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No había pretendido entrar en la habitación de Rashid. Pero la limpieza la llevó de la sala de estar a la escalera, y de ahí al pasillo y a la puerta de su marido, y antes de darse cuenta se encontró en su dormitorio por primera vez, sentada en su cama, sintiéndose como una intrusa.

Paseó la mirada por las pesadas cortinas verdes, los pares de zapatos relucientes, pulcramente alineados junto a la pared, la puerta del armario, que mostraba la madera bajo un desconchón de la pintura. Vio un paquete de cigarrillos sobre la cómoda, al lado de la cama. Se puso uno entre los labios y se colocó delante del pequeño espejo ovalado de la pared. Echó una bocanada de aire al espejo y fingió sacudir la ceniza. Luego devolvió el cigarrillo a su sitio. Jamás podría imitar la gracia perfecta con que fumaban las mujeres de Kabul. En ella parecía un acto tosco, ridículo.

Sintiéndose culpable, abrió el primer cajón de la cómoda.

Lo primero qué vio fue la pistola. Era negra, de culata de madera y cañón corto. Antes de cogerla, Mariam se fijó bien en cómo estaba colocada. Le dio vueltas entre las manos. Era mucho más pesada de lo que parecía. La culata tenía un tacto suave y el cañón estaba frío. Le resultó inquietante que Rashid poseyera algo cuyo único propósito era matar a otras personas. Pero sin duda él tenía una pistola simplemente para proteger la casa. Para protegerla a ella.

Debajo del arma había varias revistas con las esquinas dobladas. Mariam abrió una y sintió que el corazón le daba un vuelco y se quedó boquiabierta sin pretenderlo.

En todas las páginas había mujeres, mujeres hermosas que no llevaban camisa ni pantalones ni ropa interior. Estaban completamente desnudas. Yacían en lechos entre sábanas revueltas y devolvían la mirada a Mariam con los párpados entornados. En la mayoría de las fotos tenían las piernas abiertas y lo mostraban todo. En algunas, las mujeres estaban postradas, como si -Dios no permitiera semejante cosa- adoptaran la postura sujda para rezar, y miraban hacia atrás por encima del hombro, con expresión de aburrido desdén.

Mariam volvió a dejar rápidamente la revista donde la había encontrado. Se sentía aturdida. ¿Quiénes eran esas mujeres? ¿Cómo podían permitir que las fotografiaran así? Se le revolvía el estómago con sólo pensarlo. Así pues, ¿era eso lo que hacía Rashid las noches que no iba a su habitación? ¿Lo había decepcionado Mariam en ese aspecto en particular? ¿Y todo lo que decía siempre sobre el honor y el decoro, cuando censuraba a sus clientas, que al fin y al cabo sólo le mostraban los pies para que les tomara las medidas de los zapatos? «Sólo el marido puede ver el rostro de una mujer», le había dicho. Sin duda las mujeres de la revista tenían marido, o al menos algunas de ellas. Como mínimo, tendrían hermanos. Entonces ¿por qué Rashid insistía en que ella se cubriera, y en cambio no le parecía mal ver las partes íntimas de las esposas y hermanas de otros hombres?

Se sentó en la cama de su marido, avergonzada y confusa. Se cubrió el rostro con las manos y cerró los ojos. Respiró hondo varias veces hasta que se notó más calmada.

Lentamente, la explicación se abrió paso en su mente. Rashid era un hombre, al fin y al cabo, que había vivido solo durante años antes de casarse con ella. Sus necesidades eran distintas. Para ella, aun después de varios meses, el acto sexual seguía constituyendo un ejercicio de tolerancia al dolor. El apetito de Rashid, por otra parte, era voraz, bordeando en ocasiones la violencia por el modo en que la sujetaba, le estrujaba los pechos y la embestía furiosamente con las caderas. Era un hombre. Después de tantos años sin una mujer, ¿podía recriminarle que fuera tal como Dios lo había creado?

