– ¿Qué tal el colegio? -musitó.
Así empezaban siempre las preguntas obligadas y las respuestas superficiales. Las dos fingían, como una vieja y cansada pareja de baile sin el menor entusiasmo.
– Muy bien.
– ¿Has aprendido algo?
– Lo de siempre.
– ¿Has comido?
– Sí.
– Bien.
Mammy volvió a alzar la cabeza hacia la ventana. Esbozó una mueca y parpadeó varias veces. Tenía el lado derecho de la cara rojo y el pelo aplastado.
– Me duele la cabeza.
– ¿Te traigo una aspirina?
Mammy se frotó las sienes.
– No, más tarde. ¿Ha vuelto tu padre?
– Sólo son las tres.
– Oh. Sí. Ya me lo habías dicho. -Mammy bostezó-. Ahora mismo estaba soñando. -Su voz era apenas un poco más audible que el frufrú del camisón contra las sábanas-. Justo antes de que entraras. Pero ahora ya no lo recuerdo. ¿A ti también te pasa?
– Le pasa a todo el mundo, mammy.
– Es muy extraño.
– Deberías saber que mientras estabas soñando, un chico me ha lanzado pipí a la cabeza con una pistola de agua.
– ¿Que te ha lanzado qué? ¿Qué has dicho?
– Pipí. Orina.
– Eso es… es terrible. Dios mío. Lo siento. Pobrecita. Tendré que hablar con él mañana sin falta, o quizá con su madre. Sí, creo que será lo mejor.
– Ni siquiera te he dicho quién ha sido.
– Oh. Bueno, ¿quién ha sido?
– Da igual.
– Estás enfadada.
– Se suponía que tenías que ir a recogerme.
– Sí -dijo su madre con voz ronca. Laila no alcanzó a discernir si era una afirmación o una pregunta. Mammy empezó a tirarse del pelo. Se trataba de uno de los grandes misterios de la vida para Laila: que su madre no se hubiera quedado calva de tanto tirarse del pelo-. ¿Y qué hay de…? ¿Cómo se llama tu amigo? ¿Tariq? Sí, ¿qué hay de Tariq?
– Hace una semana que se fue.
– Oh. -Mammy exhaló aire por la nariz-. ¿Te has lavado?
– Sí.
– Entonces ya estás limpia. -Desvió su mirada cansina hacia la ventana-. Estás limpia y todo en orden.
Laila se levantó.
– Tengo deberes.
– Por supuesto. Echa las cortinas antes de salir, cariño -dijo mammy, con voz cada vez más apagada, hundiéndose ya entre las sábanas.
Cuando Laila fue a cerrar las cortinas, vio pasar un coche que levantaba una nube de polvo. Era el Benz azul con la matrícula de Herat, que por fin se marchaba. Laila lo siguió con la mirada hasta que desapareció por una esquina, lanzando los últimos destellos de sol reflejados en la luna trasera.
– Mañana no me olvidaré -dijo mammy a su espalda-. Te lo prometo.
– Eso mismo dijiste ayer.
– Tú no sabes, Laila.
– ¿No sé qué? -Se volvió en redondo para encararse con su madre-. ¿Qué es lo que no sé?
La mano de su madre subió flotando hasta el pecho y dio unos golpecitos.
– Aquí. No sabes lo que hay aquí dentro. -La mano cayó flácida-. Tú no lo sabes.
18
Transcurrió una semana, pero Tariq seguía sin dar señales de vida. Luego transcurrió otra.
Para aliviar la espera, Laila arregló la puerta mosquitera que babi aún no había tocado. Bajó los libros de su padre, les quitó el polvo y los ordenó alfabéticamente. Fue a la calle del Pollo con Hasina, Giti y la madre de ésta, Nila, que era costurera y a veces trabajaba con la madre de Laila. Durante esa semana, Laila llegó a un convencimiento: de todas las penalidades que debía arrostrar una persona, la más dura era la espera.
Transcurrieron otros siete días.
Horribles pensamientos atormentaban a Laila.
