Laila cogió a Aziza en brazos y notó el calor que se extendía en su regazo, cuando Aziza se le orinó encima.
Abajo, las carreras y la persecución cesaron finalmente. Sólo se oía un sonido como el de un garrote de madera sacudiendo repetidamente un pedazo de carne de buey.
Laila meció a Aziza hasta que ya no hubo más ruidos. Y cuando oyó que la puerta mosquitera de la casa se abría y se cerraba, dejó a su hija en el suelo y miró por la ventana. Vio a Rashid cruzando el patio, llevando a Mariam sujeta por el cuello. Mariam iba descalza y doblada sobre sí misma. Laila vio sangre en las manos de Rashid, en el rostro de Mariam, en sus cabellos, en el cuello y la espalda. Tenía la camisa rasgada por delante.
– Lo siento mucho, Mariam -gritó Laila al cristal.
Vio que Rashid metía a la mujer en el cobertizo de las herramientas de un empellón y entraba tras ella. Rashid salió con un martillo y varios tablones de madera. Cerró la doble puerta del cobertizo y le echó el candado. Comprobó que las puertas estaban bien aseguradas y luego rodeó el cobertizo para ir en busca de una escalera.
Minutos después, su rostro apareció en la ventana de Laila, con unos clavos en las comisuras de la boca. Estaba despeinado y tenía un trazo de sangre en la frente. Al verlo, Aziza chilló y ocultó el rostro en la axila de Laila.
Rashid empezó a clavar los tablones sobre la ventana.
La oscuridad era absoluta, impenetrable y constante, sin capas ni textura. Rashid había rellenado las grietas que quedaban entre los tablones y había colocado un objeto grande debajo de la puerta para que no entrara luz por la rendija. También había metido algo en el ojo de la cerradura.
A Laila le era imposible determinar el paso del tiempo con la vista, de modo que usó su oído bueno. Azan y el canto de los gallos señalaban la mañana. El ruido de cacharros en la cocina y el de la radio indicaban la noche.
El primer día, Laila y Aziza anduvieron a tientas, palpando y buscándose en la oscuridad. La joven no veía a su hija cuando lloraba, cuando se alejaba gateando.
– Aishi -pedía Aziza, lloriqueando-. Aishi.
– Pronto. -Laila intentó besar a su hija en la frente, pero la caricia acabó en la coronilla-. Pronto habrá leche. Has de tener paciencia. Sé una niña buena y paciente por mammy, y te daré aishi.
Laila le cantó unas canciones.
Sonó la llamada al azan por segunda vez y Rashid seguía sin darles comida, y lo que era peor, tampoco agua. Ese día empezó a hacer un calor denso y sofocante. La habitación se convirtió en una olla a presión. Laila se pasaba la lengua por los labios, pensando en el pozo, en el agua fría. Aziza no dejaba de llorar, y Laila se alarmó al descubrir que cuando trataba de secar las lágrimas de su hija, retiraba las manos secas. Le arrancó la ropa, trató de encontrar algo para abanicarla y estuvo soplando sobre ella hasta que empezó a marearse. Pronto Aziza dejó de gatear. Sólo dormitaba.
Durante ese día, Laila golpeó varias veces las paredes con los puños, gastando energías en chillar pidiendo ayuda con la esperanza de que la oyera algún vecino. Pero nadie acudió, y sus chillidos no sirvieron más que para asustar a Aziza, que empezó a llorar de nuevo con un gemido débil y ronco. Laila se deslizó hasta el suelo. Pensó en Mariam, ensangrentada y encerrada en el cobertizo con el calor que hacía, y se sintió culpable.
Por fin la joven se quedó dormida, mientras su cuerpo se cocía lentamente. Soñó que veía a Tariq en la otra acera de una calle llena de gente, bajo el toldo de una sastrería, y que echaba a correr hacia él con la niña en brazos. Estaba sentado en cuclillas y probaba los higos de una caja. «Ése es tu padre -decía Laila-. Ese hombre de ahí, ¿lo ves? Ése es tu baba de verdad.» Laila lo llamó por su nombre, pero el jaleo de la calle apagó su voz y Tariq no la oyó.
Laila se despertó al oír el silbido de los misiles. En alguna parte, el cielo que no podía ver se llenó de estallidos y se oyó el frenético tableteo de las ametralladoras. Cerró los ojos. Se despertó de nuevo con las fuertes pisadas de Rashid en el pasillo. La joven se arrastró hasta la puerta y la golpeó con las manos abiertas.
– Sólo un vaso, Rashid. No es para mí. Hazlo por ella. No querrás tener su muerte sobre la conciencia.
El hombre pasó de largo, pero ella siguió suplicando. Le pidió perdón, hizo promesas. Lo maldijo.
