– Una de las enfermeras me contó lo que le había ocurrido -prosiguió Abdul Sharif al tiempo que se daba golpes en el pecho con el puño, como tratando de facilitar el paso de la pastilla-. Con la de veces que he estado en Peshawar, he aprendido bastante bien el urdu. El caso es que me contó que tu amigo se encontraba en un camión lleno de refugiados, veintitrés exactamente, que se dirigían a Peshawar. Cerca de la frontera, se vieron atrapados en un fuego cruzado. Un misil dio en el camión. Seguramente era uno perdido, pero nunca se sabe con esa gente, nunca se sabe. Sólo hubo seis supervivientes y a todos los ingresaron en la misma unidad del hospital. Tres personas murieron en las veinticuatro horas siguientes. Dos de ellas se recuperaron, dos hermanas, según creo, y les dieron el alta. Tu amigo el señor Walizai era el último. Llevaba allí casi tres semanas cuando yo llegué.
Así que estaba vivo. Pero ¿eran graves sus heridas?, se preguntó Laila con desesperación. Lo bastante graves para hallarse ingresado en una unidad especial, evidentemente. Laila notó que había empezado a sudar, que tenía el rostro acalorado. Trató de pensar en otra cosa, en algo agradable, como el viaje a Bamiyán con Tariq y babi para ver los budas. Pero en lugar de eso se le presentó la imagen de los padres de Tariq: la madre atrapada en el camión volcado, gritando el nombre de su hijo en medio de la humareda, con los brazos y el pecho envueltos en llamas, y la peluca fundiéndose en su cabeza…
Laila tuvo que tomar aire varias veces seguidas.
– Estaba en la cama contigua a la mía. No había paredes, sólo una cortina entre los dos, así que lo veía bastante bien.
De repente Abdul Sharif sintió la imperiosa necesidad de toquetear su alianza de boda. Y empezó a hablar más despacio.
– Tu amigo tenía heridas graves, muy muy graves, ¿comprendes? Le salían tubos de todas partes. Al principio… -Carraspeó un poco-. Al principio pensé que había perdido las dos piernas en el ataque, pero una enfermera me dijo que no, que sólo la derecha, que la izquierda era de una herida antigua. También tenía lesiones internas. Ya lo habían operado tres veces, para cortarle trozos del intestino y no recuerdo qué más. Y tenía quemaduras muy graves. Sólo diré eso. Estoy seguro de que tienes ya tu dosis de pesadillas, hamshira. No es necesario que yo venga a aumentarla.
Así que Tariq ya no tenía piernas. Era un torso con dos muñones. Sin piernas. Laila sintió que iba a desmayarse. Con un esfuerzo lento y desesperado, arrojó sus pensamientos fuera de la habitación, por la ventana, lejos de aquel hombre, para enviarlos más allá de la calle, más allá de la ciudad, de manera que sus casas y bazares de azoteas planas, su laberinto de callejuelas estrechas, se convirtieron en castillos de arena.
– Estaba drogado la mayor parte del tiempo. Por el dolor, claro. Pero cuando se le pasaban los efectos tenía momentos de lucidez. Sufría, pero pensaba con claridad. Yo le hablaba desde mi cama. Le dije quién era, de dónde era. Creo que él se alegró de tener a un hamwatan a su lado.
»Sobre todo hablaba yo, porque a él le costaba un gran esfuerzo. Tenía la voz ronca y creo que le dolía hasta el simple hecho de mover los labios. Así que le hablé de mis hijas y de nuestra casa en Peshawar, y también de la galería que mi cuñado y yo estamos construyendo en la parte de atrás. Le conté que había vendido las tiendas de Kabul y que volvía aquí para terminar con el papeleo. No era una gran conversación, pero lo distraía. Al menos a mí me gusta pensar que era así.
»En ocasiones también hablaba él. Muchas veces no entendía lo que me decía, pero capté lo esencial. Describió el lugar donde vivía, aquí en Kabul. Me habló de su tío de Gazni. Y de cómo cocinaba su madre, que su padre era carpintero y que él tocaba el acordeón.
»Pero sobre todo me hablaba de ti, hamshira. Decía que tú eras… ¿cómo era…? Decía que tú eras su primer recuerdo. Creo que lo expresó así. Se notaba que te quería mucho. Balay, eso era evidente. Pero dijo también que se alegraba de que no estuvieras allí. Dijo que no habría querido que lo vieras en ese estado.
