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– Bucarest. La Habana -consiguió decir Laila.

– ¿Y esos países son amigos o no?

– Lo son, moalim sahib. Son países amigos.

Jala Rangmaal asintió con una brusca inclinación de la cabeza.

Cuando acabaron las clases, mammy no fue a buscarla, como ocurría con frecuencia. Al final Laila volvió a casa con dos de sus compañeras de clase, Giti y Hasina.

Giti era una niña huesuda y muy envarada que llevaba el pelo recogido en dos coletas sujetas con gomas. Siempre fruncía el ceño y caminaba con los libros apretados contra el pecho, como un escudo. Hasina tenía doce años, tres más que Laila y Giti, pero había repetido el tercer curso una vez y dos veces el cuarto. Lo que le faltaba en inteligencia lo compensaba con malicia y una boca que, según decía Giti, era rápida como una máquina de coser. El apodo de Jala Rangmaal se le había ocurrido a ella.

Ese día Hasina les daba consejos para defenderse de pretendientes poco atractivos.

– Método infalible, éxito garantizado. Os doy mi palabra.

– Eso es una estupidez. ¡Soy demasiado joven para tener pretendientes! -replicó Giti.

– No eres demasiado joven.

– Bueno, pues nadie ha venido a pedir mi mano.

– Eso es porque tienes barba, hija mía.

Giti se llevó la mano a la barbilla y miró alarmada a Laila, que sonrió con expresión compasiva -Giti era la persona con menos sentido del humor que conocía- y negó con la cabeza para tranquilizarla.

– Bueno, ¿queréis saber lo que hay que hacer o no, señoritas?

– Cuenta -dijo Laila.

– Judías. No menos de cuatro latas. Justo la noche en que ese lagarto desdentado vaya a pedir vuestra mano. Pero hay que saber elegir el momento, señoritas. Tenéis que reprimir vuestros ímpetus hasta que llegue el momento de servirle el té.

– Lo recordaré -aseguró Laila.

– Y él también, te lo aseguro.

Laila podría haberle dicho que no necesitaba sus consejos, porque babi no tenía intención de darla en matrimonio en un futuro próximo. Aunque babi trabajaba en Silo, la gigantesca panificadora de Kabul, donde pasaba el día entre el calor y el zumbido de la maquinaria que alimentaba los enormes hornos, era un hombre educado en la universidad. Había sido profesor de instituto hasta que los comunistas lo habían destituido poco después del golpe de 1978, aproximadamente un año y medio antes de la invasión soviética. Babi había dejado muy claro a Laila desde muy niña que para él lo más importante, después de su seguridad, era su educación.

«Sé que aún eres pequeña, pero quiero que lo sepas y lo comprendas desde ahora -le dijo un día-. El matrimonio puede esperar; la educación no. Eres una niña muy, muy inteligente. De verdad, lo eres. Puedes llegar a ser lo que tú quieras, Laila. Lo sé. Y también sé que, cuando esta guerra termine, Afganistán te necesitará tanto como a sus hombres, tal vez más incluso. Porque una sociedad no tiene la menor posibilidad de éxito si sus mujeres no reciben educación, Laila. Ninguna posibilidad.»

Pero Laila no le contó a Hasina lo que le había dicho babi, ni lo feliz que era por tener un padre así, ni lo orgullosa que estaba del buen concepto que tenía de ella, ni su férrea determinación de seguir estudiando igual que su padre. En los dos años anteriores, Laila había recibido el certificado awal numra que se otorgaba anualmente al mejor estudiante de cada curso. Pero todas estas cosas no se las dijo a Hasina, cuyo padre era un taxista con muy mal genio que sin duda entregaría a su hija en matrimonio al cabo de dos o tres años. En una de las pocas ocasiones en que Hasina se mostraba seria, le había contado a Laila que ya se había decidido su matrimonio con un primo carnal veinte años mayor que ella, dueño de una tienda de coches en Lahore. «Lo he visto dos veces. Y las dos veces comió con la boca abierta», le había confiado.

