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– ¡No! Yo no esperaba…

– Y si crees que puedes usar tu atractivo para librarte de mí, estás muy equivocada. Yo llegué aquí primero. No permitiré que me eches. No voy a terminar en la calle por tu culpa.

– Yo no quiero eso -replicó la muchacha con un hilo de voz.

– Y ahora ya se ve que tus heridas se han curado, así que puedes empezar a encargarte de tu parte del trabajo en la casa…

Ella asintió rápidamente. Se le derramó un poco de té, pero no se dio cuenta.

– Sí, ésa es la otra razón por la que he bajado, para darte las gracias por cuidar de mí…

– Bueno, pues no lo habría hecho -le espetó Mariam-. No te habría alimentado, lavado y atendido de haber sabido que ibas a volverte contra mí y a robarme el marido.

– Robar…

– Seguiré cocinando y lavando los platos. Tú harás la colada y barrerás. Para el resto nos turnaremos cada día. Y una cosa más. No necesito tu compañía. No la quiero. Lo único que deseo es estar sola. Tú me dejas tranquila y yo te devuelvo el favor. Así serán las cosas. Ésas son las reglas.

Cuando terminó de hablar, el corazón le latía con fuerza y notaba la boca seca. Mariam jamás había hablado de esa manera, jamás había expresado su voluntad con tanta fuerza. Debería haberse sentido eufórica, pero los ojos de la joven se habían llenado de lágrimas y tenía una expresión compungida, y la escasa satisfacción que Mariam halló en su arrebato se convirtió en un sentimiento ilícito.

Entregó las camisas a la chica.

– Ponlas en el almari, no en el armario. Le gustan las blancas en el cajón de arriba y el resto en el del medio, con los calcetines.

Ella dejó la taza en el suelo y extendió las manos para recoger las camisas, con las palmas hacia arriba.

– Siento todo esto -dijo con voz ronca.

– Haces bien en sentirlo -replicó Mariam.

32

Laila

Laila recordaba una reunión en su casa, en uno de los días buenos de su madre, hacía unos cuantos años. Las mujeres estaban sentadas en el jardín comiendo moras frescas que Wayma había cogido del moral del patio de su casa. Las bayas eran blancas y rosadas, y algunas del mismo tono violáceo de las diminutas venas de la nariz de Wayma.

– ¿Sabéis cómo murió su hijo? -dijo ésta, metiéndose enérgicamente otro puñado de moras en la boca desdentada.

– Se ahogó, ¿no? -intervino Nila, la madre de Giti-. En el lago Garga, ¿no?

– Pero ¿sabíais, sabíais que Rashid…? -Wayma alzó un dedo y asintió y masticó con grandes aspavientos, haciéndose de rogar mientras tragaba-. ¿Sabíais que por entonces Rashid bebía sharab y que ese día estaba completamente borracho? Es cierto. Borracho perdido, me dijeron. Y era media mañana. A mediodía, se había quedado inconsciente en una tumbona. Podrían haber disparado un cañón junto a su oreja y ni siquiera habría pestañeado.

Laila recordaba que Wayma se había llevado la mano a la boca para eructar, y que luego se había hurgado en los pocos dientes que le quedaban con la lengua.

– Ya podéis imaginar el resto. El chico se metió en el agua sin que nadie se diera cuenta. Lo encontraron un poco más tarde, flotando boca abajo. La gente corrió en su ayuda, unos para tratar de reanimar al padre y otros al chico. Alguien se inclinó sobre él y le hizo el boca a boca. Fue inútil. Todos lo vieron. El chico estaba muerto.

Laila recordaba que Wayma había levantado un dedo y que su voz temblaba, compasiva.

– Por eso el Sagrado Corán prohíbe el sharab. Porque siempre hace pagar a justos por pecadores. Así es.

Esta historia era lo que a Laila le rondaba por la cabeza después de dar la noticia sobre su embarazo a Rashid, que inmediatamente se había montado en su bicicleta y se había ido a una mezquita a rezar para que fuera un varón.

