– Vamos a necesitar un taxi muy grande.
La joven alzó la vista. Era su madre, que le hablaba desde el dormitorio. Estaba asomada a la ventana con los codos apoyados en el alféizar. El sol, cálido y espléndido, se reflejaba en sus grises cabellos, iluminando su rostro demacrado. Mammy llevaba el mismo vestido azul cobalto que se había puesto para la fiesta celebrada cuatro meses antes, un vestido desenfadado pensado para una mujer joven, pero, por un momento, a Laila le pareció estar ante una anciana. Una anciana de brazos nervudos, sienes hundidas y ojos cansados con oscuras ojeras, una criatura completamente distinta de la mujer regordeta de cara redonda que exhibía una sonrisa radiante en sus viejas fotos de boda.
– Dos taxis grandes -puntualizó ella.
También veía a su padre en la sala de estar, apilando cajas de libros.
– Sube aquí cuando termines con eso -le indicó su madre-. Nos sentaremos a comer huevos duros y judías que sobraron.
– Mi plato favorito -declaró la muchacha.
Pensó de repente en su sueño. En Tariq y ella sobre una colcha. Con el océano, el viento, las dunas.
¿Cómo sonaban las dunas al cantar?, se preguntó.
Laila se detuvo. Vio una lagartija gris que salía reptando de una grieta en el suelo. La lagartija movió la cabeza de un lado a otro. Parpadeó. Se metió como una flecha bajo una roca.
Ella volvió a imaginar la playa. Sólo que ahora se oía el canto por todas partes, e iba en aumento. Cada vez era más estridente, más agudo, y le llenaba la cabeza, ahogando todo lo demás. Las gaviotas no eran más que mimos con plumas, abriendo y cerrando el pico sin que de él saliera sonido alguno, y las olas rompían en la arena con espuma, pero en silencio. La arena seguía cantando. Chillaba. Sonaba como… ¿un tintineo?
Un tintineo no. No. Un silbido.
Laila dejó caer los libros. Alzó los ojos hacia el cielo, haciendo pantalla con una mano.
Entonces se produjo un espantoso estallido.
Y a su espalda hubo un destello blanco.
El suelo se movió bajo sus pies.
Algo cálido y potente la golpeó por detrás y la levantó por los aires. Y Laila voló, retorciéndose, dando vueltas en el aire, viendo el cielo, luego la tierra, luego el cielo, luego la tierra. Un gran pedazo de madera en llamas pasó velozmente por su lado. También pasaron mil pedazos de cristal, y a ella le pareció que los veía todos individualmente volando a su alrededor, girando lentamente, reflejando la luz del sol por un lado y por otro, con preciosos arco iris diminutos.
Luego se estrelló contra la pared y se desplomó. Sobre su rostro y sus brazos cayó una lluvia de polvo, piedras y cristales. Lo último que vio antes de perder el conocimiento fue un objeto que caía pesadamente al suelo cerca de ella, un trozo sanguinolento de alguna cosa. Encima asomaba el extremo de un puente rojo a través de una densa niebla.
Formas que se mueven alrededor. Fluorescentes que brillan en el techo. El rostro de una mujer aparece sobre ella.
Laila vuelve a sumirse en la oscuridad.
Otro rostro. Esta vez de un hombre. Sus rasgos parecen grandes y flácidos. Sus labios se mueven, pero no producen ningún sonido. Laila sólo oye un pitido.
El hombre agita la mano delante de sus ojos. Pone mala cara. Sus labios vuelven a moverse.
Le duele. Le duele respirar. Le duele todo.
Un vaso de agua. Una píldora rosa.
De vuelta a la oscuridad.
La mujer otra vez. Rostro alargado, ojos juntos. Dice algo. Laila no oye nada más que el pitido. Pero ve las palabras, brotando de la boca de la mujer como espeso jarabe negro.
Le duele el pecho. Le duelen los brazos y las piernas.
Formas moviéndose a su alrededor.
¿Adónde ha ido Tariq?
¿Por qué no está aquí con ella?
Oscuridad. Una constelación de estrellas.
