– Mírame, hamshira.
– ¿Qué clase de madre abandona a su propia hija? -sollozó ella.
– Mírame.
Laila alzó la vista.
– No es culpa tuya. ¿Me oyes? No es culpa tuya. Es de esos salvajes, esos washis. Por su culpa siento vergüenza de ser pastún. Han deshonrado el nombre de mi pueblo. Y no eres tú sola, hamshira. Aquí vienen madres como tú a cada momento, a cada momento. Madres que no pueden alimentar a sus hijos porque los talibanes no les permiten trabajar para ganarse la vida. Así que no te culpes. Nadie aquí te culpa. Lo comprendo. -Se inclinó adelante-. Hamshira, lo comprendo.
Laila se secó los ojos con la tela del burka.
– En cuanto a este lugar… -Zaman suspiró y señaló con la mano-, ya ves que se encuentra en un estado desastroso. Siempre andamos faltos de recursos, siempre tenemos que arañar lo que podemos, improvisando. Hacemos lo que tenemos que hacer, como tú. Alá es bueno y generoso; Alá provee, y mientras Él provea, yo me encargaré de que Aziza esté vestida y alimentada. Eso puedo prometértelo.
Laila asintió.
– ¿De acuerdo? -preguntó Zaman, sonriendo amistosamente-. Pero no llores, hamshira. Que ella no te vea llorar.
– Que Alá te bendiga -dijo Laila con voz estrangulada de emoción, secándose de nuevo los ojos-. Que Alá te bendiga, hermano.
Pero cuando llegó el momento de las despedidas, se produjo la escena que tanto temía Laila.
A la niña le entró el pánico.
Mientras caminaba de vuelta a casa, apoyada en Mariam, la madre no dejaba de oír los agudos gritos de Aziza. En su cabeza, veía las grandes manos callosas de Zaman rodeando los brazos de su hija, veía cómo tiraban de ella suavemente al principio, con más fuerza después, y finalmente con energía, para obligar a la pequeña a soltarse de ella. Veía a Aziza pataleando entre los brazos de Zaman mientras éste se la llevaba apresuradamente, y oía sus gritos como si estuviera a punto de desvanecerse de la faz de la tierra. Y también se veía a sí misma corriendo por el pasillo con la cabeza gacha y conteniendo un aullido que pugnaba por salir de su garganta.
– La huelo -le dijo a Mariam cuando llegaron a casa. Sus ojos miraban ciegamente más allá de la otra mujer, del patio y de sus muros, en dirección a las montañas, oscuras como la saliva de un fumador-. Noto su olor cuando dormía. ¿Tú no? ¿No lo hueles?
– Oh, Laila yo. -Mariam suspiró-. No sigas. ¿De qué sirve lamentarse? ¿De qué sirve?
Al principio, Rashid seguía la corriente a Laila y los acompañaba -a ella, a Mariam y a Zalmai- al orfanato, pero durante el camino procuraba por todos los medios que Laila viera bien su expresión dolida y lo oyera despotricar por todo lo que le estaba haciendo sufrir, por lo mucho que le dolían las piernas y la espalda y los pies con tanto ir y venir del orfanato. Quería que supiera lo mucho que le molestaba.
– Ya no soy joven -se quejaba-. Claro que a ti eso no te importa. Acabarías conmigo si te dejara salir con la tuya. Pero no, Laila, de eso nada.
Se separaban a dos manzanas del orfanato y nunca les permitía quedarse más de un cuarto de hora.
– Un minuto de más y me voy. Lo digo en serio.
Laila tenía que insistirle y suplicarle para que alargara un poco más el tiempo que le permitía pasar con Aziza. A ella y a Mariam, que vivía la ausencia de Aziza con gran desconsuelo, aunque prefería, como siempre, sufrir calladamente a solas. Y también a Zalmai, que preguntaba por su hermana todos los días y tenía rabietas que a veces daban paso a interminables llantinas.
A veces, de camino al orfanato, Rashid se detenía y se quejaba de que le dolía la pierna. Entonces daba media vuelta y emprendía la vuelta hacia casa a largas zancadas, sin cojear lo más mínimo. O hacía chasquear la lengua y decía: «Son los pulmones, Laila. No respiro bien. Quizá mañana me encuentre mejor, o pasado mañana. Ya veremos.» Jamás se molestaba siquiera en fingir que le faltaba el aire. A menudo, cuando giraba en redondo para emprender el regreso, encendía un cigarrillo. Laila no tenía más remedio que seguirlo, temblando de resentimiento, rabia e impotencia.
