Nada de aquello habría ocurrido si Tariq hubiera estado con ella, pensó mientras se ponía una camisa y unos pantalones limpios. Jadim no se habría atrevido. Por supuesto, tampoco habría ocurrido si mammy hubiera ido a buscarla como se suponía que debía hacer. A veces se preguntaba por qué mammy se había molestado siquiera en tener una hija. Laila opinaba que no debería permitirse a la gente tener más hijos si habían volcado ya todo su amor en los anteriores. No era justo. Presa de un ataque de rabia, se refugió en su habitación y se tiró sobre la cama.
Cuando se le pasó, cruzó el pasillo y llamó a la puerta de mammy. Cuando era pequeña, se pasaba horas sentada junto a esa puerta. Daba golpecitos en ella y repetía una y otra vez, como un mágico conjuro destinado a romper un encantamiento: «Mammy, mammy, mammy…» Pero mammy nunca abría la puerta. Laila la abrió ahora. Hizo girar el pomo y entró en la habitación de su madre.
A veces, mammy tenía días buenos. Se levantaba con el ánimo alegre y los ojos brillantes. El labio inferior, siempre caído, se levantaba al fin en una sonrisa. Se bañaba. Se ponía ropa limpia y rímel en los ojos. Dejaba que Laila le cepillara el cabello, cosa que a la niña le encantaba, y se ponía pendientes. Luego iban juntas de compras al bazar Mandaii. Laila la convencía para jugar a Serpientes y Escaleras y comían trozos de chocolate negro, uno de los pocos gustos que compartían. La parte que prefería Laila de los días buenos de mammy era cuando babi volvía a casa, y entonces ellas levantaban la vista del juego y le sonreían con los dientes manchados de chocolate. Soplaba entonces un aire de satisfacción en el ambiente, y Laila tenía una percepción fugaz del amor, del cariño que en otro tiempo había unido a sus padres, cuando la casa estaba llena y era ruidosa y alegre.
A veces, en sus días buenos, mammy hacía repostería e invitaba a las vecinas a tomar el té con pastas. Laila dejaba los cuencos limpios a lametazos, mientras mammy ponía la mesa con tazas, servilletas y la vajilla buena. Después, Laila ocupaba su sitio en la mesa de la sala y trataba de intervenir en la conversación, mientras las mujeres charlaban bulliciosamente y bebían té y felicitaban a mammy por sus pastas. Aunque ella nunca tenía gran cosa que decir, a Laila le gustaba escuchar, porque en esas reuniones disfrutaba de un placer muy escaso: oía a su madre hablando con afecto de babi.
– Qué gran profesor era -decía-. Sus alumnos lo adoraban. Y no sólo porque no les pegaba con la regla, como hacían otros. Lo respetaban porque él los respetaba a ellos. Era maravilloso.
A mammy le encantaba contar la historia de cómo se le había declarado.
– Yo tenía dieciséis años y él diecinueve. Vivíamos puerta con puerta en Panyshir. ¡Oh, yo estaba loca por él, hamshiras! Trepaba por la tapia que separaba nuestras casas para jugar con él en el huerto de árboles frutales de su padre. A Hakim le daba miedo que nos pillaran y mi padre le pegara. «Tu padre me va a dar de bofetadas», decía siempre. Era muy prudente, muy serio, incluso de niño. Y un día fui y le dije: «Primo, ¿qué piensas hacer? ¿Vas a pedir mi mano o al final me convertirás en tu jastegari?» Se lo dije tal cual. ¡Deberíais haber visto la cara que puso!
Mammy juntaba entonces las manos y las mujeres y Laila se echaban a reír.
Escuchándola contar aquellas historias, Laila comprendía que en otra época su madre siempre había hablado así sobre babi. Una época en la que sus padres no dormían en habitaciones separadas. Y Laila deseaba haber podido vivirla con ellos.