Esa noche, Mariam se pasó toda la cena empujando un trozo de carne por el plato. Laila se encontraba presente cuando Rashid le había comunicado la noticia con voz aguda y teatral, en un acto de crueldad inusitada. Mariam pestañeó y se ruborizó al oírlo. Luego se quedó inmóvil, con expresión adusta y desolada.

Más tarde, cuando Rashid se fue arriba a escuchar la radio, Laila ayudó a Mariam a recoger el sofrá.

– No puedo imaginarme qué serás ahora -dijo Mariam, mientras recogía los granos de arroz y las migas de pan-, si antes eras un Benz.

– ¿Un tren? -apuntó Laila, intentando una táctica más desenfadada-. O quizá un gran avión jumbo.

– Espero que no creas que eso va a excusarte de tus quehaceres -añadió Mariam, irguiéndose.

Laila abrió la boca, pero se lo pensó mejor, recordándose a sí misma que Mariam era la única parte inocente en todo aquello. Mariam y el bebé.

Más tarde, en la cama, Laila estalló en sollozos.

Rashid quiso saber qué le pasaba, levantándole el mentón con una mano. ¿Se encontraba mal? ¿Era el bebé, le pasaba algo al niño? ¿No? ¿La había tratado mal Mariam?

– Es eso, ¿verdad?

– No.

– Walá o billa, bajaré y le daré una buena lección. ¿Quién se habrá creído que es esa harami para tratarte…?

– ¡No!

Pero Rashid ya se estaba levantando, de manera que Laila tuvo que agarrarlo del brazo y tirar de él.

– ¡No lo hagas! ¡No! Se ha portado bien conmigo. Necesito un momento, eso es todo. Me encuentro bien.

Rashid se sentó a su lado y le acarició el cuello, musitando. Lentamente su mano bajó por la espalda y luego volvió a subir. Rashid se inclinó y mostró sus torcidos dientes.

– Pues entonces -dijo en un arrullo-, a ver si puedo hacer que te sientas mejor.

Primero, los árboles -los que no habían talado para hacer leña- perdieron las hojas moteadas de amarillo y cobre. Luego llegaron los intensos y fríos vientos que se desataron sobre la ciudad, arrancaron las últimas hojas y dejaron los árboles con un aspecto fantasmagórico, recortándose sobre el apagado fondo pardo de las colinas. La primera nevada de la estación fue ligera, los copos se derretían al tocar el suelo. Luego se helaron las carreteras y la nieve se amontonó en los tejados y tapó las ventanas cubiertas de escarcha. Con la nieve llegaron las cometas, que en otro tiempo dominaban los cielos invernales de Kabul, y eran ahora tímidas intrusas en un territorio gobernado por misiles y aviones de combate.

Rashid llegaba siempre a casa con noticias de la guerra, y Laila escuchaba perpleja mientras él intentaba explicarle las diferentes alianzas. Sayyaf luchaba contra los hazaras, decía, y éstos combatían contra Massud.

– Y también lucha contra Hekmatyar, por supuesto, que cuenta con el apoyo de los pakistaníes. Massud y Hekmatyar son enemigos mortales. Sayyaf apoya a Massud. Y Hekmatyar apoya a los hazaras, al menos de momento.

En cuanto a Dostum, el impredecible comandante uzbeko, Rashid decía que nadie sabía a quién apoyaba. Dostum había luchado contra los soviéticos en los ochenta, del lado de los muyahidines, pero luego los había abandonado para unirse al régimen comunista de Nayibulá, después de la retirada soviética. Había ganado incluso una medalla, que le había impuesto Nayibulá en persona, antes de cambiar de bando para unirse nuevamente a los muyahidines. En esos momentos, explicó Rashid, Dostum apoyaba a Massud.

En Kabul, sobre todo en la zona occidental, ardían varios incendios y las negras columnas de humo se alzaban como setas sobre los edificios cubiertos de nieve. Las embajadas cerraban. Las escuelas se desplomaban. En las salas de espera de los hospitales, contaba Rashid, los heridos morían desangrados. En los quirófanos, se practicaban amputaciones sin anestesia.