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El hombre llevaba unos calzoncillos blancos y una camiseta a juego que el sudor amarilleaba en las axilas. Calzaba chancletas. En la mano sujetaba un cinturón, el de cuero marrón que había comprado para su nikka con la muchacha, con la parte perforada enrollada alrededor del puño.

– Es culpa tuya. Lo sé -gruñó, avanzando hacia Mariam.

Ella se levantó de la cama y empezó a retroceder. Instintivamente cruzó los brazos sobre el pecho, donde solía pegarle primero.

– ¿De qué hablas? -balbuceó la mujer.

– De su rechazo. Tú se lo has enseñado.

A lo largo de los años, Mariam había aprendido a insensibilizarse cuando su marido la despreciaba, le hacía reproches, la ridiculizaba y la reprendía. Sin embargo, no había conseguido dominar el miedo que le inspiraba. Después de tanto tiempo, seguía echándose a temblar cuando Rashid iba por ella con aquella expresión de sorna, apretando el cinturón en torno al puño, haciendo crujir el cuero, y con los ojos brillantes e inyectados en sangre. Era el miedo de la cabra a la que meten en la jaula de un tigre, cuando el tigre alza la cabeza y empieza a gruñir.

La muchacha entró en la habitación con los ojos como platos y el rostro crispado.

– Debería haber imaginado que tú la corromperías -espetó Rashid a Mariam, y probó el cinturón en su propio muslo. La hebilla tintineó con fuerza.

– ¡Basta, bas! -exclamó la joven-. Rashid, no puedes hacer esto.

– Tú vuelve a la habitación.

La mujer siguió retrocediendo.

– ¡No! ¡No lo hagas!

– ¡Obedece!

El hombre volvió a levantar el cinturón, esta vez con intención de golpear a Mariam.

Entonces ocurrió algo asombroso: la muchacha se abalanzó sobre él. Lo agarró por el brazo con ambas manos y trató de obligarle a bajar la mano, pero simplemente se quedó colgando. Lo que sí consiguió fue evitar que avanzara hacia Mariam.

– ¡Suéltame! -gritó Rashid.

– Tú ganas. Tú ganas. No lo hagas. ¡Por favor, no le pegues! Te lo ruego, no lo hagas.

Siguieron forcejeando así, con la chica colgada del brazo de Rashid, suplicando, y éste tratando de zafarse de ella sin apartar los ojos de Mariam, que estaba demasiado asombrada para moverse.

Al final, la mujer comprendió que esa noche no recibiría ninguna paliza. Rashid había conseguido lo que se proponía. Permaneció inmóvil durante unos instantes más, jadeando, con el brazo levantado y una fina película de sudor en la frente. Luego bajó el brazo lentamente. Aunque los pies de la muchacha tocaron el suelo, aun así no se soltó, como si no se fiara de él. Rashid tuvo que desasirse de un tirón.

– Te lo advierto -masculló, echándose el cinturón por encima del hombro-. Os lo advierto a las dos. No consentiré que me convirtáis en un ahmaq, un idiota, en mi propia casa.

Lanzó una última mirada asesina a Mariam y empujó a la joven para que saliera delante de él.

Cuando oyó que se cerraba la puerta de la habitación de Rashid, la mujer volvió a acostarse, se cubrió la cabeza con la almohada y esperó a que cesaran los temblores.

Tres veces se despertó Mariam esa noche. La primera fue por el estruendo de los misiles que llegaba desde el oeste, desde Karté Char. La segunda vez fue por el llanto del bebé en el piso de abajo, mientras la muchacha lo arrullaba para que callara al tiempo que agitaba la cucharilla en el biberón. Finalmente, fue la sed lo que la impulsó a levantarse.

La sala de estar se encontraba a oscuras, salvo por la franja de luz de luna que entraba por la ventana. Mariam oyó el zumbido de una mosca y distinguió la estufa de hierro forjado en un rincón, con el tubo que ascendía y luego formaba un ángulo agudo justo al llegar al techo.

De camino a la cocina, estuvo a punto de tropezar con algo. Había una forma a sus pies. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, descubrió que eran la madre y la hija tumbadas en el suelo sobre una colcha.

