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Rashid apagó la radio.

– ¿Y esto es bueno o es malo? -preguntó Mariam.

– Malo para los ricos, tal como lo cuentan. Tal vez no sea tan malo para nosotros.

Los pensamientos de Mariam volaron hacia Yalil. Se preguntó si los comunistas lo perseguirían también a él. ¿Lo meterían en prisión? ¿Encarcelarían a sus hijos? ¿Le arrebatarían sus negocios y propiedades?

– ¿Está caliente? -preguntó Rashid, mirando el arroz.

– Acabo de servirlo de la cazuela.

Rashid soltó un gruñido y le dijo que le acercara el plato.

***

La noche estaba iluminada por súbitos destellos rojos y amarillos. Más abajo en la misma calle, una exhausta Fariba se había incorporado en la cama y se apoyaba en los codos. Tenía los cabellos pegajosos y las gotas de sudor vacilaban al borde del labio superior. Junto a la cama, la anciana comadrona, Wayma, observaba mientras el marido y los hijos varones de Fariba pasaban el bebé de unos brazos a otros. Se maravillaban al ver los claros cabellos de la recién nacida, sus mejillas sonrosadas, los labios como capullos de rosa, y los ojos verde jade que se movían bajo los párpados hinchados. Se sonrieron unos a otros cuando oyeron la voz del bebé por primera vez, un llanto que empezó como un maullido de gato y creció con toda la fuerza de un bebé saludable. Nur dijo que sus ojos eran como gemas. Ahmad, el miembro más religioso de la familia, cantó el azan al oído de su nueva hermana y le sopló tres veces en la cara.

– ¿Será Laila, entonces? -preguntó Hakim, meciendo a su hija.

– Laila -asintió Fariba, sonriendo con cansancio-. Belleza de la noche. Es perfecto.

Rashid hizo una bola de arroz con los dedos. Se la metió en la boca y la masticó un par de veces antes de esbozar una mueca y escupirla en el sofrá.

– ¿Qué pasa? -preguntó Mariam en un tono lastimero que ella misma detestaba. Notó que se le aceleraba el corazón y se le ponía piel de gallina.

– ¿Qué pasa? -gimoteó él, imitándola-. Lo que pasa es que has vuelto a hacerlo.

– Pero lo he dejado hervir cinco minutos más de lo habitual.

– Eso es mentira.

– Te juro…

Rashid se sacudió airadamente el arroz de los dedos y apartó el plato, derramando salsa y arroz en el sofrá. Mariam lo vio salir de la sala hecho una furia, y luego oyó el portazo que dio al abandonar la casa.

Se arrodilló en el suelo y trató de recoger los granos de arroz y devolverlos al plato, pero le temblaban demasiado las manos y tuvo que esperar a que se calmaran. Sentía la opresión del miedo en el pecho. Probó a respirar hondo unas cuantas veces. Captó su pálido reflejo en la ventana de la sala en penumbra y desvió la mirada.

Entonces oyó que la puerta se abría y Rashid volvió a entrar.

– Levántate -ordenó-. Ven aquí. Levántate.

Le cogió la mano, la abrió y dejó caer un puñado de guijarros en la palma.

– Métetelos en la boca.

– ¿Qué?

– Métete eso en la boca.

– Basta, Rashid, estoy…

La fuerte mano de su marido le sujetó la mandíbula. Le metió dos dedos entre los dientes para abrírsela y luego le introdujo las frías y duras piedras. Mariam forcejeó, mascullando, pero él siguió embutiéndole guijarros, con el labio superior torcido en una mueca desdeñosa.

– Ahora mastica -ordenó.

Mariam masculló una súplica a través del puñado de guijarros y arenilla. Se le saltaban las lágrimas.

– ¡Mastica! -bramó él. El aliento a tabaco la golpeó en la cara.

Mariam masticó. Algo crujió en su boca.

– Bien -dijo Rashid. Le temblaban las mejillas-. Ahora ya sabes cómo es tu arroz. Ahora ya sabes lo que me has dado en este matrimonio. Mala comida y nada más.

Y se fue, dejando sola a su esposa, que escupía guijarros, sangre y los fragmentos de dos muelas rotas.

Segunda Parte

16

Kabul, primavera de 1987

Laila, de nueve años de edad, se levantó de la cama, como casi todos los días, deseosa de ver a su amigo Tariq. Sin embargo, sabía que esa mañana no podría verlo.

