Laila vio con horror que Tariq intervenía en la pelea. También vio que algunos pacificadores se lanzaban ahora puñetazos, y le pareció vislumbrar un segundo cuchillo.
Esa noche, Laila recordó cómo se habían abalanzado todos, unos encima de otros, entre gritos, aullidos y puñetazos, y en medio del barullo, un sonriente y despeinado Tariq trataba de salir a rastras sin la pierna ortopédica.
Fue increíble la rapidez con que se desarrollaron los acontecimientos.
La asamblea de gobierno se formó prematuramente y eligió a Rabbani como presidente. Las otras facciones se quejaron de nepotismo. Massud pidió paz y paciencia.
Hekmatyar se indignó por haber sido excluido. Los hazaras, que venían de una larga historia de opresión y olvido, estaban furiosos.
Se lanzaban insultos. Se señalaba con el dedo. Se lanzaban acusaciones. Las reuniones se suspendían airadamente y se daban portazos. La ciudad contenía el aliento. En las montañas, se cargaban los kalashnikovs.
Armados hasta los dientes, pero faltos de un enemigo común, los muyahidines habían hallado oponentes entre las diferentes facciones.
Llegó por fin la hora de la verdad.
Y cuando empezaron a llover misiles sobre Kabul, la gente corrió a buscar refugio. También mammy, que volvió a vestirse de negro, se metió en su habitación, corrió las cortinas y se cubrió con la manta.
24
– Es el silbido -dijo Laila-; detesto ese maldito silbido más que cualquier otra cosa.
Tariq asintió con ademán comprensivo.
No era tanto el silbido en sí, pensó Laila más tarde, sino los segundos que transcurrían desde que empezaba hasta que se producía el impacto. Ese breve e interminable momento de suspense, de no saber. Esa espera, como la de un acusado a punto de oír el veredicto.
A menudo ocurría durante la comida, cuando babi y ella estaban sentados a la mesa. Al oír el sonido, levantaban la cabeza como un resorte y lo escuchaban con el tenedor en el aire y sin masticar. Laila veía el reflejo de sus rostros en la ventana y sus sombras inmóviles en la pared. Y después del silbido se oía la explosión, por suerte en alguna otra parte. Expulsaban entonces el aire, sabiendo que se habían salvado de nuevo, mientras que en otra casa, entre gritos y nubes de humo, alguien escarbaba frenéticamente con las manos desnudas tratando de sacar de entre los escombros lo que quedaba de una hermana, un hermano, un nieto.
Lo peor de haberse salvado era el tormento de preguntarse quién habría caído. Después de cada explosión, Laila salía corriendo a la calle, musitando una plegaria, segura de que esa vez sin duda hallaría a Tariq enterrado bajo los cascotes y el humo.
Por la noche, observaba desde la cama los súbitos destellos blancos que se reflejaban en su ventana. Oía el tableteo de las armas automáticas y contaba los misiles que pasaban silbando por encima de la casa y la sacudían, haciendo que le llovieran trozos de yeso del techo. Algunas noches, cuando la luminosidad de las explosiones era tan intensa que incluso habría bastado para leer, no conseguía dormirse. Y si se dormía, sus sueños se poblaban de incendios y cadáveres desmembrados y gemidos de gente herida. La mañana no le traía alivio. Se oía la llamada al namaz del muecín y los muyahidines dejaban las armas para postrarse hacia el oeste y rezar. Luego, enrolladas las esteras y cargadas las armas, se disparaba sobre Kabul desde las montañas y Kabul devolvía los disparos, mientras Laila y el resto de sus conciudadanos observaban con la misma impotencia que el viejo Santiago veía a los tiburones comerse su presa.
Allá donde fuera, Laila encontraba hombres de Massud. Los veía recorriendo las calles y parando coches a intervalos de unos centenares de metros para interrogar a sus ocupantes. Se sentaban sobre los tanques a fumar, con el uniforme de trabajo y sus omnipresentes pakols. Espiaban a los transeúntes en los cruces desde detrás de sus barricadas de sacos terreros.
Claro que Laila ya no salía mucho a la calle. Y cuando lo hacía, iba siempre acompañada por Tariq, que parecía disfrutar con la caballerosa tarea.
