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Se puso uno de los guantes que colgaban sujetos con pinzas sobre el fregadero. Con una mano apretó el vientre de Laila e introdujo la otra para palpar el bebé. Laila gimió. Cuando la médica terminó, le entregó el guante a una enfermera, que lo lavó y volvió a colgarlo de la cuerda.

– Su hija necesita una cesárea. ¿Sabe lo que es? Tenemos que abrirle el vientre y sacar al bebé, porque viene de nalgas.

– No entiendo -murmuró Mariam.

La doctora dijo que el bebé no estaba bien colocado y no podía salir solo.

– Y ya ha pasado demasiado tiempo. Tenemos que operarla ahora mismo.

Laila asintió con el rostro crispado por el dolor y dejó caer la cabeza hacia un lado.

– Hay algo que debo decirle -añadió la médica. Se acercó a Mariam, se inclinó hacia ella y le habló en tono más bajo y confidencial. Su voz denotaba cierto bochorno.

– ¿Qué dice? -gimió Laila-. ¿Le ocurre algo malo al bebé?

– Pero ¿cómo va a soportarlo? -preguntó Mariam.

La doctora debió de detectar un tono de acusación en la pregunta, a juzgar por el cambio que se produjo en su respuesta, a la defensiva.

– ¿Cree que esto es cosa mía? -replicó-. ¿Qué quiere que haga? No me dan lo que necesito. No tengo aparato de rayos X, ni de succión, ni oxígeno, ni los antibióticos más sencillos. Cuando las ONG ofrecen ayudas monetarias, los talibanes las rechazan. O desvían el dinero a los lugares donde se atiende a los hombres.

– Pero, doctora sahib, ¿no podría darle alguna cosa? -preguntó Mariam.

– ¿Qué pasa? -volvió a gemir Laila.

– Puede comprar el medicamento usted misma, pero…

– Escríbame el nombre -dijo Mariam-. Escríbalo y yo iré a buscarlo.

La médica sacudió la cabeza con gesto cortante bajo el burka.

– No hay tiempo -afirmó-. Porque ninguna farmacia cercana lo tiene. Así que tendría que sortear el tráfico e ir de un lugar a otro, quizá hasta el otro extremo de la ciudad, con escasas probabilidades de encontrarlo. Son casi las ocho y media, así que seguramente la arrestarían por no respetar el toque de queda. Y aunque encontrara la medicina, seguramente no tendría dinero suficiente para pagarla. O tendría que pujar por el producto con otra persona igual de desesperada. No hay tiempo. Hay que sacar al bebé ahora mismo.

– ¡Dígame qué está pasando! -exigió Laila, incorporándose.

La doctora respiró hondo y luego le explicó que no tenían anestesia.

– Pero si lo retrasamos, perderá al bebé.

– Entonces, hágalo -dijo. Se tumbó de nuevo y levantó las rodillas-. Ábrame y déme a mi bebé.

Dentro del viejo y sucio quirófano, Laila yacía temblando sobre una camilla mientras la doctora se lavaba las manos. Aspiraba el aire entre los dientes cada vez que la enfermera le pasaba por el vientre un paño empapado en un líquido amarillento tirando a marrón. Otra enfermera que estaba junto a la puerta no paraba de entreabrirla para echar un vistazo al exterior.

La médica se había quitado el burka y Mariam vio que tenía los cabellos plateados, los párpados caídos y pequeñas bolsas de cansancio alrededor de la boca.

– Quieren que operemos con el burka -explicó la doctora, señalando con la cabeza a la enfermera de la puerta-. Por eso tiene que vigilar. Cuando vienen, me tapo.

Lo dijo en un tono pragmático, casi indiferente, y Mariam comprendió que esa mujer ya había superado la etapa de la indignación. Vio en ella a una persona que se sabía afortunada por el mero hecho de seguir trabajando, porque era consciente de que aún podrían arrebatarle muchas más cosas.

A ambos lados de Laila, a la altura de los hombros, había dos varas metálicas verticales. La enfermera que le había desinfectado el vientre sujetó una sábana entre ambas varas con unas pinzas, formando así una cortina entre Laila y la doctora.

Mariam se colocó detrás de la cabeza de la parturienta y se inclinó hasta que sus mejillas se tocaron. Notó que a Laila le castañeteaban los dientes. Enlazaron las manos.