– Judías, chicas -insistió Hasina-. Recordadlo. A menos, claro está -esbozó entonces una sonrisa pícara y dio un codazo a Laila-, que sea tu joven y apuesto príncipe de una sola pierna el que llame a tu puerta. Entonces…

Laila apartó el codo de Hasina de un manotazo. Se habría ofendido mucho si otra persona le hubiera hablado así de Tariq, pero sabía que Hasina no lo hacía con mala fe. Sólo se burlaba, como siempre, y nadie se libraba de sus bromas, ni siquiera ella misma.

– ¡No deberías hablar así de las personas! -protestó Giti.

– ¿Y quiénes son esas personas?

– Las que han resultado heridas por culpa de la guerra -replicó Giti con severidad, sin darse cuenta de que Hasina bromeaba.

– Creo que la ulema Giti se ha enamorado de Tariq. ¡Lo sabía! ¡Ja! Pero él ya está comprometido, ¿no te habías enterado? ¿No es verdad, Laila?

– ¡No estoy enamorada de nadie!

Hasina y Giti se despidieron de Laila y, sin dejar de discutir, volvieron la esquina al llegar a su calle.

Laila recorrió sola las tres últimas manzanas. Cuando llegó a su calle, se fijó en que el Benz azul seguía aparcado frente a la casa de Rashid y Mariam. Ahora el hombre mayor del traje marrón estaba de pie junto al capó, apoyado en un bastón y mirando hacia la casa.

Fue entonces cuando Laila oyó una voz a su espalda.

– Eh, Pelopaja. Mira.

Laila se dio la vuelta y se encaró con el cañón de una pistola.

17

La pistola era roja, el guardamonte verde. Era Jadim quien, con rostro risueño, empuñaba el arma. Jadim tenía once años, igual que Tariq. Era grueso, alto y con una mandíbula inferior muy prominente. Su padre era carnicero en Dé Mazang y de vez en cuando se había visto a Jadim arrojando trozos de intestinos de ternera a los transeúntes. A veces, cuando Tariq no andaba cerca, Jadim rondaba a Laila en el patio del colegio durante el recreo, lanzándole miradas lascivas y soltando gemiditos. En una ocasión le había dado unos golpecitos en el hombro y le había dicho: «Eres muy guapa, Pelopaja. Quiero casarme contigo.»

– No te preocupes -soltó, agitando la pistola-. No se va a notar en tu pelo.

– ¡No lo hagas! Te lo advierto.

– ¿Y cómo piensas impedirlo? -replicó él-. ¿Me enviarás al tullido? «Oh, Tariq yan. ¡Oh, vuelve a casa y sálvame del bad-mash!»

Laila retrocedió, pero Jadim ya había apretado el gatillo. Uno tras otro, los finos chorros de agua caliente cayeron sobre su pelo, y también en la palma de la mano cuando intentó protegerse la cara.

Los demás niños salieron entonces de su escondite, riendo como locos.

A Laila le pasó por la cabeza un insulto que había oído en la calle. En realidad no sabía qué significaba -era incapaz de imaginar cómo podía hacerse-, pero las palabras transmitían una gran fuerza, de modo que las soltó sin más.

– ¡Tu madre es una comepollas!

– Al menos no es una chiflada como la tuya -espetó Jadim, sin inmutarse-. ¡Y mi padre no es un mariquita! Por cierto, ¿por qué no te hueles las manos?

Los otros niños lo corearon:

– ¡Que se huela las manos! ¡Que se huela las manos!

Laila se las olió, pero antes de hacerlo ya sabía lo que significaba el comentario sobre su pelo. Dejó escapar un agudo chillido, y los niños se partieron de risa.

Laila dio media vuelta y echo a correr hacia su casa dando alaridos.

Sacó agua del pozo, llenó una tina en el cuarto de baño y se quitó la ropa. Se enjabonó el pelo, hundiendo los dedos en el cuero cabelludo frenéticamente y gimoteando de asco. Se lo aclaró echándose agua en la cabeza con un cuenco y volvió a enjabonárselo. Sintió arcadas. No dejaba de lloriquear, temblando, mientras se frotaba el rostro y el cuello con una manopla jabonosa hasta dejarse la piel roja como un tomate.