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– ¡Ha aceptado! -dijo babi con voz trémula por la emoción contenida-. Nos vamos, Laila. Todos juntos. Abandonamos Kabul.

***

Los tres estaban sentados en la cama de mammy. Fuera, los misiles silbaban cruzando el cielo, y las fuerzas de Hekmatyar y Massud seguían combatiendo sin descanso. Laila sabía que en alguna parte de la ciudad acababa de morir alguien, y que una cortina de humo negro se cernía sobre algún edificio derrumbado en medio de una nube de polvo. Al día siguiente, habría cadáveres en la calle y habría que sortearlos. Recogerían algunos. Otros no. Los perros de Kabul, que se habían aficionado a la carne humana, se darían un festín.

Aun así, Laila sentía la necesidad de correr por esas calles, incapaz de contener su felicidad. Tenía que esforzarse por permanecer sentada y no chillar de alegría. Babi dijo que primero irían a Pakistán para solicitar los visados. ¡Pakistán, donde estaba Tariq! Sólo hacía diecisiete días que se había ido, calculó con un arrebato de emoción. Si mammy se hubiera decidido diecisiete días antes, habrían podido marcharse juntos. ¡Estaría con él en ese preciso instante! Pero eso ya no importaba. Se iban a Peshawar los tres, y allí encontrarían a Tariq y a sus padres. Seguro. Tramitarían juntos los visados. Y luego, ¿quién sabía? ¿Europa? ¿América? Tal vez, como decía siempre babi, algún lugar cerca del mar…

Mammy estaba recostada en la cabecera de la cama. Tenía los ojos hinchados. Se tiraba del pelo.

Tres días antes, Laila había salido a la calle para tomar un poco el aire. Se había quedado apoyada en el portón y de pronto había oído un fuerte chasquido. Algo había pasado silbando junto a su oreja derecha y había hecho volar astillas de madera delante de sus ojos. A pesar de la muerte de Giti, de los miles de disparos y de los numerosos misiles que habían caído sobre Kabul, había tenido que ser la visión de aquel único agujero en el portón, a menos de tres dedos de donde Laila había apoyado la cabeza, lo que despertara por fin a su madre y le hiciera ver que una guerra le había arrebatado ya a dos hijos, y que la siguiente bien podía costarle la única hija que le quedaba.

Ahmad y Nur sonreían desde las paredes de la habitación. Laila vio los ojos de su madre yendo de una fotografía a otra con expresión de culpabilidad, como si solicitara su consentimiento, su bendición. Como si les pidiera perdón.

– Aquí no nos queda nada -dijo babi-. Nuestros hijos han muerto, pero aún tenemos a Laila. Aún nos tenemos el uno al otro, Fariba. Podemos empezar una nueva vida.

Babi alargó la mano sobre la cama, y cuando se inclinó para coger las de su esposa, ella no las apartó. En su rostro se leía la rendición, la resignación. Se cogieron de la mano levemente, y luego se abrazaron, meciéndose en silencio. Mammy apoyó el rostro en el cuello de su marido, se aferró a su camisa.

Esa noche, Laila estaba tan nerviosa que no consiguió conciliar el sueño. Desde la cama contempló los estridentes tonos amarillos y anaranjados que iluminaban el horizonte. Sin embargo, en determinado momento, a pesar de la euforia que la embargaba y de los estallidos de la artillería, se quedó dormida.

Y soñó.

Están en una playa, sentados sobre una colcha. El día es frío y nublado, pero se encuentra muy a gusto junto a Tariq bajo la manta que los envuelve. Ve coches aparcados tras una valla baja, blanca y cuarteada, bajo una hilera de palmeras azotadas por el viento. Tiene los ojos llorosos por culpa del viento y los zapatos medio enterrados en la arena. El viento arroja también matojos de hierba seca de las onduladas crestas de una duna a la siguiente. Tariq y ella observan unos veleros que se mecen en el agua a lo lejos. A su alrededor vuelan las gaviotas entre chillidos. El viento arranca una nueva lluvia de arena de las leves pendientes. Se oye entonces un sonido semejante a un cántico, y Laila le cuenta lo que babi le enseñó años atrás sobre ese canto.

