Выбрать главу

Cuando Aziza soltó unos gases mientras dormía, Laila se echó a reír y Mariam se unió a sus risas. Rieron así, mirándose en el espejo, con los ojos llorosos, y fue un momento tan natural, tan espontáneo, que de repente la mujer empezó a hablarle de Yalil, de Nana y del yinn. La joven se quedó con las manos quietas sobre los hombros de su compañera y los ojos fijos en la imagen del espejo. Las palabras fluyeron como la sangre de una herida abierta. Mariam le habló de Bibi yo, del ulema Faizulá, del humillante trayecto hasta la casa de Yalil, del suicidio de Nana. Le habló de las esposas de su padre y del precipitado nikka con Rashid; el viaje a Kabul, los embarazos, los interminables ciclos de esperanza y decepción, y cómo Rashid la había emprendido contra ella.

Después, Laila se sentó a los pies de la mujer mayor. Con aire distraído quitó una pelusa enredada en los cabellos de su hija. Se produjo entonces un silencio.

– Yo también tengo que contarte una cosa -empezó Laila.

Esa noche Mariam no durmió. Estuvo sentada en la cama, observando la nieve que caía silenciosamente.

Las estaciones se habían sucedido unas tras otras, en Kabul habían ascendido diversos presidentes al poder y habían sido asesinados, un imperio había sido derrotado, habían terminado viejas guerras y se habían desatado otras nuevas. Pero Mariam apenas lo había notado, apenas le había importado. Había pasado aquellos años escondida en un recoveco de su propia mente, en un campo seco y estéril, ajena a deseos y lamentos, a sueños y desilusiones. Allí el futuro carecía de importancia y el pasado sólo contenía una lección: que el amor era un error dañino, y su cómplice, la esperanza, una ilusión traicionera. Y siempre que esas dos venenosas flores gemelas empezaban a brotar en la cuarteada tierra de su campo, Mariam las arrancaba de raíz. Las arrancaba y las aniquilaba antes de que pudieran crecer.

Pero sin saber cómo, en los últimos meses, Laila y Aziza -que había resultado ser también una harami- se habían convertido en prolongaciones de su propio ser, y sin ellas, la vida que había soportado durante tanto tiempo, de repente le parecía insufrible.

«Aziza y yo nos iremos en primavera. Ven con nosotras, Mariam.»

Los años no habían sido clementes. Pero tal vez le aguardaban otros mejores, pensó, una nueva existencia en la que hallaría las satisfacciones que, según Nana, estaban vedadas a una harami como ella. Dos nuevas flores habían brotado inesperadamente en su vida, y mientras Mariam contemplaba la nieve caer, imaginaba al ulema Faizulá haciendo girar las cuentas de su tasbé, inclinándose y susurrándole con voz trémula: «Pero es Dios quien las ha plantado, Mariam yo. Y es Su voluntad que las cuides. Es Su voluntad, hija mía.»

36

Laila

El día despuntaba en el horizonte, desterrando la oscuridad del cielo, aquella mañana de primavera de 1994, y Laila estaba cada vez más convencida de que Rashid lo sabía, que en cualquier momento la sacaría a rastras de la cama y le preguntaría si realmente creía que era un jar, un asno, incapaz de descubrirlo. Pero se oyó la llamada al azan, el sol matinal iluminó los tejados, cantaron los gallos, y no sucedió nada fuera de lo corriente.

Laila oía a su marido en el cuarto de baño, los golpes que daba con la cuchilla en el borde del lavabo. Luego lo oyó moviéndose por el piso de abajo, poniendo a hervir el agua para el té. Oyó el tintineo de sus llaves y luego sus pasos al cruzar el patio llevando la bicicleta de la mano.

La joven atisbo por una abertura en las cortinas de la sala de estar. Vio a Rashid alejarse pedaleando en la pequeña bicicleta con toda su corpulencia, y la luz del sol reflejándose en el manillar.

– ¿Laila?

Mariam estaba en el umbral. Se notaba que tampoco ella había dormido y ella se preguntó si habría pasado la noche entre ataques de euforia y de angustia.

– Nos iremos dentro de media hora -anunció Laila.