A través de la cortina, Mariam vio la sombra de la médica desplazándose hacia la izquierda de la futura madre y la de la enfermera hacia la derecha. Laila separó los labios todo lo que daban de sí, hasta que se formaron burbujas de saliva que reventaron sobre los dientes apretados. Al respirar se le escapaban unos pequeños y rápidos silbidos.

– Ánimo, hermanita -la alentó la médica, inclinándose sobre ella.

Laila abrió los ojos de golpe. Luego la boca. Se quedó así, temblando, con los tendones del cuello completamente tensos, estrujando los dedos de Mariam entre los suyos mientras el sudor le corría por la cara.

Ésta siempre la admiraría por lo mucho que tardó en gritar.

40

Laila

Otoño de 1999

La idea de cavar el agujero fue de Mariam. Una mañana señaló una franja de tierra detrás del cobertizo.

– Podemos hacerlo ahí -indicó-. Es un buen sitio.

Se turnaron para ir hundiendo una pala en la tierra y así abrir el hueco. No pensaban hacerlo demasiado grande ni profundo, por lo que no creyeron que fuera a costarles tanto como luego les costó. Era ya el segundo año de sequía, que causaba estragos en todo el país. El invierno anterior apenas había nevado y luego no llovió en toda la primavera. Los campesinos abandonaban sus tierras resecas, vendían sus pertenencias y vagaban de aldea en aldea en busca de agua. Se iban a Pakistán o a Irán. Se instalaban en Kabul. Pero el nivel freático también era bajo en la ciudad, y los pozos más superficiales se habían secado. Las colas para sacar agua de los pozos más profundos eran largas, y Laila y Mariam se pasaban horas enteras esperando su turno. El río Kabul, sin sus periódicas inundaciones primaverales, estaba completamente seco, convirtiéndose en un retrete público, lleno de deposiciones humanas y desperdicios.

Así que cogieron la pala y la hundieron en la tierra una y otra vez, pero, requemado por el sol, el suelo estaba duro como la roca, compacto, casi petrificado, y no cedía a sus golpes.

Mariam había cumplido cuarenta años. Tenía el pelo canoso y lo llevaba recogido en la coronilla. Bajo los párpados destacaban unas profundas ojeras oscuras. Había perdido dos incisivos.

Uno se le había caído, el otro se lo había arrancado Rashid de un golpe por haber dejado caer accidentalmente a Zalmai. Tenía el rostro moreno y curtido por la cantidad de tiempo que se pasaban sentadas en el patio, bajo el sol abrasador, contemplando a Zalmai, que perseguía a su hermana Aziza.

Cuando terminaron de cavar el agujero, se quedaron mirándolo.

– Servirá -asintió Mariam.

Zalmai tenía dos años. Era un niño regordete de cabellos rizados. Tenía los ojos pequeños y castaños, y las mejillas sonrosadas, como Rashid, hiciera el tiempo que hiciera. El cabello también le nacía muy cerca de las cejas, espeso y en forma de media luna, como a su padre.

Cuando Laila estaba a solas con él, Zalmai se mostraba cariñoso, de buen humor y juguetón. Le gustaba encaramarse a los hombros de su madre y jugar al escondite en el patio, con ella y con Aziza. A veces, cuando estaba más tranquilo, le gustaba sentarse en el regazo de Laila para que le cantara. Su canción favorita era Ulema Mohammad Yan. Balanceaba los gordezuelos pies mientras ella le cantaba con los labios en los cabellos, y se unía a la canción al llegar al estribillo, cantando las palabras que conocía con su áspera voz:

Ven, vamos a Mazar, ulema Mohammad yan, a ver los campos de tulipanes, oh amado compañero.

A Laila le encantaban los besos húmedos que plantaba Zalmai en sus mejillas, los hoyuelos de sus codos y los dedos de los pies, tan redonditos. Le encantaba hacerle cosquillas, formar túneles con cojines y almohadas para que él pasara por debajo reptando, y contemplarlo mientras dormía entre sus brazos con una manita siempre aferrada a la oreja de su madre. Se le revolvía el estómago cuando recordaba aquella tarde, cuando se tumbó en el suelo con el radio de una rueda de bicicleta entre las piernas. Había estado a punto de hacerlo, y en ese momento le parecía inconcebible que hubiera llegado a pensarlo siquiera. Su hijo era una bendición y Laila había comprobado con alivio que sus miedos no tenían fundamento, pues amaba a Zalmai con todo su corazón, tanto como a Aziza.