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Pero era inevitable que se encontraran. Mariam se cruzaba con ella en la escalera, en el estrecho pasillo, en la cocina o en la puerta al entrar en casa desde el patio. Cuando se producían tales encuentros, el aire se cargaba de tensión. La joven se recogía las faldas, se ruborizaba y musitaba unas palabras de disculpa, mientras Mariam pasaba rápidamente por su lado, echándole una mirada de soslayo. A veces percibía el efluvio de su piel, que olía al sudor, al tabaco, al apetito de Rashid. Por suerte, el sexo era un capítulo cerrado en la vida de Mariam. Aún se le revolvía el estómago al recordar aquellas penosas sesiones durante las que yacía inmóvil bajo el cuerpo de Rashid.

Por la noche, sin embargo, esa danza orquestada por ambas partes para evitarse mutuamente no era posible. Rashid decía que los tres formaban una familia. Insistía en ello y en que debían comer juntos, como hacían las familias.

– ¿Qué es esto? -preguntó, arrancando la carne de un hueso con los dedos, pues había renunciado a la farsa de usar cubiertos una semana después de contraer matrimonio con la muchacha-. ¿Me he casado con un par de estatuas? Vamos, Mariam, gap bezan, dile algo. ¿Es que no tienes modales? -Sin dejar de chupar el tuétano del hueso, añadió, dirigiéndose a la joven-: Pero tú no debes molestarte con ella. Es muy callada. Una bendición en realidad, porque, walá, si una persona no tiene gran cosa que decir, más vale que no malgaste saliva. Tú y yo somos gente de ciudad, pero ella es una dehati. Una aldeana. No, ni siquiera eso. Se crió en un kolba hecho de adobe, fuera de la aldea. Su padre la instaló allí. ¿Se lo has contado, Mariam? ¿Le has contado que eres una harami? Bueno, pues lo es. Pero no por ello deja de tener algunas cualidades. Ya lo comprobarás por ti misma, Laila yan. Es robusta, para empezar, buena trabajadora y sin pretensiones. Para que me entiendas mejor: si fuera un coche, sería un Volga.

Mariam tenía ya treinta y tres años, pero aquella palabra, harami, aún le dolía. Al oírla, seguía sintiéndose como una cucaracha o como una apestada. Recordó a Nana agarrándola por las muñecas. «Eres una harami torpe. Ésta es mi recompensa por todo lo que he tenido que soportar. Una harami torpe que rompe reliquias.»

– Tú -dijo Rashid a la muchacha-, tú en cambio serías un Benz. Un Benz nuevo y reluciente de primera categoría. Wá, wá. Pero… -Alzó un grasiento dedo índice-. Un Benz merece ciertos… cuidados. Por respeto a su belleza y su excelente manufactura, ¿entiendes? Oh, debes de pensar que estoy loco, diwana, con toda esta charla sobre automóviles. No digo que seáis coches, sólo era un ejemplo.

Rashid devolvió al plato la bola de arroz que había formado con los dedos antes de seguir hablando. Sus manos quedaron suspendidas sobre la comida, mientras él mantenía la vista baja con expresión pensativa.

– No se debe hablar mal de los muertos, y mucho menos de los shahid. Y ten por seguro que no pretendo faltarles al respeto al decir esto, pero no puedo evitar ciertas… reservas… sobre el modo en que tus padres, que Alá los perdone y los acoja en el paraíso, bueno, sobre la indulgencia con que te trataban. Lo siento.

La fugaz mirada de odio que la muchacha lanzó a Rashid no escapó a la atención de Mariam, pero él seguía con los ojos bajos y no se dio cuenta.

– No importa. Lo que quiero decir es que ahora soy tu marido y no sólo debo proteger tu honor, sino el nuestro, sí, nuestro nang y namus. Eso es responsabilidad del marido. Déjalo en mis manos, por favor. En cuanto a ti, eres la reina, la malika, y esta casa es tu palacio. Cualquier cosa que necesites, se lo dices a Mariam y ella la hará por ti. ¿No es verdad, Mariam? Si te apetece algo, yo te lo traeré. Qué le voy a hacer, yo soy así.

