Laila pensó en la madre de Tariq, en sus ademanes pausados, su inteligente sonrisa, su peluca de color violáceo. Y en su padre, con su humor sardónico y su bizqueo. Antes, en la puerta, atropelladamente y con la voz entrecortada por la emoción, Laila le había contado lo que creía que había sido de él y de sus padres, y Tariq había meneado la cabeza, negándolo todo, de modo que Laila le preguntó por ellos. Pero se arrepintió enseguida cuando vio que Tariq inclinaba la cabeza y contestaba, un poco afectado:
– Murieron.
– Lo siento mucho.
– Bueno. Sí. Yo también. Mira. -Sacó una pequeña bolsa de papel del bolsillo y se la ofreció a Laila-. Con los saludos de Alyona. -Dentro había un queso envuelto en plástico.
– Alyona. Es un bonito nombre. ¿Tu esposa? -preguntó Laila, tratando de que no le temblara la voz.
– Mi cabra. -Tariq sonreía con aire expectante, como si esperara que Laila diera algún signo de reconocimiento.
Entonces Laila lo recordó: la película soviética. Alyona era la hija del capitán, la muchacha enamorada del primer oficial. Fue el día en que Tariq, ella y Hasina vieron salir los tanques y los jeeps soviéticos de Kabul, el día que Tariq se puso aquel ridículo gorro ruso de piel.
– Tuve que atarla a una estaca -explicó Tariq-. Y levantar una cerca. Por los lobos. Vivo al pie de unas montañas y a medio kilómetro más o menos hay un bosque, de pinos sobre todo, con algunos abetos y cedros del Himalaya. Los lobos no suelen salir de la espesura, pero una cabra a la que le gusta corretear sin ton ni son, balando, puede atraerlos a campo abierto. Por eso levanté la cerca y la até a la estaca.
Laila le preguntó a qué montañas se refería.
– A Pir Panjal, en Pakistán -respondió él-. Vivo en un sitio que se llama Murri; es un refugio estival a una hora de Islamabad. Es montañoso y muy verde, con muchos árboles, y está muy por encima del nivel del mar, así que en verano refresca. Perfecto para los turistas.
En la época victoriana, los británicos habían levantado la ciudad cerca de su cuartel general de Rawalpindi, explicó, para que sus funcionarios y militares pudieran escapar al calor. Aún quedaban algunas reliquias de la época colonial, algún que otro salón de té, búngalos con tejado de zinc, y demás. La ciudad era pequeña y agradable. En la calle principal, llamada el Mall, había una estafeta de correos, un bazar, unos cuantos restaurantes y tiendas donde pedían precios desorbitados a los turistas por objetos de cristal pintados y alfombras tejidas a mano. Curiosamente, en el Mall, el tráfico de un solo sentido cambiaba de dirección cada semana.
– Los nativos dicen que en Irlanda también hay sitios donde el tráfico es así -explicó Tariq-. No lo sé. Pero de todas formas es un lugar agradable. Llevo una vida sencilla, pero me gusta. Me gusta vivir allí.
– Con tu cabra. Con Alyona.
Laila lo dijo no tanto como una broma, sino como una subrepticia manera de desviar la conversación hacia otros temas, como por ejemplo, quién más se ocupaba con él de que los lobos no se comieran a las cabras. Pero Tariq se limitó a asentir.
– Yo también siento mucho lo de tus padres -dijo.
– Te has enterado.
– Antes he hablado con unos vecinos -asintió Tariq, e hizo una pausa, que sirvió para que Laila se preguntara qué más le habrían contado-. No conozco a nadie. De los viejos tiempos, quiero decir.
– Todos se han ido. Ya no queda nadie de la gente que tú conocías.
– No reconozco Kabul.
– Ni yo tampoco -dijo Laila-. Y eso que no he salido de aquí.
– Mammy tiene un nuevo amigo -dijo Zalmai después de la cena, esa misma noche, cuando Tariq ya se había ido-. Un hombre.
Rashid alzó la vista.
– ¿Ah, sí?
Tariq preguntó si podía fumar.