– ¿Cuánto tiempo estarás fuera? -había preguntado cuando Tariq le había dicho que sus padres se lo llevaban al sur, a la ciudad de Gazni, para visitar a su tío paterno.

– Trece días.

– ¿Trece?

– No hay para tanto. No pongas esa cara, Laila.

– No pongo ninguna cara.

– No irás a llorar, ¿eh?

– ¡No voy a llorar! No lloraría por ti ni en mil años.

Laila le había dado un puntapié en la espinilla, no en la pierna ortopédica, sino en la buena, y él le había dado un pescozón en broma.

Trece días. Casi dos semanas. Y al cabo de cinco días, Laila había aprendido una verdad fundamental sobre el tiempo: igual que el acordeón con que el padre de Tariq tocaba a veces viejas canciones pastunes, el tiempo se alargaba y se contraía dependiendo de la ausencia o presencia de Tariq.

Abajo, sus padres discutían. Otra vez. Laila conocía la rutina: mammy, feroz, indomable, paseándose de un lado a otro mientras despotricaba; babi sentado, con aire cohibido y atribulado, asintiendo obediente, esperando a que amainara la tormenta. Cerró la puerta de su habitación y se vistió. Pero igualmente seguía oyéndolos. Aún la oía a ella. Luego hubo un portazo. Unos fuertes pasos, el sonoro crujido de la cama de mammy. Al parecer babi iba a sobrevivir para ver un nuevo día.

– ¡Laila! -gritó su padre desde abajo-. ¡Voy a llegar tarde al trabajo!

– ¡Un momento!

La niña se calzó los zapatos y rápidamente se cepilló los rizados cabellos rubios que le llegaban hasta los hombros, mirándose en el espejo. Mammy siempre le decía que había heredado el color del pelo -así como las gruesas pestañas, los ojos verde turquesa, los hoyuelos de las mejillas, los pómulos prominentes y el mohín del labio inferior, que compartía con su madre- de su bisabuela, la abuela de mammy. «Era una auténtica pari, una mujer espectacular -decía mammy-. Su belleza era la comidilla de todo el valle. Se saltó a dos generaciones de mujeres en la familia, pero desde luego no te saltó a ti, Laila.» El valle al que se refería mammy era el Panyshir, en la región Tayik, situada a cien kilómetros al nordeste de Kabul, donde hablaban farsi. Tanto mammy como babi, que eran primos carnales, habían nacido y crecido en Panyshir; se habían trasladado a Kabul en 1960, siendo dos recién casados de ojos brillantes y llenos de esperanzas, cuando él fue admitido en la Universidad de Kabul.

Laila bajó corriendo las escaleras, esperando que mammy no saliera de su habitación para un nuevo asalto. Encontró a babi acuclillado junto a la puerta mosquitera.

– ¿Habías visto esto, Laila?

Hacía semanas que había un desgarrón en la malla protectora. Laila se agachó junto a su padre.

– No. Debe de ser nuevo.

– Eso es lo que le he dicho a Fariba. -Parecía tembloroso, encogido, como ocurría siempre tras un arrebato de mammy-. Dice que han estado entrando abejas por ahí.

Laila sintió lástima de él. Babi era un hombre menudo, de hombros estrechos y manos finas y delicadas, casi femeninas. Por la noche, cuando Laila entraba en la habitación de babi, lo encontraba siempre inclinado sobre un libro, con las gafas en la punta de la nariz. A veces ni siquiera se daba cuenta de que ella estaba allí. Cuando sí se daba cuenta, señalaba la página y sonreía amablemente sin despegar los labios. Babi se sabía de memoria la mayor parte de los gazals de Rumi y de Hafez. Podía hablar largo y tendido sobre el conflicto entre Gran Bretaña y la Rusia zarista por el dominio de Afganistán. Conocía la diferencia entre una estalactita y una estalagmita, y sabía que la distancia entre la Tierra y el Sol era medio millón de veces la que había entre Kabul y Gazni. Pero si Laila necesitaba que le abrieran la tapa de un tarro de caramelos, tenía que recurrir a mammy, lo que para ella era como una traición. Babi se ofuscaba con las herramientas más corrientes. Si dependía de él, las bisagras de las puertas nunca se engrasaban. Los techos seguían con goteras después de que él los reparara. El moho crecía desafiante en los armarios de la cocina. Mammy decía que antes de que se fuera con Nur para unirse a la yihad contra los soviéticos en 1980, era Ahmad quien se ocupaba con diligencia y eficacia de tales cosas.