29
Mariam
– Lo siento mucho -dijo Rashid a la chica, cogiendo el cuenco de mastawa con albóndigas que le tendía su esposa sin mirarla siquiera-. Sé que erais muy… amigos… vosotros dos. Siempre juntos, desde niños. Es terrible. Son demasiados los jóvenes afganos que están muriendo de esa forma.
Hizo un ademán de impaciencia sin dejar de mirar a la chica, y su mujer le pasó una servilleta.
Durante años, Mariam lo había observado cuando comía, viendo cómo se le movían los músculos de las sienes, cómo formaba pequeñas bolas compactas de arroz con una mano, mientras con el dorso de la otra se limpiaba la grasa de la boca o se quitaba granos sueltos. Durante años, Rashid había comido sin levantar la vista, sin hablar, en medio de un silencio condenatorio, como si estuviera celebrándose un juicio, un mutismo que sólo rompía para emitir un gruñido de acusación, un chasquido de censura, una orden monosílaba para pedir más pan, más agua.
En ese momento comía con cuchara. Usaba servilleta. Decía loftan cuando pedía agua. Y hablaba por los codos, muy animado.
– En mi opinión, los americanos se equivocaron de hombre al entregar armas a Hekmatyar, todas las que le entregó la CIA para luchar contra los soviéticos en los ochenta. Los soviéticos se han ido, pero él sigue teniendo las armas, y ahora las ha vuelto contra gente inocente como tus padres. Y a eso lo llama yihad. ¡Menuda farsa! ¿Qué tiene que ver la yihad con matar mujeres y niños? Habría sido mejor que la CIA diera las armas al comandante Massud.
Mariam enarcó las cejas sin poderlo evitar. ¿El comandante Massud? Aún resonaban en su cabeza las peroratas de Rashid despotricando contra ese hombre, acusándolo de traidor y comunista. Pero, claro, Massud era tayiko, igual que Laila.
– Él sí que es razonable. Un afgano con honor. Un hombre interesado de verdad en una solución pacífica.
Rashid se encogió de hombros y suspiró.
– Y no es que a los americanos les importe lo más mínimo, ojo. ¿Qué más les da a ellos que los pastunes, los hazaras, los tayikos y los uzbekos se maten mutuamente? ¿Cuántos americanos pueden siquiera distinguirlos? No hay que esperar ayuda de ellos, eso es lo que yo digo. Ahora que los soviéticos se han hundido, ya no nos necesitan para nada. Hemos servido a su propósito. Para ellos, Afganistán es un kenarab, un agujero de mierda. Disculpa mi lenguaje, pero es la pura verdad. ¿Qué opinas tú, Laila yan?
La muchacha musitó algo ininteligible, mientras desplazaba una albóndiga de un lado a otro del cuenco.
Rashid asintió pensativamente, como si Laila hubiera hecho el comentario más inteligente que había oído en su vida. Mariam desvió la mirada.
– ¿Sabes? Tu padre, que en paz descanse, tu padre y yo solíamos charlar de estas cosas. Fue antes de que tú nacieras, por supuesto. Nos encantaba hablar de política. Y también de libros. ¿No es cierto, Mariam? Tú lo recordarás.
Ella estaba demasiado ocupada bebiendo agua.
– En fin, espero que no te aburra tanta palabrería sobre política.
Más tarde, Mariam estaba en la cocina metiendo los platos en agua con jabón y notaba un nudo en el estómago.
No era tanto por lo que Rashid decía, por sus mentiras descaradas y su falsa simpatía, ni siquiera por el hecho de que no le hubiera levantado la mano desde que había sacado a la chica de debajo de los escombros.
Era por su forma de hacerlo, como si representara un papel. Era su intento, astuto y patético a la vez, de impresionar a la muchacha, de cautivarla.
Y de repente Mariam comprendió que sus sospechas eran ciertas. Comprendió, con un miedo que la asaltó como un terrible y doloroso mazazo, que estaba presenciando nada más y nada menos que un cortejo.
Cuando por fin se armó de valor, Mariam fue a ver a Rashid a su habitación.
– ¿Y por qué no? -preguntó él, encendiendo un cigarrillo.