»A cambio, bueno, sólo pido una cosa muy sencilla. Te pido que no salgas de casa si no es en mi compañía. Eso es todo. Fácil, ¿verdad? Si no estoy y necesitas algo con urgencia, y me refiero a que lo necesites de verdad y no puedas esperar a que yo vuelva, entonces puedes enviar a Mariam a buscarlo. Aquí habrás notado una contradicción, sin duda. Bueno, uno no conduce un Volga de la misma manera que un Benz. Sería estúpido, ¿no? Ah, y también te pido que te pongas burka cuando salgas conmigo a la calle. Para protegerte, naturalmente. Es lo mejor. Ahora hay muchos hombres libidinosos por la ciudad, hombres con viles intenciones, dispuestos a deshonrar a una mujer casada incluso. En fin. Eso es todo.

Rashid tosió.

– Debería añadir que Mariam será mis ojos y mis oídos cuando yo no esté. -Lanzó a Mariam una rápida ojeada, tan dura como una patada en la cabeza con una punta de acero-. No es que desconfíe. Muy al contrario. Francamente, me parece que eres muy madura para tu edad, pero de todas formas eres una mujer joven, Laila yan, una dojtar e yawan, y las mujeres jóvenes a veces toman decisiones desafortunadas. En ocasiones tienden a hacer travesuras. En cualquier caso, Mariam responderá por ti. Y si se produjera algún descuido…

Así prosiguió durante un buen rato. Mariam observaba a la muchacha de reojo mientras Rashid dejaba caer sobre ellas sus órdenes y exigencias, igual que caían los misiles sobre Kabul.

***

Un día, Mariam se hallaba en la sala de estar doblando unas camisas de Rashid que había recogido del tendedero del patio. No sabía cuánto tiempo llevaba allí la muchacha, pero al coger una camisa y darse la vuelta, la encontró de pie en el umbral, con una taza de té en las manos.

– No pretendía asustarte -dijo la muchacha-. Lo siento.

Mariam se limitó a mirarla.

A la muchacha le daba el sol en la cara, en los grandes ojos verdes y la lisa frente, en los altos pómulos y las atractivas cejas, que eran gruesas y no se parecían en nada a las de Mariam, finas y anodinas. La muchacha no se había peinado esa mañana y su pelo claro le caía a ambos lados de la cara.

Mariam percibió la rigidez con que la muchacha aferraba la taza, los hombros tensos, su nerviosismo. La imaginó sentada en la cama, armándose de valor.

– Empiezan a caer las hojas -comentó la muchacha en tono amigable-. ¿Te has fijado? El otoño es mi estación favorita. Me gusta el olor de la hojarasca que quema la gente en el jardín. Mi madre prefería la primavera. ¿Conocías a mi madre?

– No.

La joven ahuecó la mano alrededor de la oreja.

– ¿Perdón?

– He dicho que no -repitió Mariam, alzando la voz-. No conocía a tu madre.

– Oh.

– ¿Quieres algo?

– Mariam ya, quisiera… Sobre lo que dijo él la otra noche…

– Sí, tenía intención de hablar contigo sobre eso -la interrumpió Mariam.

– Claro, por favor -dijo la muchacha con seriedad, casi con vehemencia, y avanzó un paso. Parecía aliviada.

Fuera trinaba una oropéndola. Alguien tiraba de una carreta. Mariam oyó el crujido de sus goznes, el traqueteo de sus ruedas de hierro. No muy lejos sonó un disparo, uno solo, seguido de tres más; luego nada.

– No pienso ser tu criada -declaró Mariam-. Ni hablar.

– No -convino la muchacha, dando un respingo-. ¡Por supuesto que no!

– Puede que seas la malika del palacio y yo una dehati, pero no aceptaré órdenes de ti. Puedes quejarte a él y que venga a degollarme, pero no pienso aceptar tus órdenes. ¿Me oyes? No voy a ser tu criada.