La muchacha dormía de lado y roncaba. El bebé estaba despierto. Mariam encendió la lámpara de queroseno que había sobre la mesa y se agachó. A la luz de la lámpara, vio de cerca a la niña por primera vez: su mata de cabellos oscuros, los ojos de color avellana con abundantes pestañas, las mejillas sonrosadas y los labios del color de una granada madura.

Mariam tuvo la impresión de que el bebé también la examinaba a ella. La niña estaba tumbada de espaldas con la cabeza ladeada, y la miraba fijamente con una mezcla de regocijo, confusión y suspicacia. La mujer se preguntó si su cara la asustaría, pero entonces el bebé soltó unos alegres gorjeos y ella supo que el juicio le había sido favorable.

– Shh -susurró-. Despertarás a tu madre, aunque esté muerta de cansancio.

El bebé cerró la manita. Levantó el puño y lo dejó caer, dirigiéndolo torpemente hasta la boca. Sin dejar de morderse el puño, la niña sonrió, dejando escapar pequeñas burbujas de saliva relucientes.

– Fíjate. Da lástima verte, vestida como un niño. Y tan tapada, con el calor que hace. No me extraña que aún estés despierta.

Mariam apartó la manta y se horrorizó al ver que había otra debajo. Chasqueó la lengua y apartó también la segunda manta. El bebé rió con alivio y agitó las manos como un pájaro que aleteara.

– ¿Mejor, nay?

Cuando se dispuso a incorporarse, la pequeña le agarró el meñique. Los diminutos dedos se cerraron con fuerza en torno al de Mariam. Eran suaves y cálidos, y estaban húmedos de babas.

– Gugú -dijo el bebé.

– De acuerdo, bas, suéltame.

La niña siguió aferrada al meñique y pataleó.

Mariam se desasió. La pequeña sonrió y soltó unos cuantos gorgoritos. Luego volvió a llevarse los nudillos a la boca.

– ¿Por qué estás tan contenta, eh? ¿Por qué sonríes? No eres tan lista como dice tu madre. Tu padre es un bruto y tu madre una tonta. No sonreirías tanto si lo supieras. No, ya lo creo que no. Ahora duérmete. Vamos.

Mariam se levantó y avanzó unos cuantos pasos antes de que el bebé empezara a hacer los sonidos típicos que indicaban el inicio de una buena llantina. Volvió entonces sobre sus pasos.

– ¿Qué pasa? ¿Qué quieres de mí?

El bebé esbozó una sonrisa desdentada.

Mariam suspiró. Se sentó, dejó que la pequeña le agarrara el dedo, y la contempló mientras chillaba y doblaba las piernas regordetas para patalear. La mujer se quedó sentada, observándola, hasta que la niña dejó de moverse y empezó a respirar pesadamente.

Fuera, los sinsontes cantaban alegremente y, por momentos, cuando levantaban el vuelo, Mariam veía en sus alas el reflejo azul fosforescente de la luna que brillaba entre las nubes. Y aunque tenía la boca reseca y notaba calambres en los pies, tardó un buen rato en soltarse delicadamente para levantarse.

34

Laila

De todos los placeres terrenales, el preferido de Laila era tumbarse junto a Aziza, con el rostro tan cerca del de su hija que veía cómo se dilataban y se contraían sus pupilas. Le encantaba acariciar con un dedo la tersa y delicada piel de la niña, sus nudillos, los pliegues de sus codos. A veces tumbaba a la pequeña sobre su pecho y le hablaba a la suave coronilla, susurrando cosas sobre Tariq, el padre que nunca conocería y cuyo rostro no podría ver. Laila le hablaba de su habilidad para resolver acertijos, de sus mañas y travesuras, de su risa fácil.

«Tenía unas pestañas preciosas, espesas como las tuyas. Un buen mentón, la nariz perfecta y la frente redondeada. ¡Qué guapo era tu padre, Aziza! Era perfecto. Tanto como tú.»

Pero ponía mucho cuidado en no mencionar nunca su nombre.

A veces sorprendía a Rashid observando a Aziza de un modo muy peculiar. Una noche, sentado en el suelo del dormitorio mientras se recortaba un callo del pie, preguntó con tono despreocupado: