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– Pero no te preocupes -añadía-. Conmigo estás a salvo, flor mía, mi gul. Si alguien intenta hacerte daño, le arrancaré el hígado y se lo haré tragar.

Durante ese invierno, allá donde Laila mirara, sólo veía paredes. Recordaba con añoranza los espacios abiertos de su infancia, la época en que asistía a los torneos de buzkashi con babi e iba de compras a Mandaii con mammy, cuando corría libremente por la calle y hablaba de chicos con Giti y Hasina. Recordaba la época en la que se sentaba con Tariq sobre los tréboles a orillas de algún arroyo, mientras los dos intercambiaban acertijos y caramelos contemplando la puesta de sol.

Pero recordar a Tariq era peligroso porque, sin poder remediarlo, enseguida lo veía tumbado en una cama, lejos de casa, con tubos atravesándole el cuerpo quemado. Una profunda congoja le oprimía entonces el pecho, dejándola paralizada, al tiempo que la bilis le quemaba la garganta. Las piernas le fallaban y tenía que buscar un asidero para no caer.

Laila pasó el invierno de 1992 barriendo la casa, frotando las paredes de color calabaza del dormitorio que compartía con Rashid, y lavando la ropa en el patio en un gran lagaan de cobre. A veces se veía a sí misma como suspendida sobre su propio cuerpo, se veía arrodillada sobre el borde del lagaan, arremangada hasta los codos, con las manos irritadas y escurriendo una de las camisetas de Rashid. Se sentía perdida entonces, como si fuera la única superviviente de un naufragio y se hallara en el agua sin tierra a la vista, sola ante la inmensidad del mar.

Cuando hacía demasiado frío para salir al patio, Laila deambulaba por la casa. Despeinada y sin haberse aseado siquiera, caminaba por el pasillo rascando la pared con una uña, regresaba sobre sus pasos, bajaba las escaleras y las subía de nuevo. Caminaba hasta que se encontraba con Mariam, quien le lanzaba una fría mirada y seguía cortando el tallo a un pimiento o quitando la grasa a la carne. En la habitación se hacía un silencio doloroso y Laila casi veía la hostilidad muda que emanaba de Mariam como el calor que se elevaba del asfalto en verano. Se retiraba entonces a su habitación, se sentaba en la cama y se limitaba a contemplar cómo caía la nieve.

Rashid la llevó un día a su zapatería.

En la calle, él caminaba a su lado, sujetándola por el codo. Para Laila, salir a la calle se había convertido en un mero ejercicio destinado a evitar daños. Sus ojos aún no se habían adaptado a la limitada visión que le permitía el burka, y sus pies seguían tropezando con el dobladillo. Caminaba con el miedo constante de dar un traspié y caer, de romperse un tobillo al meter el pie en un hueco. Aun así, el anonimato del burka le proporcionaba cierto consuelo. De esta manera, nadie la reconocería aunque se tropezara con algún viejo conocido. No tendría que ver la sorpresa reflejada en sus ojos, ni la compasión, ni la alegría por lo bajo que había caído, por cómo habían sido aplastadas sus grandes aspiraciones.

La tienda de Rashid era más grande y estaba mejor iluminada de lo que Laila había imaginado. Rashid hizo que se sentara detrás de su atestada mesa de trabajo, cubierta de suelas viejas y pedazos de cuero sobrantes. Le mostró sus herramientas y le enseñó cómo funcionaba la pulidora, con voz sonora y orgullosa.

Luego le palpó el vientre, pero no a través de la camisa, sino por debajo, y las yemas de sus dedos tenían un tacto frío y áspero. Laila recordó las manos de Tariq, tan suaves y fuertes, con el dorso cruzado por abultadas y sinuosas venas, que a ella siempre le habían parecido muy atractivas y masculinas.

– Está creciendo muy deprisa -comentó Rashid-. Va a ser un niño muy grande. ¡Mi hijo será un pahlawan! Como su padre.

Laila se bajó la camisa. Se asustaba mucho cuando oía a Rashid hablando de esa manera.

– ¿Qué tal van las cosas con Mariam?