Hasta que un día, Rashid anunció a Laila que ya no la acompañaría nunca más.
– Estoy demasiado cansado después de andar por la calle todo el día, buscando trabajo -afirmó.
– Entonces iré yo sola -declaró Laila-. No puedes impedírmelo, Rashid. ¿Me oyes? Ya puedes pegarme todo lo que quieras, que yo iré de todas formas.
– Haz lo que te dé la gana. Pero no conseguirás eludir a los talibanes. No vengas después con que no te lo he advertido.
– Te acompaño -dijo Mariam, pero Laila no se lo permitió.
– Tienes que quedarte en casa con Zalmai. Si nos detuvieran a las dos… No quiero que él lo vea.
Y así, súbitamente, toda la vida de Laila empezó a girar en torno a la manera de llegar hasta el orfanato. La mitad de las veces no lo conseguía. Nada más cruzar la calle, la descubrían los talibanes y la acribillaban a preguntas -«¿Cómo te llamas? ¿Adónde vas? ¿Por qué vas sola? ¿Dónde está tu mahram?-, antes de enviarla a casa. Si tenía suerte, le echaban una buena bronca o le daban una única patada en el trasero o simplemente la empujaban. Otras veces, topaba con una variedad de garrotes, varas, o látigos, o le daban bofetadas y puñetazos.
Un día, un joven talibán golpeó a Laila con una antena de radio. Cuando terminó, le dio un último golpe en la nuca y dijo:
– Si vuelvo a verte, te pegaré hasta sacarte de los huesos la leche que mamaste.
Ese día, Laila regresó a casa. Se tumbó boca abajo, sintiéndose como un estúpido y lastimoso animal, y bufó entre dientes mientras Mariam le aplicaba paños húmedos en la espalda y los muslos ensangrentados. Pero, por lo general, se negaba a ceder. Fingía volver a casa, pero luego tomaba una ruta distinta por callejuelas. A veces la detenían, interrogaban y reprendía dos, tres, e incluso cuatro veces en un mismo día. Entonces caían sobre ella los látigos y las antenas hendían el aire, y Laila volvía a casa trabajosamente, cubierta de sangre, sin haber visto a Aziza. Pronto se acostumbró a llevar varias prendas de ropa superpuestas, aunque hiciera calor, dos o tres jerséis bajo el burka, para amortiguar los golpes.
Sin embargo, si conseguía llegar al orfanato a pesar de los talibanes, la recompensa valía la pena. Entonces podía pasar todo el rato que quisiera con Aziza, incluso varias horas. Se sentaban en el patio, cerca del columpio, entre otros niños y madres de visita, y charlaban sobre lo que había aprendido la niña durante la semana.
Aziza decía que Kaka Zaman insistía en enseñarles algo nuevo cada jornada, que casi todos los días leían y escribían, a veces estudiaban geografía, también un poco historia o ciencias, en ocasiones sobre plantas y animales.
– Pero tenemos que echar las cortinas -le contaba la niña-, para que los talibanes no nos vean.
Kaka Zaman siempre tenía a mano agujas de tejer y ovillos de lana por si se presentaban y hacían una inspección.
– Entonces escondemos los libros y hacemos ver que tejemos.
Un día, durante una de sus visitas, Laila vio a una mujer de mediana edad con el burka echado hacia atrás, que visitaba a tres niños y una niña. Laila reconoció el rostro anguloso y las cejas gruesas, aunque la boca hundida y el pelo canoso no le eran familiares. De ella recordaba los chales, las camisas negras y la voz cortante, y que solía llevar los negros cabellos recogidos en un moño, de modo que se le veía la pelusa negra en la nuca. Se acordó de que aquella mujer prohibía a las alumnas que llevaran velo, porque afirmaba que todas las personas eran iguales y no había razón alguna para que las mujeres se cubrieran, si los hombres no lo hacían.
En un momento dado, Jala Rangmaal alzó la vista y sus miradas se cruzaron, pero Laila no detectó en los ojos de su antigua maestra ningún destello de reconocimiento.