Babi y ella de pie en un lugar muy alto. Él señala un campo de cebada. Un generador cobra vida.
La mujer de rostro alargado se inclina sobre ella y la mira.
Le duele respirar.
En alguna parte suena un acordeón.
Gracias a Dios, la píldora rosa otra vez. Luego un profundo silencio. Un silencio que se cierne sobre cuanto la rodea.
Tercera Parte
27
Mariam
– ¿Sabes quién soy?
Los ojos de la muchacha parpadearon.
– ¿Sabes lo que ha ocurrido?
Le tembló la boca. Cerró los ojos. Tragó saliva. Se tocó la mejilla izquierda con la mano. Trató de decir algo.
Mariam se inclinó más sobre ella.
– Por este oído -musitó la joven- no oigo nada.
Durante la primera semana, la muchacha no hizo más que dormir con la ayuda de las píldoras rosas por las que Rashid había pagado en el hospital. Murmuraba en sueños. A veces balbuceaba incoherencias, chillaba, gritaba nombres que Mariam no reconocía. Lloraba en sueños, se alteraba y apartaba las mantas a puntapiés, y ella tenía que sujetarla. A veces no hacía más que vomitar todo lo que le daba para comer.
Cuando no estaba alterada, la chica no era más que un par de ojos muy abiertos que miraban desde debajo de la manta, susurrando lacónicas respuestas a las preguntas de ellos dos. Algunos días se portaba como una niña pequeña y movía la cabeza de un lado a otro cuando uno tras otro trataban de alimentarla. Se ponía rígida cuando Mariam le acercaba una cuchara a la boca. Pero se cansaba fácilmente y acababa sometiéndose. Después de la rendición venían los largos episodios de llanto.
Rashid y Mariam le untaban una crema antibiótica en los cortes del cuello y la cara, y en las heridas suturadas de los hombros, los brazos y las piernas. Ella le ponía luego unas vendas que lavaba y reutilizaba. Y le sujetaba los cabellos cuando tenía que vomitar.
– ¿Cuánto tiempo se va a quedar? -preguntó Mariam a Rashid.
– Hasta que mejore. Mírala. No está en condiciones de irse a ninguna parte. Pobrecita.
Fue él quien encontró a la chica, quien la sacó de debajo de los escombros.
– Fue una suerte que estuviera en casa -dijo. Estaba sentado en una silla plegable junto a la cama de Mariam, donde yacía la muchacha-. Una suerte para ti, quiero decir. Te saqué con mis propias manos. Tenías un trozo de metal así de grande clavado en el hombro -explicó, separando el pulgar y el dedo índice para mostrar, y doblar al menos, según la apreciación de Mariam, el tamaño real-. Así de grande. Estaba muy profundo. Pensé que tendría que usar unas tenazas para sacarlo. Pero ya estás bien. Enseguida estarás nau socha. Como nueva.
Fue Rashid quien salvó unos pocos libros de Hakim.
– Casi todos estaban hechos cenizas. Me temo que el resto los robaron.
Ayudó a Mariam a cuidar de la chica durante la primera semana. Un día volvió del trabajo con una manta nueva y una almohada. Otro día, con un frasco de pastillas.
– Vitaminas -explicó.
Fue Rashid quien dio a Laila la noticia de que habían ocupado la casa de su amigo Tariq.
– Un regalo -dijo-. De uno de los comandantes de Sayyaf a tres de sus hombres. Un regalo. ¡Ja!
Los tres hombres eran en realidad muchachos de rostro juvenil y tostado por el sol. Mariam los veía al pasar, siempre con el uniforme de faena, acuclillados junto a la puerta de la casa de Tariq, fumando y jugando a las cartas, con los kalashnikovs apoyados contra la pared. El más musculoso, que se comportaba con suficiencia y desprecio, era el líder. El más joven era también el más reservado, el que parecía más reacio a adoptar el aire de impunidad de sus amigos. Había adquirido la costumbre de sonreír e inclinar la cabeza para saludar a Mariam. Al hacerlo, su petulancia superficial se desvanecía y Mariam vislumbraba cierta humildad aún no corrompida.