Ella respondió que bien.

– Excelente.

Laila decidió no contarle que habían tenido su primera pelea de verdad.

Había ocurrido unos cuantos días atrás. Laila había entrado en la cocina y había encontrado a Mariam abriendo cajones de un tirón y cerrándolos otra vez de mala manera. Dijo que buscaba el cucharón de madera que usaba para remover el arroz.

– ¿Dónde lo has metido? -preguntó, dando media vuelta para encararse con Laila.

– ¿Yo? -respondió Laila-. No lo he cogido. Si apenas entro en la cocina.

– No, si de eso ya me había dado cuenta.

– ¿Y me lo echas en cara? Es lo que tú quisiste, ¿recuerdas? Dijiste que tú te ocuparías de guisar. Pero si quieres que cambiemos…

– O sea, que según tú le han salido patas y se ha ido él solo. ¿Es eso lo que ha ocurrido, dege?

– Lo que digo… -empezó Laila, tratando de conservar la calma. Por lo general conseguía contenerse cuando era objeto del escarnio y las acusaciones de Mariam. Pero los tobillos se le habían hinchado, le dolía la cabeza y ese día el ardor de estómago era especialmente intenso-. Lo que digo es que a lo mejor tú misma lo cambiaste de sitio.

– ¿Que yo lo he cambiado de sitio? -Mariam abrió un cajón. Espátulas y cuchillos tintinearon al entrechocar-. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Unos meses? Yo vivo en esta casa desde hace diecinueve años, dojtar yo. He guardado ese cucharón en este cajón desde que tú ibas en pañales.

– Aun así -insistió Laila con los dientes apretados, a punto de estallar-, es posible que lo pusieras en otra parte y ya no te acuerdes.

– Y es posible que tú lo pusieras en otra parte para irritarme.

– Eres una mujer amargada y mezquina -espetó Laila.

Mariam dio un respingo, pero se recobró y frunció los labios.

– Y tú eres una puta. Una puta y una dozd. ¡Una puta ladrona, ni más ni menos!

Después habían llegado los gritos. Habían blandido cacharros, pero sin lanzarlos, y se habían proferido unos insultos tales que Laila se ruborizaba al recordarlos. Desde entonces no se habían vuelto a dirigir la palabra. Laila seguía sorprendida por la facilidad con que había perdido los estribos, pero lo cierto era que en cierto modo le había gustado lo que había sentido al gritar a Mariam, al insultarla y maldecirla, al tener un objetivo sobre el que descargar toda la ira y el dolor que hervían en su interior.

Con súbita perspicacia, Laila se preguntó si Mariam no experimentaría algo parecido.

Después ella había subido corriendo las escaleras y se había arrojado sobre la cama de Rashid. Abajo, Mariam seguía gritando: «¡Sucia desvergonzada! ¡Sucia desvergonzada!» Laila gemía con la cara contra la almohada, y de pronto la asaltó el dolor por la pérdida de sus padres con una intensidad abrumadora que no había sentido desde los terribles días que sucedieron al ataque. Se quedó tumbada, estrujando las sábanas entre los puños, hasta que de pronto se le cortó la respiración. Se sentó y rápidamente se llevó las manos al vientre.

El bebé acababa de dar la primera patada.

33

Mariam

Un día de la primavera de 1993, por la mañana temprano, Mariam se hallaba junto a la ventana de la sala de estar contemplando a Rashid, que salía de casa acompañado de la muchacha. Ella se tambaleaba, doblada por la cintura, con un brazo en torno al abultado vientre, cuya forma se intuía bajo el burka. Nervioso y sumamente protector, Rashid la sujetaba por el codo, guiándola por el patio como un guardia de tráfico. Hizo un gesto a la chica indicándole que esperara y se apresuró hacia el portón, luego le señaló que avanzara, mientras abría el portón despacio, empujándolo con un pie. Cuando la joven llegó a su altura, él la cogió de la mano y la ayudó a traspasar el umbral. A Mariam casi le pareció oírle decir: «Ten cuidado ahora, flor mía, mi gul.»