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Laila se arrodilló ante su madre y le cogió las manos.

– Mammy.

Su madre bajó la mirada. Parpadeó.

– Nosotros nos ocuparemos de ella, Laila yan -señaló una de las mujeres con aire de suficiencia.

Laila había asistido a funerales en los que había mujeres como aquéllas, mujeres que disfrutaban con todo lo que se relacionaba con la muerte, consoladoras oficiales que no permitían que nadie se entrometiera en lo que consideraban su deber.

– Nosotras nos ocupamos de todo. Tú ve a hacer alguna otra cosa, niña. Deja tranquila a tu madre.

Al verse marginada, Laila se sintió inútil. Fue pasando de una habitación a otra. Se entretuvo un rato en la cocina. Una alicaída Hasina, lo que no era normal en ella, se presentó con su madre. También llegaron Giti y la suya. Cuando Giti vio a Laila, se precipitó hacia ella, la rodeó con sus flacos brazos y le dio un largo abrazo con una fuerza sorprendente. Cuando se apartó, tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Lo siento mucho, Laila -dijo.

Ella le dio las gracias. Las tres niñas se sentaron en el patio hasta que una de las mujeres les encomendó la tarea de lavar vasos y poner platos en la mesa.

También babi salía y entraba de la casa sin ton ni son, como si buscara algo que hacer.

– Que no se acerque a mí -era lo único que había dicho mammy en toda la mañana.

Babi acabó sentándose solo en una silla plegable del pasillo, con aspecto desolado y encogido. Luego una de las mujeres le dijo que allí estorbaba. Babi se disculpó y se metió en su estudio.

Por la tarde, los hombres fueron a Karté Sé, a un salón que babi había alquilado para el fatiha. Las mujeres se dirigieron a la casa. Laila ocupó su lugar junto a su madre, cerca de la puerta de la sala de estar, donde era costumbre que se sentara la familia del difunto. La gente se quitaba los zapatos en la puerta, saludaba con inclinaciones de cabeza a los conocidos al cruzar la habitación, y se sentaba en sillas plegables dispuestas a lo largo de las paredes. Laila vio a Wayma, la anciana comadrona que había asistido a su nacimiento. Vio también a la madre de Tariq, con un pañuelo negro sobre la peluca, quien la saludó con un gesto y lentamente esbozó una triste sonrisa con los labios apretados.

Una voz nasal de hombre entonaba versículos del Corán en un casete. Las mujeres suspiraban, se sorbían la nariz y se removían en las sillas. Se oían toses ahogadas, murmullos y, de vez en cuando, alguien dejaba escapar un sollozo lastimero, muy teatral.

Entró la mujer de Rashid, Mariam, con un hiyab negro. Algunos mechones de pelo le caían sobre la frente. Se sentó frente a Laila.

Al lado de la muchacha, mammy no paraba de balancearse. Laila cogió la mano de su madre y se la puso sobre el regazo, cubriéndola con las suyas, pero ella no pareció darse cuenta.

– ¿Quieres un poco de agua, mammy? -le dijo al oído-. ¿Tienes sed?

Pero ella no respondió. No hizo más que seguir meciéndose adelante y atrás, fijando en la alfombra su mirada remota y sin vida.

De vez en cuando, sentada junto a su madre, viendo las caras largas y acongojadas de la habitación, Laila era consciente de la desgracia que había golpeado a su familia. De las posibilidades que habían acabado por cumplirse, aplastando toda esperanza.

Pero ese sentimiento no duraba mucho. Le resultaba difícil sentir, sentir de verdad, la pérdida que había sufrido su madre. Le costaba sentirse apenada, lamentar la muerte de personas que en realidad nunca le habían parecido que estuvieran vivas. Para ella, Ahmad y Nur siempre habían sido como una leyenda. Como personajes de una fábula. Como reyes de un libro de historia.

Sólo Tariq era real, de carne y hueso. Tariq le había enseñado palabrotas en pastún. A Tariq le gustaban las hojas de trébol con sal, y fruncía el ceño y emitía un pequeño gemido cuando masticaba, y debajo de la clavícula izquierda tenía una marca de nacimiento rosada que recordaba la forma de una mandolina vuelta del revés.

Así que Laila permaneció sentada junto a su madre, lamentándose por la muerte de Ahmad y Nur, como era su obligación; pero, en su corazón, su verdadero hermano estaba sano y salvo.

20

Mammy empezó a sufrir las dolencias que la aquejarían durante el resto de su vida. Jaquecas, dolores en el pecho y las articulaciones, sudoraciones nocturnas, punzadas en los oídos que la dejaban paralizada y bultos que nadie más notaba. Babi la llevó a un médico que le hizo análisis de sangre y orina, además de varias radiografías, pero no halló enfermedad física alguna.

Se pasaba casi todo el día en la cama. Vestía de negro. Se tiraba del pelo y se mordía el lunar que tenía bajo el labio. Cuando estaba despierta, Laila la encontraba vagando por la casa. Siempre acababa en la habitación de su hija, como si tarde o temprano fuera a encontrar a sus hijos sólo con que siguiera entrando en la habitación donde en otro tiempo ellos habían dormido y habían hecho pedorretas y guerras de almohadas. Pero lo único que encontraba indefectiblemente era su ausencia. Y a Laila. Y ésta acabó convenciéndose de que para su madre ambas cosas habían acabado siendo lo mismo.

La única tarea que mammy jamás descuidaba eran las cinco plegarias namaz. Terminaba cada una de ellas con la cabeza inclinada y las manos en alto, delante del rostro y vueltas hacia arriba, musitando una plegaria a Dios para que concediera la victoria a los muyahidines. Laila tenía que ocuparse de casi todas las tareas domésticas. Si no limpiaba, acababa encontrándose ropa, zapatos, bolsas de arroz abiertas, latas de judías y platos sucios esparcidos por todas partes. Lavaba la ropa de su madre y le cambiaba las sábanas. La convencía para que saliera de la cama para bañarse y comer. Planchaba las camisas de babi y le doblaba los pantalones. Y también se ocupaba de cocinar cada vez con mayor frecuencia.

A veces, después de terminar las tareas, Laila se tumbaba en la cama junto a su madre. La abrazaba, entrelazaba sus dedos con los de ella y hundía el rostro entre sus cabellos. Entonces mammy se agitaba y musitaba algo. Inevitablemente, acababa contándole una historia sobre sus hermanos.

Un día, estando así tumbadas, mammy dijo:

– Ahmad iba a ser un líder. Tenía carisma. Hombres que le doblaban la edad lo escuchaban con respeto, Laila. Era digno de verse. Y Nur. Oh, mi Nur. Siempre estaba dibujando puentes y edificios. Iba a ser arquitecto, ¿sabes? Iba a transformar Kabul con sus proyectos. Y ahora los dos son shahid, mis dos niños son mártires.

Laila la escuchaba, esperando que se diera cuenta de que ella no se había convertido en un shahid, que estaba viva, allí, tumbada a su lado, que tenía esperanzas y un futuro por delante. Sin embargo, Laila sabía que su futuro no podía rivalizar con el pasado de sus hermanos. La habían eclipsado cuando estaban vivos, y la borrarían por completo en su muerte. Mammy se había convertido en la conservadora del museo de su vida y Laila no era más que una mera visitante, un receptáculo para su mito. El pergamino sobre el que mammy quería escribir su leyenda.