– Pensaba que habías muerto -dijo Laila.
– Lo sé. Ya me lo has dicho.
A Laila se le quebró la voz. Tuvo que carraspear, dominarse.
– El hombre que vino a traer la noticia fue tan convincente… Le creí, Tariq. Ojalá no hubiera confiado en él, pero lo hice. Y me sentía muy sola y asustada. De lo contrario, jamás habría aceptado casarme con Rashid. No habría…
– No tienes que explicarme nada -la interrumpió él en voz baja, evitando su mirada. Su tono no traslucía reproche ni recriminación alguna. No sugería en absoluto que le echara la culpa de nada.
– Sí, debo hacerlo. Porque había un motivo aún más importante para casarme con él. Algo que aún no sabes, Tariq. Tengo que contártelo.
– ¿Y tú también has hablado con él? -preguntó Rashid a Zalmai.
El niño guardó silencio. Laila vio en su mirada que empezaba a vacilar, como si acabara de darse cuenta de que había revelado un secreto mucho más importante de lo que él creía.
– Te he hecho una pregunta, hijo.
Zalmai tragó saliva, sin dejar de mirar a un lado y a otro.
– Yo estaba arriba, jugando con Mariam.
– ¿Y tu madre?
El pequeño miró a Laila con expresión de culpabilidad, al borde de las lágrimas.
– No pasa nada, Zalmai -lo animó Laila-. Di la verdad.
– Ella… Ella estaba abajo, hablando con ese hombre -contestó Zalmai con una vocecilla apenas audible.
– Ya veo -asintió Rashid-. Trabajo en equipo.
– Quiero conocerla -dijo él, al despedirse-. Quiero verla.
– Lo arreglaré -aseguró Laila.
– Aziza. Aziza. -Tariq sonrió, saboreando la palabra. Siempre que Rashid pronunciaba el nombre de la niña, a Laila le sonaba desagradable, casi vulgar-. Aziza. Es precioso.
– También lo es ella. Ya lo verás.
– Estaré contando los minutos.
Habían transcurrido casi diez años desde su último encuentro. Por la mente de Laila desfilaron rápidamente todas las veces que se habían encontrado en el callejón para besarse en secreto. Se preguntó qué opinaría él de su aspecto. ¿Aún la encontraba guapa? ¿O la veía envejecida, ajada, patética, como una vieja que se arrastraba temerosa por los rincones? Casi diez años. Pero, por un momento, al verse de nuevo a la luz del día con Tariq, se sentía como si todos aquellos años no hubieran pasado. La muerte de sus padres, el matrimonio con Rashid, las matanzas, los misiles, los talibanes, las palizas, el hambre, incluso sus hijos, todo se le antojaba un sueño, un extraño rodeo, un mero interludio entre la última tarde que habían estado juntos y el momento presente.
Entonces el gesto de Tariq cambió, se volvió grave. Laila conocía aquella expresión. Era idéntica a la de aquel día, siendo aún niños, cuando se había quitado la pierna ortopédica y se había abalanzado sobre Jadim. Tariq alargó la mano y le tocó el labio inferior.
– Él te ha hecho esto -declaró en tono glacial.
Al notar el tacto de su mano, Laila evocó vivamente el frenesí de aquella tarde en que habían concebido a Aziza. Recordó el aliento de Tariq en su cuello, los músculos de sus caderas flexionándose, su pecho contra sus senos, sus manos entrelazadas.
– Ojalá te hubiera llevado conmigo -dijo Tariq, en un susurro casi.
Laila tuvo que bajar la vista, tratando de contener el llanto.
– Sé que ahora estás casada y eres madre. Y yo me presento en tu puerta después de tantos años, después de todo lo ocurrido. Seguramente no es correcto, ni justo, pero he hecho un largo viaje para verte y… Oh, Laila, ojalá no te hubiera abandonado.
– No sigas -le rogó Laila con voz entrecortada.
– Debería haber insistido. Debería haberme casado contigo cuando tuve la oportunidad. ¡Qué distinto habría sido todo!
– No hables así, por favor. Es demasiado doloroso.
Él asintió, fue a dar un paso hacia ella, pero finalmente se detuvo.
