Después llegó el nerviosismo. Camisas y cinturones abrochados a toda prisa, cabellos repeinados con las manos. Se sentaron luego muy juntos, oliendo el uno al otro, con los rostros arrebolados, atónitos ambos y mudos ante la enormidad de lo que acababan de hacer.
Laila vio tres gotas de sangre en el suelo, su sangre, e imaginó a sus padres más tarde, sentados en ese mismo sofá, ignorantes del pecado que había cometido su hija. Y entonces la embargó la vergüenza y la culpa, y arriba se oía el tictac del reloj, que a ella se le antojaba ensordecedor. Como el mazo de un juez que golpeara una y otra vez, condenándola.
– Ven conmigo -dijo Tariq.
Por un momento, Laila casi llegó a creer que sería posible, que podría irse con él y sus padres, hacer la maleta y subir a un autobús, dejando atrás tanta violencia para ir en busca de algo mejor, o de nuevos problemas, porque, fuera lo que fuese, lo afrontarían juntos. No sería necesario pasar por el triste aislamiento y la insufrible soledad que la aguardaban.
Podía irse. Podían estar juntos.
Habría otras tardes como aquélla.
– Quiero casarme contigo, Laila.
Por primera vez desde que se habían sentado, ella alzó los ojos para mirarlo. Escudriñó su rostro y esta vez no halló ni rastro de burla. La expresión del muchacho era firme, de una seriedad cándida pero férrea.
– Tariq…
– Deja que me case contigo, Laila. Hoy. Podríamos casarnos hoy mismo. -Y empezó a hablar de ir a una mezquita, buscar un ulema y un par de testigos y hacer un rápido nikka.
Pero Laila pensaba en mammy, tan obstinada e intransigente como los muyahidines, sumida en una atmósfera de rencor y desesperación, y también en babi, que se había rendido hacía ya mucho tiempo y no era más que un triste y patético oponente para su esposa. «A veces… me siento como si tú fueras lo único que me queda, Laila.» Aquéllas eran las circunstancias de su vida, las verdades inexorables.
– Pediré tu mano a Kaka Hakim. Él nos dará su bendición, Laila. Lo sé.
Estaba en lo cierto. Babi les daría su bendición, pero se quedaría con el corazón destrozado.
Tariq siguió hablando en un murmullo, luego alzó la voz para suplicar y trató de imponer sus argumentos; su expresión pasó de la esperanza a la congoja.
– No puedo -dijo Laila.
– No digas eso. Yo te quiero.
– Lo siento…
– Te quiero.
¿Cuánto tiempo había esperado para oír esas palabras de su boca? ¿Cuántas veces había imaginado que las pronunciaba?
Y cuando por fin se cumplía su sueño, Laila se sintió arrollada por la ironía de la situación.
– No puedo dejar a mi padre -declaró-. Soy todo lo que le queda. Su corazón no podría soportarlo.
Tariq lo sabía. Sabía que Laila no podía desentenderse de sus obligaciones, como tampoco podía él, pero la conversación prosiguió, repitiendo las súplicas de él y el rechazo de ella, las propuestas y las excusas, y las lágrimas de ambos.
Al final, Laila tuvo que obligarlo a marcharse.
En la puerta, ella le hizo prometer que se iría sin despedirse y cerró. Apoyó la espalda contra la madera, temblando al notar que Tariq aporreaba la hoja, aferrándose el estómago con un brazo y tapándose la boca con la otra mano, mientras él le hablaba desde el otro lado y le prometía que regresaría, que volvería a buscarla. Laila se quedó allí hasta que Tariq se cansó y se rindió, y luego oyó sus pasos desiguales hasta que se perdieron en la distancia y todo quedó en silencio, salvo por los disparos que se oían en las colinas y su propio corazón que palpitaba con fuerza en su vientre, en sus ojos, en sus huesos.
26
Era con diferencia el día más caluroso del año. Las montañas atrapaban el calor sofocante, que ahogaba la ciudad como si se tratara de humo. Hacía días que se habían quedado sin electricidad. Por todo Kabul había ventiladores eléctricos apagados, casi como una burla.
Laila estaba tumbada en el sofá de la sala de estar, inmóvil, sudando bajo la blusa. Cada vez que respiraba, el aliento le quemaba la punta de la nariz. Sabía que sus padres estaban hablando en la habitación de mammy. Dos noches atrás, y también la noche anterior, Laila se había despertado y le había parecido oír voces abajo. Sus padres hablaban ahora todos los días, desde que una bala había abierto un agujero en el portón de su casa.
En el exterior se oía el estruendo lejano de la artillería y, más cerca, una larga ráfaga de disparos, seguida de otras.
También en el interior de Laila se libraba una batalla: la culpa por un lado, asociada con la vergüenza; por el otro, la convicción de que Tariq y ella no habían cometido ningún pecado, que todo había sido natural, bueno, hermoso, incluso inevitable, alentado por la idea de que tal vez no volvieran a verse nunca más.
Se tumbó de lado y trato de recordar una cosa. En determinado momento, cuando estaban en el suelo, Tariq había apoyado la frente en la de ella y luego había dicho algo entre jadeos, algo como «¿Te hago daño?», o «¿Te hace daño?».
Laila no estaba segura de qué había dicho.
«¿Te hago daño?»
«¿Te hace daño?»
Sólo habían pasado dos semanas desde su marcha y ya estaba ocurriendo. El tiempo embotaba sus recuerdos. Se esforzó al máximo para recordar las palabras exactas. De repente le parecía de vital importancia saberlo.
Cerró los ojos para concentrase mejor.
Con el tiempo, acabaría cansándose de ese ejercicio. Cada vez le resultaría más agotador conjurar, desempolvar, resucitar de nuevo lo que llevaba tanto tiempo muerto. De hecho, llegaría un día, años más tarde, en que Laila ya no lloraría su pérdida. O al menos no estaría siempre llorándolo. Llegaría un día en que los detalles del rostro de Tariq empezarían a borrarse de su memoria, y cuando oyera a una madre en la calle llamando a su hijo por el nombre de Tariq, ya no se sentiría perdida. No lo echaría de menos como entonces, cuando el dolor de su ausencia era su compañero inseparable, como el dolor fantasma de un miembro amputado.
Cuando Laila fuera una mujer adulta, sólo muy de vez en cuando, mientras planchara una camisa o empujara a sus hijos en el columpio, algún detalle trivial, tal vez el calor de una alfombra bajo sus pies en un día de verano o la frente curvada de algún desconocido, despertaría algún recuerdo de aquella tarde. Y entonces lo reviviría todo de golpe. La espontaneidad. Su asombrosa imprudencia. Su torpeza. El dolor, el placer y la tristeza del acto. El calor de sus cuerpos entrelazados. Y la invadiría por completo, dejándola sin aliento.
Pero luego pasaría. El momento se iría, dejándola abatida, sin sentir nada más que una vaga inquietud.
Laila decidió finalmente que Tariq había dicho: «¿Te hago daño?» Sí. Eso era. Se alegró de haberlo recordado.
De pronto oyó a babi llamándola desde lo alto de la escalera, pidiéndole que subiera rápidamente.