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– Salam, Jala yan.

– Nur tiene diez años. También tengo otro hijo mayor, Ahmad.

– Él tiene trece -apuntó Nur.

– A punto de hacer catorce. -La mujer rió-. Mi marido se llama Hakim. Es maestro aquí, en Dé Mazang. ¿Por qué no vienes a casa un día? Tomaremos una taza…

Y entonces, súbitamente envalentonadas, las demás mujeres empujaron a Fariba y se arremolinaron en torno a Mariam, rodeándola con alarmante velocidad.

– Así que eres la joven esposa de Rashid yan…

– ¿Te gusta Kabul?

– Yo he estado en Herat. Tengo un primo allí.

– ¿Qué prefieres primero, niño o niña?

– ¡Los minaretes! ¡Oh, qué belleza! ¡Qué ciudad tan espléndida!

– Un niño es mejor, Mariam yan, llevará el apellido de la familia…

– ¡Bah! Los niños se casan y se van. Las niñas se quedan y cuidan de ti cuando te haces vieja.

– Habíamos oído decir que vendrías.

– Mejor gemelos. ¡Uno de cada! Y todos contentos.

Mariam retrocedió, respirando agitadamente. Le zumbaban los oídos, tenía palpitaciones, sus ojos se movían frenéticamente de un rostro a otro. Volvió a retroceder, pero no veía escapatoria posible, se encontraba en el centro de un círculo. Divisó a Fariba, que fruncía el ceño, consciente de su angustia.

– ¡Dejadla! -dijo Fariba-. ¡Apartaos, dejadla! ¡La estáis asustando!

Mariam apretó la masa contra su pecho y trató de abrirse paso.

– ¿Adónde vas, hamshira?

Siguió dando empellones hasta que consiguió salir del círculo y entonces echó a correr. No se dio cuenta de que se había equivocado de camino hasta que llegó a la esquina. Dio media vuelta y corrió en dirección opuesta con la cabeza agachada. Tropezó, cayó y se hizo un feo rasguño en la rodilla, pero se levantó y siguió corriendo, pasando velozmente por delante de las mujeres.

– ¿Qué te ocurre?

– ¡Estás sangrando, hamshira!

Mariam dobló la esquina, luego la siguiente. Encontró la calle correcta, pero de repente no recordaba cuál era la casa de Rashid. Corrió de un extremo a otro de la calle, jadeando, al borde de las lágrimas, y empezó a probar todos los portones a ciegas. Algunos estaban cerrados, otros se abrieron a jardines desconocidos, con perros que ladraban y gallinas asustadas. Imaginó que Rashid llegaría del trabajo y la encontraría aún en la calle, buscando la casa con la rodilla sangrando, perdida en su propia calle, y rompió a llorar. Siguió empujando portones, mientras musitaba plegarias llena de pánico y con el rostro bañado en lágrimas, hasta que uno se abrió y Mariam vio, aliviada, el excusado, el pozo y el cobertizo. Lo cerró a sus espaldas y echó el pestillo. Luego se puso a cuatro patas junto a la tapia, sacudida por arcadas. Cuando terminó, se alejó a gatas y se sentó con la espalda apoyada contra la tapia y las piernas estiradas. Nunca se había sentido tan sola.

Cuando Rashid regresó esa noche, traía una bolsa de papel marrón. A Mariam le decepcionó que no se fijara en las ventanas limpias, los suelos barridos y la falta de telarañas. Pero pareció complacido al ver que lo tenía ya todo dispuesto sobre un sofrá limpio extendido en el suelo de la sala de estar.

– He preparado daal -dijo Mariam.

– Bien. Me muero de hambre.

Ella le echó agua del aftawa para que se lavara las manos. Mientras Rashid se secaba con una toalla, Mariam depositó frente a él un cuenco humeante de daal y un plato de esponjoso arroz blanco. Era la primera comida que cocinaba para él y habría deseado hallarse en mejor disposición al prepararla, pues aún seguía conmocionada por el incidente en el tandur. Durante todo el día había estado preocupada por la consistencia del daal y su color, temiendo que a Rashid le pareciera que tenía demasiado jengibre o que no había puesto suficiente cúrcuma.

Él hundió la cuchara en el dorado daal.

Mariam inspiró hondo, nerviosa. ¿Y si se sentía defraudado o se enfadaba? ¿Y si apartaba el plato con repugnancia?

– Cuidado -consiguió decir-. Está caliente.

Rashid sopló y luego se metió la cuchara en la boca.

– Está bueno -aprobó-. Le falta un poco de sal, pero está bueno. Quizá más que bueno, incluso.