Tariq jamás volvería. Sus padres se habían mudado para siempre; el viaje a Gazni era una argucia, un plan de los adultos para ahorrarles a los dos una amarga despedida.
Una mina antipersona había vuelto a estallarle, igual que en 1981, cuando Tariq tenía cinco años, la última vez que sus padres lo habían llevado al sur, a Gazni, poco después del tercer cumpleaños de Laila. Tariq había tenido la suerte de perder sólo una pierna; la suerte de haber sobrevivido.
Laila no hacía más que darle vueltas y más vueltas a todas las posibilidades.
Hasta que una noche distinguió el diminuto haz de una linterna que llegaba desde el otro lado de la calle. De sus labios brotó una especie de chillido ahogado. Rápidamente sacó su linterna de debajo de la cama, pero no funcionaba. Le dio unos golpes contra la palma de la mano, maldiciendo las pilas. Pero le daba igual, porque Tariq había vuelto. Laila se sentó en el borde de la cama, aturdida de alivio, y contempló la bonita luz amarilla que se encendía y se apagaba como un intermitente.
De camino a casa de Tariq al día siguiente, Laila vio a Jadim y un grupo de amigos suyos al otro lado de la calle. Jadim estaba en cuclillas y hacía un dibujo en la tierra con un palo. Al ver a Laila, dejó caer el palo, agitó los dedos y al mismo tiempo dijo algo que provocó las risas de sus amigos. Laila agachó la cabeza y pasó deprisa por su lado.
– ¿Qué te has hecho? -exclamó Laila cuando Tariq le abrió la puerta. Sólo entonces recordó que el tío de Tariq era barbero.
Tariq se pasó la mano por el cráneo afeitado y sonrió, mostrando unos dientes blancos y algo irregulares.
– ¿Te gusta?
– Parece que vayas a alistarte en el ejército.
– ¿Quieres tocarlo? -Bajó la cabeza.
El diminuto vello produjo un agradable cosquilleo en la mano de Laila. Tariq no era como otros niños, cuyos cabellos ocultaban cráneos cónicos y abultados. Su cabeza describía una curva perfecta y no mostraba defecto alguno.
Cuando él levantó de nuevo la cabeza, Laila vio que tenía las mejillas y la frente quemadas por el sol.
– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó.
– Mi tío estaba enfermo. Ven, entra.
La condujo por el pasillo hasta la habitación de la familia. A Laila le gustaba todo lo de aquella casa. Le gustaba la vieja alfombra raída dala sala de estar, la colcha de retales que cubría el sofá, el revoltijo de arreos que formaban parte de la vida diaria de Tariq: los rollos de tela de su madre, sus agujas de coser clavadas en carretes de hilo, las revistas atrasadas, el estuche del acordeón en el rincón esperando a ser abierto.
– ¿Quién es? -Era la madre de Tariq, que preguntaba desde la cocina.
– Laila -respondió él.
Acercó una silla a Laila. La habitación familiar tenía mucha luz y una ventana doble que daba al patio. En el alféizar había tarros vacíos en los que la madre de Tariq guardaba la berenjena en vinagre y la mermelada de zanahoria que preparaba ella misma.
– Te refieres a nuestra arus, nuestra nuera -anunció su padre, entrando en la habitación. Era carpintero, un hombre enjuto de pelo blanco, de sesenta y pocos años. Le faltaban algunos dientes de delante, y tenía los ojos llenos de arrugas y un poco achinados de las personas que pasan la mayor parte de su vida al aire libre. Abrió los brazos y Laila, al echarse en ellos, inspiró el agradable y familiar olor del serrín. Se besaron en las mejillas tres veces.
– Tú sigue llamándola así y dejará de venir a esta casa -advirtió su mujer al pasar por su lado. Llevaba una bandeja con un cuenco grande, un cucharón y cuatro escudillas. Depositó la bandeja sobre la mesa-. No hagas caso a este viejo. -Le cogió la cara entre las manos-. Me alegro de verte, cariño. Ven, siéntate. He traído fruta en remojo.