Tariq le limpia la frente de arena. Laila capta el destello de una alianza en su dedo. Es idéntica a la que lleva ella, de oro y con una especie de dibujo laberíntico en todo su contorno.

«Es verdad -le dice a Tariq-. Es la fricción de los granos entre sí. Escucha.» Él obedece. Frunce el ceño. Vuelven a oír el sonido. Un quejido cuando el viento es suave, un agudo coro de maullidos cuando el viento sopla con fuerza.

***

Babi dijo que debían llevarse sólo lo absolutamente necesario. El resto lo venderían.

– Con lo que saquemos podremos vivir en Peshawar hasta que encuentre trabajo.

Durante los dos días siguientes reunieron todo lo que podía ser vendido y formaron grandes montones.

En su habitación, Laila apartó viejos zapatos, blusas, libros y juguetes. Bajo la cama encontró una diminuta vaca de cristal amarillo que Hasina le había dado durante el recreo en quinto curso. También un llavero con una pelota de fútbol en miniatura, regalo de Giti. Una pequeña cebra de madera con ruedas. Un astronauta de cerámica que Tariq y ella habían encontrado un día en una alcantarilla. Ella tenía seis años y él ocho. Laila recordaba que se había producido una pequeña disputa por ver quién de los dos lo había encontrado.

Mammy también recogió sus pertenencias, con movimientos reticentes y una expresión letárgica y distante en los ojos. Renunció a la vajilla buena, las servilletas y todas las joyas, salvo la alianza, y a la mayor parte de la ropa.

– No irás a vender esto, ¿verdad? -dijo Laila, levantando en alto el vestido de boda de su madre, que se abrió en cascada sobre su regazo. Acarició el encaje y la cinta que bordeaba el escote, y los aljófares cosidos a mano en las mangas.

Su madre se encogió de hombros y cogió el vestido para arrojarlo con brusquedad sobre el montón. Fue como quitarse un esparadrapo de un tirón, pensó Laila.

A babi le correspondió la tarea más dolorosa.

Lo encontró de pie en su estudio con expresión compungida, observando sus estantes. Llevaba una camiseta de segunda mano con una imagen del puente rojo de San Francisco. Una densa niebla ascendía de las aguas espumosas y engullía las torres del puente.

– Ya conoces esa vieja historia -dijo él-. Estás en una isla desierta y sólo puedes tener cinco libros. ¿Cuáles escogerías? Nunca pensé que tendría que hacerlo realmente.

– Tendremos que ayudarte a iniciar una nueva colección, babi.

– Mmm. -Él sonrió con tristeza-. Me cuesta creer que vaya a abandonar Kabul. Fui al colegio aquí, conseguí aquí mi primer trabajo, fui padre en esta ciudad. Resulta extraño pensar que pronto dormiré bajo el cielo de otra ciudad.

– También a mí me lo parece.

– Durante todo el día me ha rondado por la cabeza un poema sobre Kabul. Lo escribió Saib-e-Tabrizi en el siglo diecisiete, creo. Antes me lo sabía entero, pero ahora sólo recuerdo dos versos:

Eran incontables las lunas que brillaban sobre sus azoteas, o los mil soles espléndidos que se ocultaban tras sus muros.

Laila alzó la vista. Vio que su padre estaba llorando y le rodeó la cintura con el brazo.

– Oh, babi. Volveremos. Cuando termine esta guerra, volveremos a Kabul, inshalá. Ya lo verás.

En la tercera mañana, Laila empezó a trasladar las pilas de bártulos al patio para depositarlos junto al portón. Buscarían un taxi y lo llevarían todo a una casa de empeños.

Laila se pasó la mañana yendo de casa al patio y viceversa, acarreando gran cantidad de ropa y discos, e innumerables cajas con los libros de su padre. Debería haberse sentido extenuada al mediodía, cuando la pila de objetos que había junto al portón le llegaba a la cintura. Pero sabía que, con cada viaje, se acercaba el momento de volver a ver a Tariq, y con cada viaje sus piernas se volvían más ágiles y sus brazos más incansables.