Pensaba con nostalgia en las noches estivales, cuando Nana y ella dormían en la azotea del kolba, contemplando la luna que resplandecía sobre Gul Daman, en noches tan cálidas que la camisa se les pegaba al pecho como una hoja mojada a una ventana. Echaba de menos las tardes invernales de lectura en el kolba con el ulema Faizulá, oyendo el tintineo de los carámbanos de hielo que caían de los árboles sobre la azotea, y los graznidos de los cuervos desde las ramas cubiertas de nieve.
Sola en la casa, Mariam deambulaba sin descanso, de la cocina a la sala de estar, de la planta baja al piso de arriba, y de nuevo abajo. Acababa siempre en su habitación, rezando o sentada en la cama, echando de menos a su madre, sintiéndose mareada y nostálgica.
Pero la ansiedad de Mariam alcanzaba su punto álgido apenas se intuía la puesta de sol. Le castañeteaban los dientes al pensar en la noche, en el momento en que Rashid decidiera hacerle por fin lo que los maridos hacían a sus mujeres. Se tumbaba en la cama hecha un manojo de nervios, mientras él cenaba solo abajo.
Rashid siempre pasaba por su habitación y asomaba la cabeza.
– No puede ser que ya estés durmiendo. Sólo son las siete. ¿Estás despierta? Contéstame. Vamos.
Y seguía insistiendo hasta que Mariam le contestaba desde las sombras:
– Estoy aquí.
Él se sentaba en el umbral. Desde la cama, Mariam veía su cuerpo voluminoso, sus largas piernas, las espirales de humo que se arremolinaban en torno a su perfil de nariz aguileña, la punta ámbar de su cigarrillo encendiéndose y apagándose.
Le hablaba de cómo le había ido el día. Había hecho un par de mocasines a medida para el viceministro de Exteriores, que, según afirmaba, sólo le compraba zapatos a él. Un diplomático polaco y su esposa le habían encargado sandalias. Le hablaba de las supersticiones que tenía la gente con respecto a los zapatos: que colocarlos sobre una cama invitaba a la muerte a entrar en la familia, que se produciría una pelea si uno se ponía primero el zapato izquierdo.
– A menos que se haga inintencionadamente un viernes -puntualizó-. ¿Y sabías que se supone que es de mal agüero atar los zapatos juntos y colgarlos de un clavo?
Él no creía en nada de todo aquello. En su opinión, las supersticiones eran cosas de mujeres.
Transmitía a Mariam noticias que había oído en la calle, como por ejemplo que el presidente americano Richard Nixon había dimitido debido a un escándalo.
Mariam, que nunca había oído hablar de Nixon ni del escándalo que lo había obligado a dimitir, no decía nada. Aguardaba con inquietud a que Rashid terminara de hablar, aplastara el cigarrillo y se despidiera. Sólo cuando le oía andar por el pasillo y abrir y cerrar su puerta, sólo entonces notaba que se aflojaba la mano férrea que le atenazaba el estómago.
Pero una noche, Rashid aplastó el cigarrillo y, en lugar de desearle buenas noches, se apoyó contra la jamba de la puerta.
– ¿No piensas deshacer el equipaje? -preguntó, señalando la maleta con la cabeza, y se cruzó de brazos-. Ya suponía que necesitarías algún tiempo. Pero esto es absurdo. Ha pasado una semana y… Bueno, a partir de mañana por la mañana, espero que empieces a comportarte como una verdadera esposa. Fahmidi? ¿Entendido?
A Mariam le castañeteaban los dientes.
– Necesito una respuesta.
– Sí.
– Bien. ¿Qué pensabas? ¿Que esto es un hotel? ¿Que soy una especie de hotelero? Bueno… Oh, oh. La ilá u ililá. ¿Qué te dije de los lloros, Mariam? ¿Qué te dije de los lloros?