Él y sus padres habían pasado una temporada en el campamento de refugiados de Nasir Bag, cerca de Peshawar, explicó, al tiempo que echaba la ceniza en un platito. Cuando llegaron, había ya sesenta mil afganos viviendo allí.
– Gracias a Dios, no era tan malo como otros campamentos, como el de Yalozai, por ejemplo. Supongo que fue incluso una especie de campamento modelo en la época de la guerra fría. Un sitio que los occidentales podían señalar para demostrar al mundo que no se limitaban a enviar armas a Afganistán.
Pero eso había sido durante la guerra contra los soviéticos, añadió Tariq, en la época de la yihad y del interés internacional, de las generosas aportaciones y de las visitas de Margaret Thatcher.
– Ya conoces el resto, Laila. Después de la guerra, la Unión Soviética cayó y Occidente pasó a preocuparse de otros temas. Ya no había nada que les interesara en Afganistán, de manera que dejaron de mandar dinero. Ahora Nasir Bag no es más que polvo, tiendas de campaña y cloacas abiertas. Cuando llegamos nosotros, nos entregaron un palo y pedazo de lona, y nos dijeron que con eso montáramos una tienda.
Tariq dijo que lo que más recordaba de Nasir Bag, donde había pasado un año, era el color marrón.
– Tiendas marrones. Gente marrón. Perros marrones. Gachas marrones.
Había un árbol pelado al que trepaba todos los días para sentarse a horcajadas en una rama y contemplar a los refugiados tumbados, exponiendo llagas y muñones al sol. Veía a los niños raquíticos que llevaban agua en bidones, recogían excrementos de perro para encender fuego, tallaban en madera rifles AK-47 de juguete con cuchillos embotados, y arrastraban sacos de harina de trigo, con la que nadie podía amasar un pan decente. El viento azotaba las tiendas. Hacía rodar las matas de hierba por todas partes y levantaba las cometas que se echaban a volar desde los tejados de las casuchas de adobe.
– Muchos niños murieron. De disentería, de tuberculosis, de hambre, de todo lo habido y por haber. Sobre todo de la maldita disentería. Dios mío, Laila. He visto enterrar a tantos niños… No hay nada peor que eso.
Tariq cruzó las piernas y el silencio volvió a instalarse entre ellos.
– Mi padre no sobrevivió al primer invierno -añadió él-. Murió mientras dormía. No creo que sufriera.
Ese mismo invierno, añadió, su madre enfermó gravemente de neumonía, y de hecho habría muerto de no ser por un médico del campamento que trabajaba en una camioneta convertida en clínica móvil. Su madre se pasaba la noche en vela, abrasada de fiebre y tosiendo unas flemas espesas y amarillentas. Había largas colas para ver al médico. Todo el mundo temblaba, gemía, tosía. Algunos con la mierda resbalándoles por las piernas, otros demasiado cansados, o hambrientos, o enfermos, para poder hablar.
– Pero el médico era un hombre decente. Trató a mi madre, le dio unas pastillas y le salvó la vida.
Ese mismo invierno, Tariq había atacado a un muchacho.
– Tendría unos doce o trece años -dijo, sin alterarse-. Le puse un trozo de cristal en la garganta y le robé una manta para dársela a mi madre.
Después de la enfermedad de su madre, continuó Tariq, se juró a sí mismo que no pasarían otro invierno en el campamento. Trabajaría y ahorraría dinero para instalarse en Peshawar, en un apartamento con calefacción y agua corriente. Y, en efecto, cuando llegó la primavera buscó trabajo. De vez en cuando, llegaba un camión al campamento por la mañana temprano y se llevaba a un par de docenas de chicos a un campo a quitar piedras, o a un huerto a recoger manzanas, a cambio de algo de dinero, o a veces una manta o un par de zapatos. Pero a él nunca lo querían, dijo Tariq.
– En cuanto me veían la pierna, nada.
Había otros trabajos, como cavar zanjas, construir chozas, acarrear agua, o sacar los excrementos de las letrinas a paladas. Pero los jóvenes competían con fiereza por esos trabajos, y Tariq nunca tuvo la menor oportunidad.