allí estaba él, esperándola para desayunar, con un compacto de Mozart en la mini cadena de la cocina y la presencia atareada de Flora, la asistenta, que impedía toda conversación íntima, revoloteando alrededor.
Una noche, Regina se negó a secundar su juego:
– Será mejor que nos demos una tregua -decidió, apartándolo antes del primer intento-. Creo que los dos necesitamos un poco de aire.
– ¿Quieres que me vaya? -se espantó él.
– No, sólo que vivamos un poco más despegados, no tan pendientes el uno del otro. Bajo el mismo techo, en lo que llamaba «nuestro refugio», había aprovechado aquella pausa para dar unos cuantos pasos bien meditados: conquistar a una mujer, Patricia, tan bien relacionada como ella pero más proclive a la dependencia y el agradecimiento; utilizarla para medrar.
Tendría que haber puesto sus maletas en el descansillo, antes de que él me dejara como a un trasto inútil, se arrepentía. Porque lo que vino después del paréntesis todavía fue peor. Cuando Regina, harta de reflexionar a solas y de que él se diera la gran vida, le dijo que había llegado el momento de intentarlo otra vez, Jordi se mostró de acuerdo, aunque dejó claro que no pensaba renunciar a la parcela de libertad conquistada. Qué fácil es sumar dos y dos cuando se tiene frío el corazón, pensó Regina. A él, las semanas de descanso le habían proporcionado nuevos bríos. Ella estaba hecha una ruina. Quería a Jordi y había esperado que se tratara del hombre definitivo. En cierto modo, pensó con ironía, así había sido, porque después de él no le quedaron ganas de volverse a enamorar.
Después de la tregua, Jordi regresó a casa dispuesto a esgrimir cada una de las armas con que los débiles se vengan de los fuertes. Regina sentía que la nueva situación era mucho peor que la precedente. Volvió a ocupar su sitio en la cama, pero no la tocaba. Era como dormir en medio de una corriente helada. Se acabaron las pantomimas nocturnas. También las diurnas: Jordi perdió sus buenos modales y se apresuraba a subrayar el menor de sus errores. En las raras ocasiones en que salían juntos, la ridiculizaba en público. Echaba mano del repertorio ofensivo típico de las parejas que se desmoronan: «Lo peor de ti…», empezaba una frase, aflautando la voz. o bien: «Ya te lo había dicho…», «Tú siempre tan lista…».
Su instrumento más demoledor fue la pasividad: su forma de permanecer en silencio, tumbado en la cama, a su lado, con cara de víctima. Regina tuvo que empezar a consumir pastillas para dormir, pero aun en sueños así sentía el rechazo del otro, su insultante respiración. Al despertar, la mujer corría a su estudio y se encerraba. Fue entonces cuando se acostumbró a hacer solitarios en el ordenador. Le vaciaban el cerebro, pero no lo suficiente.
Una mañana, Regina no pudo más. Le golpeó la cara.
– ¿Se lo puedes firmar? -pidió el más joven-. Te admira mucho, pero ha sufrido un accidente y no recuerda nada de su vida anterior. Cuando recupere la memoria, se alegrará de tener tu libro dedicado.
Con un nudo en la garganta, Regina escribió una frase de aliento y su firma. Entonces el acompañante blandió una instamatic y dijo:
– ¿Te importa que os saque una foto juntos? Fotografío todo lo que hace para que, cuando vuelva a ser el de antes, sepa que no hemos dejado de compartir todo lo que le gustaba.
Aquella era, precisamente, la clase de relación en la que Regina pensaba cuando se refería a una pareja estable. Después de Valencia, había dado instrucciones a su agente para que anulara el resto de la campaña. También le dijo que quería cambiar de editorial y fichar por una de Barcelona, lo que a Blanca le pareció muy bien, porque llevaba años tratando de convencerla para que lo hiciera.
– De acuerdo -accedió Regina, cortando en seco la perorata telefónica de Jordi-. Mándamelo.
Sentía por Alex un amor verdadero que ni siquiera podía explicarse a sí misma.
Hacía mucho que Judit había decidido que lo máximo que su familia llegaría a saber de su vida era si se depilaba o no las axilas. Su cuerpo vivía con ellos, y nada más.
Meses después de tener que marcharse de la agencia inmobiliaria, su madre y su hermano seguían creyendo que aún trabajaba allí. Salía por la mañana y regresaba por la noche, simulando cumplir con su horario laboral. En realidad, dedicaba la jornada a escaparse en el 73 a la Barcelona opulenta que le ofrecía sus tentaciones. El dinero que aportaba a su casa cada fin de mes, como si todavía cobrara el magro sueldo de la empresa, procedía de la indemnización que Luís Viader, el delegado de zona, le había entregado para que se largara sin rechistar.
– Llevas poco tiempo trabajando en la agencia y ni siquiera tienes contrato. Podría echarte sin contemplaciones, pero soy mejor persona de lo que piensas. Este dinero lo pongo de mi bolsillo. Es más de lo que ganarías aquí en seis meses, y espero que me lo agradezcas.
Judit sabía muchas cosas de su jefe, pero no contaba con que en una ocasión así se mostrara tan cínico. Aunque Viader no le importaba lo más mínimo, había creído que estaba loco por ella y que podía manejarlo a su antojo. Las heroínas de Regina Almau tenían razón: «Un hombre se convierte en un extraño cuando deja de pensar en una con el pene», había escrito.
Viader se había levantado, la había acompañado hasta la puerta de su despacho y le había tendido formalmente la mano, mientras Judit buscaba en su mente una réplica digna de su autora predilecta. Por fin se le ocurrió. Abrió el sobre que el hombre acababa de darle, leyó la cantidad y, dirigiéndole una de sus gélidas miradas, abroncó la voz y dijo: