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Más tarde, cuando Rashid los dejó en el orfanato y cogió el autobús para irse a trabajar, Laila se despidió de Aziza, que agitaba la mano y caminaba pegada a la pared del patio. Pensó en su tartamudeo y en lo que le había explicado antes su hija sobre fracturas de placas y potentes colisiones que ocurrían en las profundidades de la tierra, y en que a veces en la superficie sólo se percibía un leve temblor.

– ¡Vete! ¡Fuera! -gritó Zalmai.

– Calla -dijo Mariam-. ¿A quién le gritas?

– A ese hombre de ahí -dijo el niño, señalándolo.

Laila siguió la dirección de su mano. En efecto, había un hombre apoyado en el portón de la casa. El hombre volvió la cabeza al ver que se acercaban, bajó los brazos y avanzó unos cuantos pasos hacia ellos, cojeando.

Laila se detuvo.

Un sonido ahogado le subió por la garganta. Le fallaron las piernas. De repente Laila quería, necesitaba aferrarse a Mariam, a su brazo, su hombro, su muñeca, lo que fuera. Pero no lo hizo. No se atrevió. No osó mover un solo músculo. No se aventuró a respirar, ni a pestañear siquiera, por miedo a que el hombre no fuera más que un espejismo que titilaba a lo lejos, una frágil ilusión que se desvanecería a la menor provocación. Laila se quedó absolutamente inmóvil, mirando a Tariq, hasta que el pecho le pidió aire dolorosamente y los ojos le escocieron de no pestañear. Y milagrosamente, después de inspirar profundamente y de cerrar y abrir los ojos, descubrió que él seguía allí. Tariq seguía frente a ella.

Laila se atrevió finalmente a dar un paso hacia él. Luego otro. Y otro más. Y luego echó a correr.

43

Mariam

Zalmai estaba arriba, en la habitación de Mariam, muy nervioso. Botó la pelota de baloncesto nueva durante un buen rato, en el suelo y en las paredes. Mariam le pidió que parara, pero el niño sabía que ella no tenía autoridad alguna sobre él, de modo que siguió a lo suyo, sosteniéndole la mirada con aire desafiante. Luego jugaron durante un rato con su coche de juguete, una ambulancia con la media luna roja pintada en los costados, lanzándolo de un lado a otro de la habitación.

Antes, cuando se habían encontrado con Tariq en la puerta, Zalmai había estrechado la pelota contra su pecho y se había metido el pulgar en la boca, cosa que sólo hacía ya cuando tenía miedo. Y había mirado a Tariq con recelo.

– ¿Quién es ese hombre? -preguntó a Mariam-. No me gusta.

Mariam iba a explicárselo, a decirle que Laila y él habían crecido juntos, pero el niño la interrumpió y le ordenó que le diera la vuelta a la ambulancia para que quedara mirando hacia él, y cuando ella le obedeció, dijo que quería la pelota de baloncesto otra vez.

– ¿Dónde está? -preguntó-. ¿Dónde está la pelota que me ha comprado baba ya? ¿Dónde está? ¡La quiero! -exigió, alzando la voz, que cada vez era más aguda.

– Estaba aquí mismo -dijo Mariam.

– No -gritó él-, se ha perdido. Lo sé. ¡Sé que se ha perdido! ¿Dónde está? ¿Dónde está?

– Aquí -respondió ella, sacando la pelota de debajo del armario, donde se había metido rodando. Pero Zalmai berreaba y daba de puñetazos, gritando que no era la misma pelota, que no podía ser la misma porque su pelota se había perdido y aquélla era falsa. ¿Adónde se había ido la de verdad? ¿Adónde? ¿Adónde, adónde, adónde?

Estuvo desgañitándose hasta que Laila tuvo que subir y cogerlo en brazos para mecerlo y pasarle los dedos por los espesos cabellos rizados, y secarle las mejillas húmedas y hacer chasquear la lengua en su oreja.