Aliviada, Mariam lo contempló comer. Una punzada de orgullo la pilló desprevenida. Lo había hecho bien -quizá más que bien, incluso-, y la sorprendía la emoción provocada por ese pequeño cumplido. La angustia por el desagradable incidente de la mañana quedó algo mitigada.

– Mañana es viernes -dijo Rashid-. ¿Qué te parece si te llevo a dar un paseo?

– ¿Por Kabul?

– No, por Calcuta.

Mariam parpadeó.

– Es broma. ¡Claro que por Kabul! ¿Por dónde si no? -Metió la mano en la bolsa de papel marrón-. Pero primero tengo que decirte una cosa.

Sacó un burka azul celeste de la bolsa. Los metros de tela plisada se extendieron sobre sus rodillas cuando lo levantó. Rashid enrolló el burka y miró a su esposa.

– Mariam, algunos de mis clientes traen a sus esposas a mi tienda. Las mujeres vienen descubiertas, me hablan directamente, me miran a los ojos sin vergüenza. Llevan maquillaje y faldas por encima de las rodillas. A veces esas mujeres incluso ponen los pies delante de mí, para que les tome medidas, mientras sus maridos se quedan mirando. Lo permiten. ¡No les importa que un desconocido toque los pies desnudos de sus mujeres! Creen que son hombres modernos, intelectuales, por su educación, supongo. No se dan cuenta de que están mancillando su nang y namus, su honor y su orgullo.

Rashid meneó la cabeza.

– Casi todos ellos viven en los barrios más ricos de Kabul. Te llevaré allí. Ya verás. Pero también los hay aquí, Mariam, esos hombres débiles, en este mismo barrio. Hay un maestro que vive calle abajo, Hakim se llama, y veo a su mujer Fariba caminando sola por la calle y sólo con un pañuelo en la cabeza. La verdad, a mí me avergüenza ver a un hombre que ha perdido el control sobre su mujer.

Rashid le lanzó una dura mirada.

– Pero yo no soy como ellos, Mariam. Allí de donde yo vengo, basta con una mirada equivocada o una palabra improcedente para que se derrame sangre. Allí sólo el marido puede ver el rostro de una mujer. Tenlo presente. ¿Me has entendido?

Mariam asintió. Cuando él le tendió la bolsa, la cogió.

La satisfacción experimentada cuando él aprobó su forma de cocinar se había esfumado. En su lugar, le quedaba la sensación de haber encogido. La voluntad de aquel hombre le pareció tan imponente e inamovible como las montañas Safid Kó que se cernían sobre Gul Daman.

– Entonces, ha quedado claro. Bien, ahora sírveme un poco más de ese daal.

11

Mariam nunca había llevado burka. Rashid tuvo que ayudarla a ponérselo. La parte acolchada de la cabeza le apretaba y era pesada, y le resultaba extraño ver el mundo a través de una rejilla. Probó a caminar por la habitación con el burka puesto y tropezó una y otra vez al pisarse el dobladillo. La pérdida de visión periférica resultaba desconcertante, y no le gustaba la sensación opresiva de la tela plisada contra la boca.

– Ya te acostumbrarás -dijo él-. Con el tiempo, seguro que acaba gustándote.

Cogieron un autobús para ir a un lugar que Rashid llamó parque Shar-e-Nau, donde había niños columpiándose y lanzándose pelotas de voleibol por encima de unas maltrechas redes atadas a unos árboles. Pasearon y contemplaron a los niños que remontaban cometas. Mariam caminaba junto a Rashid, tropezando de vez en cuando con el dobladillo del burka. Rashid la llevó a comer a un pequeño restaurante de kebab cercano a una mezquita que llamó Hayi Yagub. El local tenía el suelo pegajoso y el ambiente saturado de humo. Las paredes desprendían un leve olor a carne cruda, y la música, que según Rashid era logari, sonaba demasiado fuerte. Los cocineros eran muchachos enclenques que avivaban el fuego de las brochetas con una mano y espantaban mosquitos con la otra. Era la primera vez que Mariam estaba en un restaurante y al principio le resultó extraño sentarse en una sala llena de tanta gente desconocida, y levantarse el burka para llevarse la comida a la boca. En el estómago notaba una leve punzada de la misma ansiedad que había sentido en la cola del tandur, pero la presencia de Rashid la aliviaba un poco, y al cabo de un rato ya no le molestó tanto la música, el humo e incluso la gente. Y se sorprendió al darse cuenta de que el burka también le resultaba cómodo. Era como una ventana sólo para ella. Desde su interior, podía observarlo todo, protegida de las miradas curiosas de los desconocidos. Ya no le preocupaba que la gente pudiera detectar, a primera vista, todos los vergonzosos secretos de su pasado.