La segunda parte arriesgada del viaje llegaría cuando se encontraran en Pakistán. Con la llegada de casi dos millones de refugiados afganos, el país vecino había cerrado sus fronteras a los afganos en enero de aquel mismo año. Laila había oído decir que sólo se admitía a los viajeros que disponían de visado. Pero la frontera era permeable, como siempre, y la joven sabía que miles de afganos seguían cruzándola gracias a los sobornos, o bien aduciendo motivos humanitarios. Y siempre se podía pagar a algún contrabandista. «Hallaremos la manera cuando lleguemos allí», había asegurado.
– ¿Qué tal ése? -propuso Mariam, señalando con el mentón.
– No parece muy digno de fiar.
– ¿Y ése?
– Demasiado viejo. Y viaja con dos hombres más.
Al final, la joven lo encontró sentado en un banco del parque, con una mujer velada a su lado y un niño pequeño, más o menos de la edad de Aziza, sentado en sus rodillas. Era alto y delgado, con barba, y llevaba una camisa con el cuello abierto y una modesta chaqueta gris a la que le faltaban un par de botones.
– Espera aquí -indicó la joven. Mientras se alejaba, volvió a oír a su compañera musitando una plegaría.
El hombre levantó la vista cuando Laila se acercó a él, protegiéndose los ojos con una mano.
– Perdóname, hermano, pero ¿vas a Peshawar?
– Sí -respondió él, entornando los párpados.
– Tal vez podrías ayudarnos. ¿Querrías hacernos un favor?
El hombre entregó el niño a su esposa. Luego se alejó un poco con Laila.
– ¿Qué es, hamshira?
La joven se animó al ver que tenía la mirada dulce y la expresión bondadosa, y se dispuso a contarle la historia que había convenido con Mariam. Era una biwa, dijo, una viuda. Su madre, su hija y ella se habían quedado solas en Kabul. Querían ir a Peshawar, a casa de su tío.
– Y queréis venir con mi familia -concluyó el joven.
– Sé que es zamat para ti. Pero pareces un hermano decente y yo…
– No te preocupes, hamshira. Lo entiendo. No es ningún problema. Iré a comprar vuestros billetes.
– Gracias, hermano. Lo que estás haciendo es una sawab, una buena acción. Dios te recompensará por ello.
Laila sacó el sobre del bolsillo del burka y se lo entregó. En su interior había mil quinientos afganis, más o menos la mitad del dinero que había recogido durante un año, más lo que había obtenido por el anillo. El hombre se metió el sobre en el bolsillo del pantalón.
– Esperad aquí.
Ella lo vio entrar en la estación, de la que regresó media hora más tarde.
– Será mejor que yo os guarde los billetes -señaló-. El autobús saldrá dentro de una hora, a las once. Subiremos todos juntos. Me llamo Wakil. Si me preguntan, aunque seguro que no será así, les diré que eres mi prima.
Laila le dio sus nombres y él afirmó que los recordaría.
– No os alejéis -advirtió.
Se sentaron en el banco contiguo al de Wakil y su familia. La mañana era cálida y soleada, y en el cielo sólo había unas cuantas nubes algodonosas sobre las colinas distantes. Mariam dio a Aziza unas galletas que se había acordado de coger pese a las prisas por hacer el equipaje. También ofreció a la joven.
– La vomitaría -dijo ella, entre risas-. Estoy demasiado nerviosa.
– Yo también.
– Gracias, Mariam.
– ¿Por qué?
– Por esto. Por venir con nosotras -respondió Laila-. No creo que hubiera podido hacerlo sola.
– No lo estás.
– Todo irá bien, ¿verdad?
Mariam alargó la mano para coger la de su compañera.
– El Corán dice que Alá es el este y el oeste, por lo tanto, allá donde vayas, hallarás a Alá.
– Bov! -exclamó Aziza, señalando un autobús-. ¡Mayam, bov!
– Ya lo veo, Aziza yo -dijo Mariam-. Eso es, bov. Pronto iremos las tres en un bov. Oh, la de cosas nuevas que vas a ver.
Laila sonrió. Al otro lado de la calle vio a un carpintero en su taller manejando la sierra, que hacía volar las astillas de madera. Vio pasar los coches con las ventanillas cubiertas de polvo y suciedad. Vio los autobuses aparcados, con el motor al ralentí, y en los costados, imágenes de pavos reales, leones, soles nacientes y espadas centelleantes.
Al calor del sol matinal, se sentía mareada y audaz. Experimentó un nuevo y fugaz ataque de euforia, y cuando un perro callejero de ojos amarillos se acercó cojeando, ella se inclinó y le acarició el lomo.
Unos minutos antes de las once, un hombre con un megáfono llamó a los pasajeros con destino a Peshawar para que subieran al autobús. Las puertas hidráulicas se abrieron con un intenso silbido. Los viajeros corrieron hacia el vehículo, adelantándose unos a otros, empujándose para ser los primeros en subir.
Wakil cogió en brazos a su hijo y dirigió una seña a Laila.
– Nos vamos -anunció ella.
Wakil caminaba delante. Cuando se acercaron, Laila vio rostros en las ventanillas, con la nariz y las manos apretadas contra el cristal. Por todas partes se oían gritos de despedida.
Un joven soldado miliciano comprobaba los billetes en la puerta del autobús.
– Bov! -exclamó Aziza.
Wakil entregó los billetes al soldado, que los partió por la mitad y se los devolvió. El hombre hizo subir primero a su esposa. Laila vio que Wakil y el miliciano intercambiaban una mirada. Cuando se hallaba en el primer escalón del autobús, Wakil se inclinó y murmuró algo al oído del soldado, y éste asintió.
A Laila se le cayó el alma a los pies.
– Vosotras dos, las de la niña, haceos a un lado -ordenó el militar.
Laila fingió no haber oído nada. Quiso subir los escalones del autobús, pero el miliciano la agarró por el hombro y la sacó a la fuerza de la fila.
– Tú también -gritó a Mariam-. ¡Deprisa! Estáis molestando a los demás.
– ¿Qué ocurre, hermano? -preguntó Laila, capaz apenas de mover los labios-. Tenemos billete. ¿No te los ha dado mi primo?
El soldado se llevó un dedo a los labios para indicarle que se callara y dijo algo a otro soldado en voz baja. El segundo miliciano, un tipo rechoncho con una cicatriz en la mejilla derecha, asintió.
– Seguidme -exigió a Laila.
– Tenemos que subir -exclamó ella, consciente de que le temblaba la voz-. Tenemos billete. ¿Por qué hacéis esto?
– Vosotras no subiréis al autobús, más vale que os vayáis haciendo a la idea. Seguidme. A menos que queráis que la niña vea cómo os llevamos a rastras.
Cuando las conducían a un camión, Laila miró por encima del hombro y divisó al hijo de Wakil en la parte posterior del autobús. El niño también la vio y agitó la mano con gesto alegre.
En la comisaría de policía de Torabaz Jan las obligaron a sentarse en los extremos opuestos de un largo y atestado pasillo. En el centro había una mesa y, sentado a ella, un hombre que fumaba un cigarrillo tras otro, tecleando de vez en cuando en una máquina de escribir. De esa forma transcurrieron tres horas. Aziza se las pasó correteando entre Laila y Mariam, jugando con un clip que le dio el hombre de la mesa y comiéndose las galletas. Al final se quedó dormida en el regazo de Mariam.