Viajaban en el asiento posterior del taxi sin decir nada. Aziza iba sentada en el regazo de Mariam, aferrada a su muñeca y mirando con grandes ojos asombrados la ciudad que pasaba velozmente ante ella.

– Ona! -exclamó, señalando a un grupo de niñas que saltaban a la comba-. ¡Mayam! Ona.

Allá donde mirara, Laila veía a Rashid. Lo veía saliendo de barberías con ventanas del color del polvillo del carbón, de los puestos diminutos en los que vendían perdices, de los destartalados almacenes donde se amontonaban neumáticos viejos desde el suelo hasta el techo. Se hundió en el asiento.

Junto a ella, Mariam mascullaba una plegaria. La joven tenía ganas de verle la cara, pero la mujer mayor llevaba el burka, igual que ella, y sólo veía el brillo de sus ojos a través de la rejilla.

Era la primera vez en semanas que Laila salía de casa, aparte del corto trayecto de la víspera hasta la tienda de empeños, donde había dejado la alianza de boda sobre el mostrador de cristal y de donde había salido emocionada por el carácter definitivo de su acción, consciente de que ya no había vuelta atrás.

Desde el taxi, Laila observaba las consecuencias de los combates más recientes, cuyo estruendo había oído desde la casa: viviendas convertidas en ruinas de piedra y ladrillo; edificios acribillados de boquetes por los que asomaban vigas caídas; coches quemados, destrozados, volcados, a veces apilados unos encima de otros; paredes plagadas de orificios de todos los calibres; cristales rotos por doquier. Vio una comitiva fúnebre camino de una mezquita, con una anciana vestida de negro que caminaba en retaguardia mesándose los cabellos. Pasaron por delante de un cementerio lleno de tumbas hechas con piedras amontonadas y raídas banderas shahid ondeando al viento.

Laila pasó la mano por encima de la maleta y sujetó el suave brazo de su hija.

En la estación de autobuses de Lahore Gate, cerca de Pol Mahmud Jan, en Kabul este, había una hilera de autobuses aparcados. Hombres con turbante se afanaban en subir cajas y bultos a los tejadillos, donde afianzaban las maletas con cuerdas. Dentro de la estación, había una larga cola de hombres hasta la ventanilla de venta de billetes. También vieron mujeres con burka, charlando en grupos, rodeadas de sus bártulos, mientras acunaban a sus bebés o regañaban a sus hijos por alejarse demasiado.

Milicianos muyahidines patrullaban dentro y fuera de la estación, soltando órdenes tajantes a diestro y siniestro. Llevaban botas, pakols y polvorientos uniformes verdes de faena. Y todos empuñaban kalashnikovs.

Laila se sentía observada. No miraba a nadie a la cara, pero tenía la impresión de que todos lo sabían, de que contemplaban con desaprobación lo que estaban haciendo Mariam y ella.

– ¿Ves a alguien? -preguntó la joven.

La mujer mayor cambió de posición a Aziza en sus brazos.

– Estoy buscando.

Aquélla sería la primera parte arriesgada de su plan, como había previsto Laila: encontrar a un hombre adecuado para que se hiciera pasar por un pariente de ellas dos. Las libertades y oportunidades de las que habían disfrutado las mujeres entre 1978 y 1992 eran cosa del pasado. Laila aún recordaba las palabras de su padre al hablar sobre aquellos años de gobierno comunista: «Ahora es un buen momento para ser mujer en Afganistán, Laila.» Desde que los muyahidines se habían hecho con el poder en abril de 1992, el país había pasado a llamarse Estado Islámico de Afganistán. Y ahora, bajo el gobierno de Rabbani, el Tribunal Supremo estaba formado sobre todo por ulemas integristas que habían sustituido los decretos de la era comunista, que otorgaban mayor libertad a las mujeres, por la sharia, las estrictas leyes islámicas que ordenaban a las mujeres cubrirse de pies a cabeza, les prohibían viajar sin la compañía de un pariente masculino, y castigaban el adulterio femenino con la lapidación; aun cuando la aplicación de tales leyes no pasaba de ser esporádica. «Pero las aplicarían eficazmente si no estuvieran tan ocupados matándose entre ellos, o a nosotros», había dicho Laila a Mariam.