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– Los chinos dicen que es mejor quedarse tres días sin comer que pasar un solo día sin té.

Mariam esbozó una media sonrisa.

– Es un buen dicho.

– Sí.

– Pero no puedo entretenerme mucho.

– Sólo una taza.

Se sentaron en el patio en las sillas plegables y comieron halwa con los dedos del mismo cuenco. Tomaron una segunda taza de té y cuando Laila preguntó a Mariam si quería una tercera, ésta aceptó. Mientras oían los disparos que resonaban en las colinas, observaron las nubes que surcaban el cielo, ocultando la luna, y las últimas luciérnagas de la temporada trazando brillantes arcos amarillos en la oscuridad. Y cuando Aziza se despertó llorando y Rashid llamó a gritos a Laila para que subiera y la hiciera callar, las dos mujeres se miraron. Fue una mirada franca, cómplice. Y con aquel fugaz intercambio sin palabras, Laila comprendió que habían dejado de ser enemigas para siempre.

35

Mariam

A partir de aquella noche, Mariam y Laila se ocuparon juntas de las tareas domésticas. Se sentaban en la cocina y amasaban el pan, cortaban las cebollas, picaban el ajo y daban trocitos de pepino a Aziza, que daba golpes con las cucharas cerca de ellas o jugaba con zanahorias. En el patio, colocaban a la niña en un moisés de mimbre, vestida con varias capas de ropa y bien abrigada con una bufanda. Las dos mujeres la vigilaban mientras hacían la colada, y sus nudillos se rozaban al frotar camisas, pantalones y pañales.

Poco a poco, Mariam se acostumbró a aquella compañía, tímida pero agradable. Aguardaba con impaciencia las tres tazas de chai que se tomaba con Laila en el patio y que se habían convertido en un ritual nocturno. Por la mañana, esperaba con ansia oír el sonido de las zapatillas rotas de Laila en las escaleras, cuando ésta bajaba a desayunar, y la risa aguda y cristalina de Aziza, y la visión de sus ocho dientecitos y el olor lechoso de su piel. Si Laila y Aziza dormían hasta tarde, Mariam se inquietaba. Lavaba platos que no necesitaban limpieza alguna. Arreglaba cojines en la sala de estar que ya había ahuecado antes. Quitaba el polvo a alféizares limpios. Se mantenía ocupada hasta que la joven entraba en la cocina con la niña apoyada en la cadera.

Cuando Aziza veía a Mariam por la mañana, sus ojos parecían abrirse de golpe, y empezaba a gemir y a retorcerse en los brazos de su madre. Alargaba los brazos hacia la mujer, pidiendo que la cogiera, abriendo y cerrando las manitas con apremio, y con una expresión de adoración y de temblorosa ansiedad pintada en el rostro.

– Qué impaciencia -decía Laila, soltándola para que fuera a gatas hasta Mariam-. ¡Qué impaciencia! Tranquila. Jala Mariam no se va a ninguna parte. Ahí tienes a tu tía. ¿La ves? Vamos, ve con ella.

En cuanto la niña se encontraba en brazos de la mujer, se metía el pulgar en la boca y enterraba el rostro en su cuello.

Mariam la mecía con el cuerpo rígido y una sonrisa entre perpleja y agradecida en los labios. Jamás la habían querido de ese modo. Jamás le habían entregado un amor tan incondicional, sin malicia alguna. Sosteniendo a Aziza, Mariam sentía deseos de llorar.

– ¿Por qué se ha fijado tu corazoncito en una vieja fea como yo? -musitaba Mariam en los cabellos de Aziza-. ¿Eh? Yo no soy nada, ¿no te das cuenta? Sólo una dehati. ¿Qué puedo ofrecerte yo?

Pero la pequeña se limitaba a soltar unos gemidos satisfechos y a acercar aún más su cara. Y cuando lo hacía, Mariam se sentía desfallecer. Se le llenaban los ojos de lágrimas. Se le alegraba el corazón. Y se maravillaba de que, después de tantos años de soledad, hubiera hallado en aquella criatura el primer lazo auténtico y sincero en toda una vida de vínculos falsos y fracasados.

