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Al final, fue incapaz de hacerlo.

No fue el miedo a desangrarse lo que le hizo soltar el trozo de metal, ni tampoco la idea de que se tratara de un acto condenable, como ciertamente sospechaba. No. Laila dejó caer la varilla porque no podía aceptar lo que tan fácilmente habían asumido los muyahidines: que a veces, en la guerra, había que segar vidas inocentes. La guerra de Laila era contra Rashid. El bebé no tenía culpa alguna. Y ya se habían producido suficientes muertes. Laila había visto sucumbir demasiados inocentes bajo el fuego cruzado de los enemigos.

39

Mariam

Septiembre de 1997

– Este centro ya no atiende a mujeres -gritó el guardia, furioso, desde lo alto de la escalera, lanzando una mirada glacial sobre la multitud congregada frente al hospital Malalai.

Un gemido de consternación recorrió la multitud.

– ¡Pero si es un hospital para mujeres! -gritó una mujer detrás de Mariam, y sus palabras fueron recibidas con exclamaciones de aprobación.

Ella se cambió a Aziza de lado. Con el brazo libre sujetaba a Laila, que gemía y se apoyaba en Rashid, rodeándole el cuello con el brazo.

– Ya no -declaró el talibán.

– ¡Mi mujer está de parto! -bramó un hombre corpulento-. ¿Quieres que dé a luz en la calle, hermano?

En enero de ese mismo año, Mariam había oído el anuncio de que hombres y mujeres serían tratados en centros sanitarios distintos, y que se enviaría a todo el personal femenino de los hospitales de Kabul a una única clínica central. Nadie se lo había creído y los talibanes no lo habían puesto en práctica. Hasta entonces.

– ¿Y el hospital Ali Abad? -preguntó otro hombre.

El guardia negó con la cabeza.

– ¿Wazir Akbar Jan?

– Sólo para hombres -declaró el guardia.

– ¿Y qué se supone que debemos hacer?

– Id al Rabia Balji -respondió el guardia.

Una mujer joven se abrió paso y dijo que ya había estado allí, y que no había agua corriente, ni oxígeno, ni electricidad, ni medicamentos.

– Allí no hay nada.

– Pues es a donde tenéis que ir -indicó el guardia.

Se alzaron más quejas y gritos, se oyeron un par de insultos. Alguien arrojó una piedra.

El talibán alzó el kalashnikov y disparó varias veces al aire. Otro talibán blandió un látigo detrás de él.

La multitud se dispersó rápidamente.

La sala de espera del Rabia Balji estaba llena de mujeres con burka acompañadas de sus hijos. El aire apestaba a sudor, a cuerpos sucios, pies, orines, humo de cigarrillos y antisépticos. Bajo el lento ventilador del techo, los niños correteaban persiguiéndose, saltando por encima de las piernas estiradas de los padres, que dormitaban en el suelo.

Mariam ayudó a Laila a sentarse apoyada en una pared de la que habían caído trozos de yeso dejando desconchones con la forma de países extranjeros. Laila se mecía adelante y atrás, apretándose el vientre con las manos.

– Conseguiré que te visiten, Laila yo. Te lo prometo.

– Date prisa -urgió Rashid.

Ante la ventanilla de ingresos se apelotonaba una horda de mujeres que se empujaban unas a otras. Algunas sostenían a sus bebés en brazos. Otras se separaban de la masa para cargar contra la doble puerta que conducía a los consultorios. Un talibán armado les cerraba el paso y las enviaba de vuelta.

Mariam se metió entre ellas. Plantando bien los pies, arremetió contra codos, caderas y hombros de desconocidas. Alguien le dio un codazo en las costillas y ella se lo devolvió. Una mano trató desesperadamente de agarrarle la cara. Ella la apartó de un manotazo. Para impulsarse hacia delante, Mariam clavó las uñas en cuellos, brazos, codos y cabezas, y cuando una mujer le lanzó un bufido, ella se lo devolvió.