A la mañana siguiente, después de que Rashid se fuera a trabajar, Mariam sacó su ropa de la maleta y la colocó en la cómoda. Llenó un cubo con agua del pozo y, con un trapo, limpió la ventana de su habitación y las de la sala de estar. Barrió los suelos y quitó las telarañas de los rincones del techo. Abrió las ventanas para ventilar la casa.
Puso tres tazas de lentejas en remojo en una cazuela, troceó unas zanahorias y un par de patatas y también las dejó en remojo. Buscó harina, la encontró en el fondo de una alacena, detrás de una hilera de tarros de especias sucios, y amasó pan tal como le había enseñado a hacer Nana, empujando la masa con la palma de las manos, doblando el borde exterior hacia dentro y volviendo a empujarlo hacia fuera. Cuando terminó, envolvió la masa con un paño húmedo, se puso un hiyab y salió en busca del tandur comunitario.
Rashid le había dicho dónde estaba, girando a la izquierda calle abajo y luego enseguida a la derecha, pero Mariam no tuvo más que seguir al tropel de mujeres y niños que se dirigían al mismo sitio. Los niños, caminando detrás de sus madres o corriendo por delante, llevaban camisas remendadas y vueltas a remendar. Sus pantalones parecían demasiado grandes o demasiado pequeños, las sandalias tenían tiras rotas que les azotaban los pies, y hacían rodar viejos neumáticos de bicicleta con unos palos.
Sus madres caminaban en grupos de dos o tres, algunas con burka y otras sin él. Mariam oía su aguda cháchara, sus risas cada vez más estridentes. Mientras caminaba con la cabeza gacha, captaba fragmentos de sus sarcasmos, que al parecer siempre tenían algo que ver con niños enfermos o maridos haraganes e ingratos.
– Como si los guisos se hicieran solos.
– Walá o bilá, ¡no hay descanso para una mujer!
– Y va y me dice, juro que es cierto, viene él y me dice…
Esta interminable conversación, el tono quejicoso pero extrañamente alegre, se prolongaba dando vueltas y vueltas en círculos. Proseguía calle abajo, al doblar la esquina y en la cola junto al tandur. Maridos que jugaban. Maridos que malgastaban con sus madres y no se gastaban ni una rupia en sus esposas. A Mariam le asombró que tantas mujeres pudieran sufrir la misma suerte miserable de estar casadas, todas ellas, con hombres tan horribles. ¿O acaso se trataba de un juego entre esposas del que ella no sabía nada, un ritual diario, como el de poner arroz en remojo o amasar el pan? ¿Esperaban ellas que se uniera a su charla?
En la cola del tandur, percibió las miradas de reojo que le lanzaban y oyó cuchicheos. Empezaron a sudarle las manos. Imaginó que todas sabían que era una harami, un motivo de vergüenza para su padre y su familia. Todas sabían que había traicionado a su madre y se había deshonrado a sí misma.
Con una punta de su hiyab, se secó el sudor del labio superior y trató de serenarse.
Durante unos minutos todo fue bien.
Entonces alguien le dio unos golpecitos en el hombro. Mariam se dio la vuelta y vio a una mujer rechoncha de piel clara que llevaba hiyab, como ella. Sus cortos cabellos eran negros y ásperos, y su rostro, prácticamente redondo, resultaba afable. Sus labios eran más gruesos que los de Mariam, el inferior levemente caído, como arrastrado por un lunar grande y oscuro que tenía justo bajo la línea de la boca. Los ojos grandes y verdes la miraban con un brillo incitador.
– Eres la nueva esposa de Rashid yan, ¿verdad? -preguntó la mujer con una amplia sonrisa-. La que viene de Herat. ¡Qué joven eres! Mariam yan, ¿no? Yo me llamo Fariba. Vivo en tu misma calle, cinco casas a la izquierda, en la puerta verde. Éste es mi hijo Nur.
El niño que había a su lado tenía un rostro terso y feliz, y cabellos tan hirsutos como los de su madre. Tenía unos pelos en el lóbulo de la oreja izquierda. Sus ojos lanzaban destellos maliciosos y temerarios. Alzó la mano.