Laila sentía de nuevo los pies de plomo, anclados al suelo, como si de repente toda la sangre se hubiera acumulado allí. Pero su mente se hallaba muy lejos, volando en libertad, desplazándose como un misil sobre Kabul, dejando atrás las escarpadas colinas pardas y los desiertos pelados con matojos de salvia, y los cañones de piedra roja cortada a pico y las montañas de cumbres nevadas…
– Cuando le anuncié que regresaba a Kabul, me pidió que viniera a verte para decirte que se acordaba de ti, que te echaba de menos. Le prometí que lo haría. Le había tomado aprecio. Se notaba que era un joven muy decente.
Abdul Sharif se secó la frente con el pañuelo.
– Una noche me desperté -prosiguió, con renovado interés por su alianza-. Al menos creo que era de noche, porque en esa clase de sitios es difícil de saber. No había ventanas. Nunca estaba seguro de si era el amanecer o el crepúsculo. La cuestión es que me desperté y noté que había cierto bullicio alrededor de la cama contigua. Tienes que entender que yo también estaba drogado, oscilando siempre entre el sueño y la vigilia, hasta el punto de que la realidad y los sueños se confundían en mi mente. Sólo recuerdo que había médicos apiñados en torno a su lecho, pidiendo una cosa u otra, y que sonaban pitidos y había montones de jeringuillas por el suelo.
»A la mañana siguiente, su cama estaba vacía. Pregunté por él a una enfermera y ella me dijo que había luchado valientemente hasta el final.
Laila era vagamente consciente de que estaba asintiendo con la cabeza. Ya lo sabía. Claro que sí. Sabía por qué había ido a verla aquel hombre, qué noticias traía, desde el mismo instante en que se había sentado frente a él.
– Al principio… Bueno, al principio no creía que fueras real -continuó el hombre-. Suponía que era la morfina la que hablaba por su boca. Tal vez incluso esperaba que no existieras; siempre he temido tener que ser portador de malas noticias. Pero se lo había prometido. Y, como digo, le había tomado aprecio. Así que volví a Kabul hace unos días y pregunté por ti, hablé con algunos vecinos y ellos me indicaron esta casa. También me contaron lo que les había ocurrido a tus padres. Al oírlo, bueno, di media vuelta y me fui. No quería revelártelo. Decidí que sería demasiado para ti. Que sería demasiado para cualquiera.
Abdul Sharif alargó la mano por encima de la mesa y la posó sobre la rodilla de Laila.
– Pero he vuelto. Porque al final llegué a la conclusión de que él habría querido que lo supieras. Lo siento mucho. Ojalá…
Laila ya no lo escuchaba. Recordaba el día en que el hombre de Panyshir había ido a su casa para comunicarles la noticia de la muerte de Ahmad y Nur. Recordaba a babi, pálido como la cera, encorvado en el sofá, y a mammy, que se había llevado la mano a la boca. Laila había visto derrumbarse a su madre aquel día y se había asustado, pero no había sentido un auténtico pesar. No había comprendido la horrible inmensidad de la pérdida. En ese momento otro desconocido le traía la noticia de otra muerte; era ella la que estaba sentada. ¿Aquél era, pues, el castigo por haberse mostrado tan fría ante el sufrimiento de su propia madre?
Laila recordó que mammy se había arrojado al suelo y había empezado a chillar y arrancarse el pelo. Pero ella no consiguió ni siquiera hacer eso. Apenas era capaz de moverse. No podía mover ni un músculo.
Se quedó sentada en la silla, con las manos inertes sobre el regazo y la mirada perdida, y dejó que su mente siguiera volando. Dejó que siguiera volando hasta que encontró el lugar, el refugio seguro donde los campos de cebada eran verdes, las aguas discurrían límpidas y claras, y las semillas de algodón danzaban por millares en el aire; el lugar donde babi leía un libro bajo una acacia y Tariq dormitaba con las manos enlazadas sobre el pecho, y donde ella podía hundir los pies en el arroyo y tener sueños hermosos bajo la atenta mirada de los dioses antiguos de roca blanqueada por el sol.