Ahora comprendía los sacrificios que hacía una madre. La decencia no era más que uno de ellos. Pensó compungida en Nana, en los sacrificios que también ella había tenido que hacer. En lugar de entregarla a una familia o arrojarla a una zanja y huir, había soportado la vergüenza de dar a luz una harami y había dedicado su vida a la ingrata tarea de criarla y amarla, a su manera. Y al final, Mariam había preferido a Yalil. Mientras se abría paso con insolente determinación hasta la ventana, Mariam deseó haber sido mejor hija. Deseó haber comprendido a la sazón lo que ahora sabía sobre la maternidad.

Se encontró de pronto ante una enfermera que iba cubierta de los pies a la cabeza con un sucio burka gris. La enfermera hablaba con una mujer joven que tenía una mancha de sangre en el burka, a la altura de la cabeza.

– Mi hija ha roto aguas y el bebé no sale -exclamó Mariam.

– ¡Estoy hablando yo con ella! -gritó la joven ensangrentada-. ¡Espera tu turno!

Toda la masa de mujeres se agitaba de un lado a otro, como la hierba alta alrededor del kolba cuando la brisa barría el claro. Detrás de Mariam, una mujer gritaba que su hija se había caído de un árbol y se había roto el codo. Otra vociferaba que sangraba al hacer sus necesidades.

– ¿Tiene fiebre? -preguntó la enfermera. Mariam tardó unos instantes en entender que hablaba con ella.

– No -contestó.

– ¿Sangra?

– No.

– ¿Dónde está?

Mariam señaló por encima de las demás cabezas hacia donde estaba Laila sentada con Rashid.

– La visitaremos -dijo la enfermera.

– ¿Cuándo? -gritó Mariam. Alguien la había agarrado por los hombros y tiraba de ella.

– No lo sé -replicó la enfermera. Explicó que sólo tenían dos doctoras y que en ese momento ambas estaban operando.

– Tiene dolores -insistió Mariam.

– ¡Y yo también! -exclamó la mujer de la cabeza ensangrentada-. ¡Espera tu turno!

Finalmente la sacaron a rastras. Los hombros y cabezas de las demás mujeres le impedían ver a la enfermera. Le llegó el olor lechoso del eructo de un bebé.

– Llévala a dar un paseo -gritó la empleada del hospital-. Y esperad.

Ya había anochecido cuando por fin las llamaron. La sala de partos tenía ocho camas, que no estaban separadas por cortinas. Unas enfermeras vestidas con burka atendían a las pacientes, entre ellas dos que estaban pariendo. A Laila le asignaron un lecho en el extremo más alejado, bajo una ventana que habían pintado de negro. Cerca había un fregadero agrietado y seco, y sobre él una cuerda tendida, de la que colgaban guantes quirúrgicos plagados de manchas. En el centro de la habitación, Mariam vio una mesa de aluminio. En la parte de arriba había una manta de color negro, la de abajo estaba vacía.

Una de las mujeres observó que Mariam miraba la mesa.

– A los bebés vivos los ponen arriba -dijo con tono cansado.

La doctora era una mujer menuda y atribulada, que se movía como un pájaro envuelta en un burka azul oscuro. Todo lo que decía tenía un tono impaciente, apremiante.

– Primer bebé. -Lo soltó así, no como una pregunta, sino como una afirmación.

– Segundo -apuntó Mariam.

Laila soltó un grito y se puso de lado. Apretó la mano de Mariam.

– ¿Algún problema con el primer parto?

– No.

– ¿Es usted su madre?

– Sí -dijo Mariam.

La médica sacó un instrumento metálico en forma de cono que llevaba bajo el burka. Luego levantó el de Laila y colocó la parte más ancha del instrumento sobre el vientre, aplicándose la parte estrecha a la oreja. Estuvo escuchando durante unos minutos, cambiando el aparato de lugar cada tanto.

– Ahora tengo que palpar al bebé, hamshira.