A principios del año siguiente, en enero de 1994, Dostum acabó cambiando de bando. Se unió a Gulbuddin Hekmatyar y tomó posiciones cerca de Bala Hissar, los antiguos muros de la ciudadela que se alzaba sobre la capital desde las montañas de Kó-e-Shirda-waza. Juntos dispararon contra las fuerzas de Massud y Rabbani, que ocupaban el Ministerio de Defensa y el Palacio Presidencial. Sus respectivas artillerías intercambiaban disparos desde uno y otro lado del río Kabul. Las calles se llenaron de cadáveres, cristales y trozos de metal aplastados. Había saqueos, asesinatos y cada vez más violaciones, que se utilizaban para intimidar a los civiles y recompensar a los milicianos. Mariam oyó hablar de mujeres que se suicidaban por miedo a ser violadas, y de hombres que mataban a sus esposas o hijas, si las habían violado, apelando a su honor.

Aziza chillaba al oír el estruendo de los morteros. Para distraerla, Mariam echaba granos de arroz en el suelo y dibujaba con ellos la forma de una casa, un gallo o una estrella, y luego dejaba que la niña los esparciera. También dibujaba elefantes tal como le había enseñado Yalil, de un solo trazo, sin levantar la pluma del papel.

Rashid decía que mataban a docenas de civiles todos los días. Se bombardeaban hospitales y depósitos de suministros médicos. Se impedía la entrada a vehículos que llevaban alimentos a la ciudad, afirmaba, o los saqueaban, o les disparaban. Mariam se preguntaba si también en Herat estarían viviendo la misma situación, y de ser así, qué tal le iría al ulema Faizulá, si aún seguía vivo, y a Bibi yo, con todos sus hijos, nueras y nietos. Y, por supuesto, se preguntaba por Yalil. ¿Se ocultaba también, igual que ella? ¿O acaso habría huido del país con sus esposas e hijos? Mariam esperaba que estuviera a salvo en alguna parte, que hubiera logrado escapar de la masacre.

Durante una semana, los combates obligaron incluso a Rashid a permanecer en casa. Atrancó el portón, puso bombas trampa en el patio, cerró la puerta principal y formó una barricada desde el interior con el sofá. Luego se dedicó a pasear por la casa fumando, a mirar por la ventana y a limpiar su pistola, que cargaba una y otra vez. En dos ocasiones disparó a la calle con la excusa de que había visto a alguien tratando de trepar por el muro.

– Los muyahidines están obligando a combatir a los niños -dijo-. A plena luz del día, los encañonan y se los llevan de la calle. Y cuando los soldados de una milicia rival capturan a esos niños, los torturan. He oído que los electrocutan, eso se dice, y que les revientan los testículos con tenazas. Los obligan a conducirlos a su casa. Y entonces entran, matan a los padres y violan a las madres y a las hermanas.

Rashid agitó la pistola por encima de la cabeza.

– Que prueben a entrar en mi casa. ¡Seré yo quien les aplaste las pelotas! ¡Les volaré la cabeza! ¿Os dais cuenta de lo afortunadas que sois por tener a un hombre que no teme ni al propio Shaitán?

Miró al suelo y vio a Aziza a sus pies.

– ¡Fuera! -le gritó, blandiendo el arma para ahuyentarla-. ¡Deja de seguirme! Y deja de mover las manos. No voy a cogerte. ¡Vete! Vete antes de que te pise.

La niña dio un respingo y volvió gateando hacia Mariam con aire desolado y confuso. Acomodada en el regazo de la mujer, se chupó el pulgar con tristeza y observó a Rashid, enfurruñada y pensativa. De vez en cuando alzaba la vista hacia su protectora, buscando su consuelo, le pareció a ella. Pero, en lo tocante a padres, ella no podía ofrecerle consuelo alguno.

Mariam sintió un gran alivio cuando los combates empezaron a remitir, sobre todo porque ya no tenían que soportar a Rashid todo el día con su mal humor, que llenaba toda la casa. Además, le había dado un susto de muerte al blandir la pistola cargada cerca de Aziza.

Un día de aquel invierno, Laila pidió a Mariam que le dejara trenzarle los cabellos.

Ella se sentó y permaneció inmóvil observando los ágiles dedos de la muchacha en el espejo y su expresión concentrada. La pequeña dormía hecha un ovillo en el suelo. Bajo el brazo sujetaba una muñeca que Mariam le había hecho: la había rellenado con judías, le había cosido un vestido con tela teñida con té y le había puesto un collar hecho de pequeños carretes de hilo vacíos ensartados en una cuerda.