Mariam esperó fuera de la habitación. Desde lo alto de la escalera, lo único que veía de Tariq eran sus largas piernas, la ortopédica y la de verdad, embutidas en pantalones de color caqui, estiradas en el suelo sin alfombra de la sala de estar. Fue entonces cuando comprendió por qué el portero del Continental le había resultado conocido el día en que había ido allí con Rashid para llamar a Yalil. El portero llevaba gorra y gafas de sol, por eso no se había dado cuenta antes. Pero Mariam cayó en la cuenta de que lo había visto nueve años atrás, lo recordaba sentado en la sala de estar, enjugándose el sudor de la frente con un pañuelo y pidiendo agua, y la asaltaron toda clase de preguntas: ¿También las pastillas de sulfamidas habían formado parte del engaño? ¿Cuál de los dos había urdido aquella mentira, aportando los detalles convincentes? ¿Y cuánto había pagado Rashid a Abdul Sharif -si ése era su nombre en realidad- para ir a su casa y destrozar a Laila con la historia de la muerte de Tariq?

44

Laila

Tariq contó que uno de los hombres con quienes compartía la celda tenía un primo al que habían azotado públicamente por pintar flamencos. Al parecer el primo sentía una afición incurable por esas aves.

– Había llenado cuadernos enteros de dibujos -explicó Tariq-. Había pintado docenas de cuadros al óleo de flamencos caminando por lagunas, tomando el sol en marismas. Y me temo que también volando hacia puestas de sol.

– Flamencos -dijo Laila y miró a Tariq, que estaba sentado con la espalda apoyada en la pared y la pierna buena doblada por la rodilla. Sentía la necesidad de volver a tocarlo, como antes frente al portón, cuando había corrido hacia él. Ahora sentía vergüenza al recordar que se había lanzado a abrazarlo y había llorado sobre su pecho, susurrando su nombre una y otra vez con voz quebrada. ¿Había actuado con demasiada vehemencia?, se preguntaba, ¿con demasiada desesperación? Tal vez. Pero no había podido evitarlo. Y ahora deseaba tocarlo otra vez para comprobar de forma fehaciente que realmente estaba allí, que no era un sueño, una aparición.

– Eso -asintió Tariq-. Flamencos.

Cuando los talibanes habían descubierto todas sus pinturas, prosiguió, se sintieron ofendidos por las largas piernas desnudas de los animales. Habían azotado al primo en las plantas de los pies hasta hacerlo sangrar y luego le habían dado a elegir: o destruía las pinturas, o las rehacía para que fueran decentes. Así que el primo había cogido el pincel y había pintado pantalones a todos y cada uno de los flamencos.

– Y ya está: flamencos islámicos -añadió Tariq.

A Laila le entraron ganas de reír, pero se contuvo. Se avergonzaba de sus dientes amarillentos, del hueco del incisivo que le faltaba, de su aspecto envejecido y sus labios hinchados. Deseó haber tenido la oportunidad de lavarse la cara, o al menos de peinarse.

– Pero al final fue el primo quien rió el último -prosiguió Tariq-. Había pintado los pantalones con acuarelas, de manera que cuando los talibanes se fueron, sólo tuvo que lavarlos. -Sonrió (Laila reparó en que también a él le faltaba un diente) y se miró las manos-. Mira tú por dónde.

Tariq llevaba un pakol en la cabeza, botas de excursionista y un suéter de lana negro metido por dentro de unos pantalones caqui. Esbozaba una media sonrisa al tiempo que asentía lentamente. Laila no recordaba haberle oído nunca esa frase, y también aquel gesto pensativo, juntando las yemas de los dedos sobre el regazo y asintiendo, era nuevo. Era una frase de adulto, un gesto de adulto. ¿De qué se sorprendía? Tariq era ahora un hombre de veinticinco años, de movimientos lentos y sonrisa cansada. Alto, barbudo, más delgado que en sus sueños, pero con las manos fuertes, manos de trabajador, de venas abultadas y sinuosas. Su rostro seguía siendo delgado y atractivo, pero ya no tenía la piel blanca, sino que su rostro se veía curtido, quemado por el sol, igual que el cuello. Era el rostro de un viajero al final de un largo viaje agotador. Llevaba el pakol echado hacia atrás y se le notaba que el pelo le empezaba a ralear. Sus ojos castaños eran más apagados de lo que recordaba, más claros, aunque quizá fuera sólo un efecto de la luz de la habitación.