Inevitablemente, la historia de su madre sobre la declaración conducía a conversaciones de casamenteras. Cuando Afganistán expulsara a los soviéticos y los hermanos de Laila regresaran a casa, necesitarían esposas, de modo que las mujeres revisaban una por una a todas las chicas del vecindario que podían convenir a Ahmad y a Nur. Laila siempre se sentía excluida cuando empezaban a hablar de sus hermanos, como si las mujeres comentaran una preciosa película que tan sólo ella no había visto. Tenía dos años de edad cuando Ahmad y Nur habían partido en dirección a Panyshir para incorporarse a las fuerzas del comandante Ahmad Sha Massud. Laila apenas los recordaba. Un reluciente colgante con el nombre de Alá que llevaba Ahmad. Y unos pelos negros en la oreja de Nur. Eso era todo.
– ¿Qué os parece Azita?
– ¿La hija del fabricante de alfombras? -dijo mammy, dándose una palmada en la cara con fingida indignación-. ¡Si tiene más bigote que Hakim!
– También está Anahita. Dicen que es la primera de su clase en Zarguna.
– ¿Le habéis visto los dientes? Son como lápidas. Esa chica esconde una tumba detrás de los labios.
– ¿Y las hermanas Wahidi?
– ¿Esas enanas? No, no, no. Oh, no. Ésas no son para mis hijos. No son para mis sultanes. Ellos se merecen algo mejor.
Mientras proseguía la cháchara, Laila dejaba vagar sus pensamientos y, como siempre, acababan en Tariq.
Mammy había echado las cortinas amarillentas. En la oscuridad, varios olores cohabitaban en la estancia: a sueño, a ropa de cama usada, a sudor, a calcetines sucios, a perfume y a restos del qurma de la noche anterior. Y Laila incluso tropezó con prendas de ropa desparramadas por el suelo.
La muchacha descorrió las cortinas. Al pie de la cama había una vieja silla plegable metálica. Laila se sentó y contempló el bulto de su madre, inmóvil y cubierta por las mantas.
Las paredes de la habitación estaban cubiertas de fotografías de Ahmad y Nur. Allá donde mirara, dos desconocidos le devolvían la sonrisa. Ahí estaba Nur montando en triciclo. Allá estaba Ahmad rezando, o posando junto a un reloj de arena que había hecho con babi cuando tenía doce años. Y allá estaban los dos, sus hermanos, sentados espalda contra espalda bajo el viejo peral del patio.
Laila vio una esquina de la caja de zapatos de Ahmad asomar bajo la cama de mammy. De vez en cuando, mammy le mostraba los viejos y arrugados recortes de periódico que guardaba en ella, y los panfletos que había reunido Ahmad sobre las bases que los grupos insurgentes y las organizaciones de resistencia tenían en Pakistán. Laila recordaba la foto de un hombre con un largo abrigo blanco que ofrecía una piruleta a un niño pequeño sin piernas. El pie de foto rezaba así: «Los niños son el objetivo de la campaña soviética de minas antipersona.» El artículo añadía que a los soviéticos les gustaba ocultar explosivos en juguetes de colores llamativos. El juguete estallaba cuando lo recogía un niño y le arrancaba varios dedos o la mano entera. Así el padre ya no podía unirse a la yihad, porque se veía obligado a quedarse en casa para cuidar a su hijo. En otro artículo de la caja de Ahmad, un joven muyahidín afirmaba que los soviéticos habían arrasado su aldea con un gas que quemaba la piel y dejaba a la gente ciega. Declaraba que había visto a su madre y su hermana corriendo hacia el arroyo, tosiendo sangre.
– Mammy.
El bulto se movió ligeramente y emitió un gruñido.
– Levántate, mammy. Son las tres.
Otro gruñido. Una mano emergió como un periscopio saliendo a la superficie y luego se desplomó. El bulto se movió un poco más. Luego se oyó el susurro de las mantas cuando se fueron doblando una tras otra. Lentamente, por etapas, apareció mammy: primero el pelo enmarañado, luego el rostro pálido y crispado, con los ojos fuertemente cerrados para protegerse de la luz, y una mano que buscaba el cabezal de la cama a tientas; las sábanas se deslizaron hacia abajo cuando por fin se incorporó entre gruñidos. Mammy hizo un esfuerzo por alzar la vista, dio un respingo al recibir la luz en los ojos y dejó caer la cabeza sobre el pecho.