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Yalil también la había visto a ella, aunque sólo fuera un instante. Sus miradas se habían cruzado brevemente por entre la abertura de las cortinas, igual que había ocurrido muchos años atrás en otra ventana parecida. Pero Mariam se había apresurado a correr de nuevo los cortinajes y se había sentado en la cama a esperar que su padre se marchara.

Pensó en la carta que Yalil había dejado finalmente en su puerta. La había guardado durante días bajo la almohada, de donde la sacaba de vez en cuando para darle vueltas entre las manos. Al final, la había roto sin abrirla.

Y después de tantos años, intentaba hablar con él por teléfono.

Mariam se arrepentía de su estúpido orgullo juvenil y deseaba haberle dejado entrar aquel día. ¿Qué daño le habría hecho sentarse con él y escuchar lo que hubiera ido a decirle? Era su padre. No había sido un buen padre, cierto, pero qué corrientes le parecían sus defectos en ese momento, qué fáciles de perdonar comparados con la maldad de Rashid, o con la brutalidad y la violencia que había visto practicar a otros hombres.

Deseó no haber destruido su carta.

La profunda voz masculina que le habló por el teléfono le informó de que se había puesto en contacto con el despacho del alcalde de Herat.

Mariam carraspeó.

– Salam, hermano, estoy buscando a un hombre que vive en Herat. O que vivía allí hace años. Se llama Yalil Jan. Vivía en Shar-e-Nau y era el dueño del cine. ¿Tienes alguna información sobre su paradero?

– ¿Y para eso llamas al despacho del alcalde? -dijo el hombre, con irritación.

Mariam explicó que no sabía a quién más llamar.

– Perdóname, hermano. Sé que tienes cosas importantes que atender, pero se trata de una cuestión de vida o muerte.

– No lo conozco. Hace muchos años que se cerró ese cine.

– Tal vez haya alguien ahí que lo conozca, alguien…

– No hay nadie.

Mariam cerró los ojos.

– Por favor, hermano. Está en juego la vida de unos niños, unos niños pequeños.

Oyó un largo suspiro.

– Tal vez alguien de ahí…

– Está el encargado de mantenimiento. Creo que ha vivido aquí toda la vida.

– Pregúntaselo a él, por favor.

– Vuelve a llamar mañana.

– No puedo. Sólo dispongo de cinco minutos con este teléfono. No…

Mariam oyó un clic al otro lado y creyó que el hombre había colgado, pero luego oyó pasos y voces, el claxon de un coche a lo lejos, y un zumbido mecánico con chasquidos a intervalos, tal vez de un ventilador eléctrico. Mariam se pasó el teléfono al otro lado y cerró los ojos.

Recordó a Yalil sonriendo, metiéndose la mano en el bolsillo.

«-Ah. Claro. Bueno. Pues toma. No hace falta esperar…

»Un colgante con forma de hoja, del que pendían a su vez monedas pequeñas con lunas y estrellas grabadas.

»-Póntelo, Mariam yo.

»-¿Qué te parece?

»-Creo que pareces una reina.»

Transcurrieron unos minutos. Luego Mariam volvió a oír unos pasos, un crujido y un nuevo chasquido.

– Lo conoce.

– ¿Sí?

– Eso es lo que él dice.

– ¿Dónde está? -preguntó Mariam-. ¿Sabe ese hombre dónde está ahora Yalil Jan?

Hubo una pausa.

– Dice que murió hace años, en mil novecientos ochenta y siete.

A Mariam se le cayó el alma a los pies. Había pensado en esa posibilidad, por supuesto, ya que su padre debía de rondar los setenta y tantos años, pero…

En 1987.

«Entonces, es que se estaba muriendo. Había venido desde Herat para despedirse.»

Mariam se acercó al borde de la terraza. Desde allí vio la famosa piscina del hotel, ahora vacía y sucia, con agujeros de balas y azulejos rotos. Y también la deteriorada pista de tenis, con la red hecha jirones, caída en el centro de la pista como la piel mudada de una serpiente.

– Tengo que colgar -dijo la voz al otro lado del teléfono.

– Siento haberte molestado -se disculpó Mariam, llorando en silencio. Recordó a Yalil saludándola con la mano, saltando de piedra en piedra para cruzar el arroyo, con los bolsillos llenos de regalos. Evocó todas las veces que había contenido la respiración por él, para que Dios le concediera un poco más de tiempo con él-. Gracias -empezó a decir, pero el hombre ya había cortado la comunicación.

Rashid la miraba. Ella meneó la cabeza.

– Inútil -dijo Rashid, arrebatándole el teléfono de las manos-. De tal palo tal astilla.

Cuando atravesaron el vestíbulo, Rashid se acercó rápidamente a la mesita del café, ahora abandonada, y se metió en el bolsillo el último jelabi que quedaba. Al llegar a casa se lo dio a Zalmai.

42

Laila

Aziza metió sus posesiones en una bolsa de papeclass="underline" la camisa de flores y su único par de calcetines, los guantes de lana disparejos, una manta vieja de color naranja con estrellas y cometas, una taza de plástico rota, un plátano y su juego de dados.

Era una fría mañana de abril de 2001, poco antes del vigésimo tercer cumpleaños de Laila. El cielo era de un gris translúcido y las ráfagas de viento frío y húmedo sacudían la puerta mosquitera sin cesar.

Habían pasado unos días desde que Laila se enteró de que Ahmad Sha Massud se había ido a Francia y había hablado en el Parlamento europeo. Luego se había trasladado al norte de Afganistán, de donde era oriundo, y desde allí dirigía la Alianza del Norte, el único grupo que seguía combatiendo a los talibanes. En Europa, había advertido a Occidente sobre los campamentos para terroristas que había en Afganistán, y había pedido el apoyo de Estados Unidos en su lucha contra los talibanes.

«Si el presidente Bush no nos ayuda -había dicho-, muy pronto esos terroristas harán daño en Estados Unidos y Europa.»

Un mes antes, Laila había oído que los talibanes habían colocado trilita en las grietas de los budas de Bamiyán y los habían hecho volar en pedazos, aduciendo que eran motivo de pecado e idolatría. Su acción había suscitado un gran clamor en el mundo entero, desde Estados Unidos hasta China. Gobiernos, historiadores y arqueólogos de todo el planeta habían escrito cartas, rogando a los talibanes que no demolieran el monumento histórico más importante de Afganistán. Pero ellos habían seguido adelante con sus planes y habían hecho detonar los explosivos colocados en el interior de los budas milenarios. Habían entonado el Alá-u-akbar con cada explosión, lanzando vítores cuando las estatuas perdían un brazo o una pierna en medio de una nube de polvo. Laila evocó el día que había subido hasta lo alto de los budas con babi y Tariq, en 1987: recordaba la brisa acariciando sus rostros iluminados por el sol, mientras contemplaban un halcón que planeaba en círculos sobre el valle. Pero la noticia de la destrucción de las efigies la había dejado indiferente. No le parecía que tuviese demasiada importancia. ¿Cómo iban a afectarla unas estatuas cuando su propia vida se estaba haciendo añicos?

Hasta que Rashid anunció que había llegado la hora de marcharse, Laila permaneció sentada en el suelo en un rincón de la sala de estar, muda, con el rostro impávido y los cabellos cayéndole sobre la cara. Por mucho aire que tratara de inhalar, le parecía que nunca alcanzaría a llenarle los pulmones.