– He comprado una pistola -comentó él un día. Estaban sentados en el patio de Laila, bajo el peral. Mostró la pistola a su amiga y dijo que era una Beretta semiautomática.
A ella simplemente le pareció negra y mortífera.
– No me gusta -objetó-. Las armas me dan miedo.
Él le dio vueltas al cargador en la mano.
– Encontraron tres cadáveres en una casa de Karté-Sé la semana pasada -dijo-. ¿No te enteraste? Eran tres hermanas. Las violaron a las tres y las degollaron. Les arrancaron los anillos de los dedos a dentelladas. Se veían las marcas de los dientes…
– No quiero oírlo.
– No pretendía asustarte -murmuró él-. Es que simplemente… me siento mejor llevando el arma.
Tariq se había convertido en el único contacto de Laila con el exterior. Él escuchaba los rumores de la calle y se los transmitía. Fue su amigo quien le contó, por ejemplo, que los milicianos de las montañas afinaban la puntería -y hacían apuestas sobre ello- disparando a civiles elegidos al azar, sin importar que fueran hombres, mujeres o niños. Le dijo que lanzaban misiles contra los coches, pero no se sabía por qué, nunca atacaban a los taxis, lo que explicaba que todo el mundo hubiese empezado a pintarse el coche de amarillo.
Tariq le habló de las fronteras internas de Kabul, inestables y traicioneras. Laila supo por él, por ejemplo, que esa calle hasta la segunda acacia de la izquierda pertenecía a un cabecilla; que las cuatro manzanas siguientes hasta la panadería contigua a la farmacia derribada constituían el sector de otro cabecilla; y que si cruzaba la calzada y caminaba aproximadamente un kilómetro hacia el oeste, se encontraría en el territorio de otro cabecilla y, por tanto, se convertiría en presa fácil para los francotiradores. Así llamaban ahora a los héroes de la madre de Laila. Cabecillas. Laila también oyó que los llamaban tofangdar, pistoleros. Otros seguían refiriéndose a ellos como muyahidines, pero hacían una mueca al decirlo, una mueca de burla y desagrado, y la palabra apestaba a una honda aversión y un gran desprecio. Como un insulto.
Tariq volvió a meter el cargador en la pistola.
– ¿Tienes agallas? -preguntó Laila.
– ¿Para qué?
– Para usarla. Para matar con ella.
Tariq se remetió la pistola en el cinturón de los téjanos. Luego dijo una cosa encantadora y terrible a la vez:
– Por ti sí. Mataría con ella por ti, Laila.
Se acercó más y sus manos se rozaron una vez, y luego otra. Cuando sus dedos se deslizaron tímidamente entre los de la muchacha, ella no los retiró. Y cuando de pronto Tariq se inclinó hacia ella y unió los labios a los suyos, Laila también se lo permitió.
En aquel momento, toda la charla de su madre sobre reputación y pájaros que escapaban le pareció irrelevante, absurda incluso. En medio de tantas muertes y saqueos, de tanta fealdad, sentarse bajo un árbol y besar a Tariq era un acto completamente inofensivo. Una nimiedad. Una licencia fácilmente perdonable. Así que dejó que Tariq la besara, y cuando él se apartó, fue ella quien se inclinó para besarlo a su vez, con el corazón en la garganta, un hormigueo en el rostro y un fuego que le abrasaba el vientre.
En junio de ese año, 1992, se produjeron intensos combates en el oeste de Kabul entre las fuerzas pastunes del cabecilla Sayyaf y los hazaras de la facción Wahdat. El bombardeo derribó líneas eléctricas y pulverizó manzanas enteras de tiendas y casas. Laila oyó decir que los milicianos pastunes atacaban las casas de los hazaras, forzando la entrada para ejecutar a familias enteras, y que los hazaras tomaban represalias secuestrando a civiles pastunes, violando a las chicas y bombardeando barrios, matando indiscriminadamente. Todos los días se hallaban cadáveres atados a árboles, a veces quemados hasta el punto de resultar irreconocibles. A menudo les habían pegado un tiro en la cabeza, arrancado los ojos y cortado la lengua.