Sabía que jamás podría hablar de todo aquello con él. Era un tabú. Pero ¿podía ser perdonado? Sólo tenía que pensar en los demás hombres que había conocido: Yalil, con tres esposas y nueve hijos a la sazón, acostándose con Nana sin estar casados. ¿Qué era peor: la revista de Rashid o lo que había hecho Yalil? Y además, ¿qué derecho tenía ella, una simple aldeana, una harami, a juzgarlo?

Abrió el segundo cajón de la cómoda.

En él encontró una foto del hijo, Yunus, en blanco y negro. Tenía unos cuatro o cinco años. Llevaba una camisa a rayas y pajarita. Era un niño muy guapo, con la nariz fina, los cabellos castaños y ojos oscuros ligeramente hundidos. Parecía distraído, como si algo hubiera captado su atención justo antes de que se disparara la cámara.

Debajo Mariam encontró otra foto, también en blanco y negro, pero de peor calidad. En ella se veía a una mujer sentada y, detrás de ella, a un Rashid más joven y delgado, con los cabellos negros. La mujer era hermosa. No tanto como las mujeres de la revista, quizá, pero hermosa en cualquier caso. Desde luego, más que ella. Tenía un delicado mentón y largos cabellos negros partidos por la raya en medio. Los pómulos eran prominentes y la frente tersa. Mariam imaginó su propio rostro, sus labios finos y su afilado mentón, y sintió celos.

Contempló la foto mucho rato. El modo en que Rashid parecía imponerse sobre la mujer le causaba un vago desasosiego. Por sus manos, que se apoyaban en los hombros de ella. Por la forma en que sonreía, recreándose, con los dientes apretados, y la expresión sombría de su esposa. Por el modo en que el cuerpo de ella se inclinaba sutilmente hacia delante, como si tratara de evitar el contacto.

Mariam lo colocó todo en su sitio.

Más tarde, mientras lavaba la ropa, lamentó haber fisgado en su habitación. ¿Para qué? ¿Qué había descubierto sobre Rashid que tuviera importancia? ¿Que poseía una pistola y que era un hombre con las necesidades propias de su sexo? Y no debería haberse quedado mirando la foto de Rashid con su primera mujer durante tanto tiempo. Sus ojos habían encontrado significados en lo que no era más que una postura al azar captada en un momento concreto.

Lo que sintió delante de la ropa tendida que se balanceaba pesadamente en las cuerdas era lástima. Compadecía a Rashid, que también había tenido una vida muy dura, marcada por los infortunios. Sus pensamientos volvieron al niño, Yunus, que había hecho muñecos de nieve en aquel mismo patio, que había subido por las mismas escaleras. El lago se lo había arrebatado a Rashid engulléndolo, igual que la ballena se había tragado al profeta del mismo nombre que aparecía en el Corán. A Mariam le entristeció -y no poco- imaginar a Rashid impotente y dominado por el pánico, paseándose frenéticamente por la orilla del lago, suplicándole que escupiera a su hijo de vuelta a la tierra. Y por primera vez sintió cierta afinidad con su marido. Se dijo que serían buenos compañeros, a pesar de todo.

13

Durante el trayecto de vuelta en el autobús después de la visita al médico, a Mariam le sucedió algo muy extraño. Allá donde posara la mirada, lo veía todo en colores brillantes: los apartamentos de cemento gris, las tiendas con tejado de zinc y las puertas abiertas, el agua fangosa que discurría por las alcantarillas. Era como si un arco iris se hubiera fundido en sus ojos.

Rashid hacía tamborilear sus dedos enguantados y tarareaba una canción. Cada vez que el autobús saltaba sobre un bache y daba una sacudida, su mano protectora salía disparada hacia el vientre de Mariam.

– ¿Qué te parece Zalmai? -preguntó-. Es un bonito nombre pastún.

– ¿Y si es una niña? -adujo Mariam.

– Yo creo que es un niño. Sí. Un niño.

Un murmullo recorría el autobús. Algunos pasajeros señalaban alguna cosa y otros se inclinaban sobre los asientos para mirar por las ventanillas.