Rashid cerró la puerta de su habitación. Puso la radio.
El muecín llamó al azan una tercera vez. De nuevo el calor aplastante. La niña, cada vez más apática, dejó de llorar y de moverse.
Laila aplicaba el oído a la boca de su hija, temiendo en cada ocasión no oír el débil silbido de su respiración. Incluso el sencillo acto de incorporarse le causaba mareos. Se quedó dormida, tuvo sueños que luego no recordaba. Al despertar, comprobó que Aziza seguía respirando, le palpó los labios agrietados, le buscó el débil pulso en el cuello y volvió a tumbarse. Estaba convencida de que iban a sucumbir allí encerradas, pero lo que más pavor le causaba era ver morir a Aziza, que era tan pequeña y frágil. ¿Cuánto tiempo más resistiría? La pequeña se ahogaría de calor y Laila tendría que permanecer junto a su rígido cuerpecito, aguardando su propio fin. Volvió a dormirse. Se despertó. Se durmió. La línea entre el sueño y la vigilia se difuminó.
No fue el canto de los gallos ni el azan lo que volvió a despertarla, sino el ruido de algo pesado al ser arrastrado. Oyó la llave en la cerradura. De pronto, la habitación se llenó de luz, que la deslumbró cruelmente. Laila alzó la cabeza, esbozó una mueca de dolor y se protegió los ojos con la mano. Por entre los dedos vislumbró una silueta grande y borrosa recortada sobre un rectángulo de luz. La forma se movió, se agachó, se inclinó sobre ella y le habló al oído.
– Si vuelves a intentarlo, te encontraré. Te juro por el nombre del profeta que te encontraré. Y cuando dé contigo, no habrá tribunal en este maldito país que me condene por mis actos. Primero a Mariam, luego a la niña y por último a ti. Y te obligaré a verlo todo. ¿Me has comprendido? ¡Te obligaré a verlo!
Y tras estas palabras, abandonó la habitación, pero no antes de patearle el costado. De resultas de ello, Laila estuvo orinando sangre durante días.
37
Mariam
Septiembre de 1996
Dos años y medio más tarde, la mañana del 27 de septiembre, el ruido de gritos y silbidos, petardos y música despertó a Mariam, que bajó corriendo a la sala de estar. Allí encontró a Laila mirando por la ventana con Aziza a caballito sobre los hombros. La madre se dio la vuelta y sonrió.
– Han llegado los talibanes -dijo.
Mariam había oído hablar de los talibanes por primera vez hacía dos años, en octubre de 1994, un día que Rashid llegó a casa con la noticia de que habían derrotado al resto de los cabecillas militares en Kandahar y se habían hecho dueños de la ciudad. Se trataba de una fuerza guerrillera, explicó, compuesta por jóvenes pastunes cuyas familias habían huido a Pakistán durante la guerra contra los soviéticos. La mayoría de ellos habían crecido -algunos incluso habían nacido- en campos de refugiados situados en la frontera con Pakistán y en madrasas pakistaníes, donde los ulemas los habían instruido en la sharia. Su líder era un misterioso recluso analfabeto y tuerto, el ulema Omar, que, según explicó Rashid con cierto regocijo, se hacía llamar Amir-ul-Muminin, Líder de los Fieles.
– Es verdad que esos chicos carecen de risha, de raíces -añadió Rashid, aunque sin dirigirse a Mariam ni a Laila. Desde su fracasada huida, Mariam sabía que Rashid no establecía distinciones entre Laila y ella, que ambas eran igual de indignas para él, que las dos merecían su desconfianza, su desdén y su indiferencia. Cuando hablaba, Mariam tenía la sensación de que lo hacía consigo mismo, o acaso con una presencia invisible que, a diferencia de sus dos esposas, sí merecía escuchar sus opiniones-. Es posible que no tengan pasado -prosiguió Rashid, mirando al techo mientras fumaba-. Es posible que no sepan nada del mundo ni de la historia de este país. Sí. Comparada con ellos, hasta Mariam podría ser profesora de universidad. ¡Ja! De acuerdo. Pero mira a tu alrededor. ¿Qué ves? Cabecillas muyahidines corruptos y codiciosos, armados hasta los dientes, ricos gracias a la heroína, declarándose la yihad unos a otros y matando a todo el que pillan en su camino. Ni más ni menos. Al menos los talibanes son puros e incorruptibles. Al menos son jóvenes musulmanes decentes. Walá, cuando lleguen, limpiarán esta ciudad. Traerán la paz y el orden. Ya no matarán a la gente cuando salga a la calle a comprar leche. ¡Ya no se dispararán más misiles! Piénsalo.