Entonces comprendió que estaba derrotada de antemano. Había albergado una leve esperanza de que Rashid lo negara todo, que fingiera sorpresa, quizá indignación incluso, por lo que ella daba a entender. Entonces quizá habría tenido cierta ventaja. Tal vez habría podido hacer que se avergonzara. Pero al ver que él lo admitía tranquilamente, con total naturalidad, Mariam se quedó desarmada.
– Siéntate -le ordenó. Estaba tumbado en su cama, con la espalda apoyada en la pared y las largas piernas extendidas sobre el colchón-. Siéntate antes de que te desmayes y te partas la crisma.
Ella se dejó caer en la silla plegable que había junto al lecho.
– Pásame el cenicero, anda.
Mariam se lo pasó obedientemente.
El hombre debía de tener ya sesenta años o más, aunque Mariam no sabía su edad exacta, y de hecho el propio Rashid tampoco. Tenía el pelo blanco, pero tan espeso e hirsuto como siempre. Sus párpados eran flácidos, y también la piel del cuello, que estaba arrugada y curtida. Las mejillas le colgaban un poco más que antes. Por la mañana, caminaba un poco encorvado. Pese a todo ello, conservaba los hombros fornidos, el torso corpulento, las manos fuertes y el vientre abultado que entraba en la habitación antes que cualquier otra parte de su cuerpo.
En conjunto, Mariam pensaba que los años lo habían tratado bastante mejor que a ella.
– Tenemos que legitimar esta situación -declaró Rashid, colocando el cenicero en equilibrio sobre su vientre. Sus labios se fruncieron en un pícaro mohín-. La gente empezará a rumorean No es decente que una mujer joven y soltera viva aquí. Mi reputación se resentiría. Por no mencionar la de ella y la tuya, claro.
– En dieciocho años nunca te he pedido nada -dijo Mariam-. Nada en absoluto. Pero lo hago ahora.
Rashid dio una chupada al cigarrillo y exhaló el humo lentamente.
– No puede quedarse aquí tal cual, si es eso lo que sugieres. No puedo seguir alimentándola y proporcionándole ropa y cama. Yo no soy la Cruz Roja, Mariam.
– Pero ¿lo otro?
– ¿Qué pasa? ¿Qué? ¿Crees que es demasiado joven? Tiene catorce años. Ya no es una niña. Tú tenías quince, ¿recuerdas? Mi madre tenía catorce años cuando me tuvo a mí. Trece cuando se casó.
– Yo… yo no quiero -insistió Mariam, aturdida por el desprecio y la impotencia.
– La decisión no es tuya, sino mía y de la chica.
– Soy demasiado vieja.
– Ella es demasiado joven, tú eres demasiado vieja. Sólo dices tonterías.
– Soy demasiado vieja. Demasiado vieja para que me hagas esto -continuó Mariam, estrujándose el vestido con los puños con tanta fuerza que las manos le temblaban-. Para que después de tantos años me conviertas en una ambag.
– No te pongas melodramática. Es algo corriente y tú lo sabes. Amigos míos tienen dos, tres, cuatro esposas. Tu propio padre tenía tres. Además, lo que hago ahora, la mayoría de los hombres que conozco lo habría hecho hace tiempo, y tú lo sabes de sobra.
– No lo permitiré.
Rashid sonrió tristemente.
– Hay otra salida -dijo, rascándose la planta de un pie con el calloso talón del otro-. Puede marcharse. No se lo impediré. Pero sospecho que no llegaría muy lejos sin comida, sin agua y sin una rupia en el bolsillo, con balas y misiles silbando por todas partes. ¿Cuántos días crees que tardarían en secuestrarla, violarla o arrojarla a una cuneta degollada? ¿O las tres cosas?
Rashid tosió y se arregló la almohada detrás de la espalda.
– Las carreteras son peligrosas, Mariam, sé lo que me digo. Hay bandidos y hombres sanguinarios en cada recodo. No me gustaría estar en su pellejo. Pero pongamos que milagrosamente consigue llegar a Peshawar. ¿Qué haría allí? ¿Tienes idea de cómo son los campos de refugiados?