– No doy nada por sentado. No pretendo trastornar tu vida, apareciendo así de la nada. Si quieres que me vaya, si prefieres que vuelva a Pakistán, dilo, Laila. En serio. Dilo y me iré. No volveré a molestarte jamás. Yo…
– ¡No! -exclamó Laila, con más vehemencia de la que pretendía. Se dio cuenta de que había cogido a Tariq por el brazo, que lo aferraba. Dejó caer la mano-. No, no te vayas, Tariq. No. Por favor, quédate.
Él asintió.
– Rashid trabaja desde mediodía hasta las ocho. Ven mañana por la tarde. Te llevaré a ver a Aziza.
– No le temo, ya lo sabes.
– Lo sé. Vuelve mañana por la tarde.
– ¿Y después?
– Después… No lo sé. Tengo que pensar. Esto es…
– Lo sé -intervino él-. Lo entiendo. Lo siento. Lamento muchas cosas.
– No lo sientas. Prometiste que volverías y lo has hecho.
Los ojos de Tariq se llenaron de lágrimas.
– Es agradable volver a verte, Laila.
Laila temblaba mientras él se alejaba caminando. Pensó: «Tomos enteros», y un nuevo escalofrío le recorrió el cuerpo, una sensación de tristeza y desamparo, pero también de expectación y de una esperanza temeraria.
45
Mariam
– Yo estaba arriba, jugando con Mariam -dijo Zalmai.
– ¿Y tu madre?
– Ella… Ella estaba abajo, hablando con ese hombre.
– Ya veo -asintió Rashid-. Trabajo en equipo.
Mariam vio que el rostro de su marido se relajaba. Vio que se borraban los surcos de su frente. Sus ojos lanzaban destellos de recelo y suspicacia. Rashid se irguió, y durante unos breves instantes, pareció meramente pensativo, como un capitán de barco al que acabaran de informar de un motín inminente y se tomara su tiempo para sopesar su siguiente movimiento.
El hombre alzó la vista.
Mariam quiso decir algo, pero él levantó una mano.
– Demasiado tarde, Mariam -espetó, sin mirarla-. Vete arriba, hijo -ordenó a Zalmai con frialdad.
Mariam vio la alarma pintada en el rostro del niño, que los miró a los tres con nerviosismo. Sin duda presentía que, jugando al acusica, había provocado una situación muy grave, de adultos. Lanzó una mirada abatida y contrita a Mariam y luego a su madre.
– ¡Vete! -exigió el padre con voz desafiante.
Rashid cogió a Zalmai por el codo y el niño se dejó conducir dócilmente.
Las dos mujeres se quedaron abajo petrificadas, con la vista clavada en el suelo, como si temieran que sólo con mirarse fueran a corroborar la certidumbre de Rashid: la convicción de que, mientras él abría puertas y acarreaba maletas de personas que ni siquiera le dedicaban una mirada, se estaba tramando una libidinosa conspiración a sus espaldas, en su propia casa, en presencia de su amado hijo. Las dos guardaron silencio. Oyeron el ruido de pasos en el pasillo de arriba, unos pesados y amenazadores, otros leves como los de un animalillo asustado. Les llegaron voces amortiguadas, una súplica chillona, una réplica cortante, una puerta que se cerraba y el ruido de la llave en la cerradura. Y finalmente, unas pisadas que volvían, más apresuradas.
Mariam vio los pies de Rashid en las escaleras. Observó que mientras bajaba se metía la llave en el bolsillo; se fijó en su cinturón con el extremo perforado firmemente envuelto en torno a los nudillos. Arrastraba la hebilla de falso latón por el suelo.
Mariam se lanzó sobre él para detenerlo, pero el hombre la empujó y pasó junto a ella como una exhalación. Sin pronunciar palabra, Rashid golpeó a Laila con el cinturón. Ocurrió todo tan rápido que Laila no tuvo tiempo de retroceder ni agacharse, ni siquiera de protegerse con el brazo. Se tocó la sien, miró la sangre y luego a su marido con asombro. Aquella expresión incrédula sólo duró un instante, y enseguida dio paso al odio.
Rashid volvió a blandir el cinturón.
Esta vez Laila se protegió con el brazo y trató de agarrar el cinto, pero falló, y él volvió a golpearla. La mujer consiguió atraparlo brevemente antes de que Rashid se lo arrebatara de un tirón para azotarla de nuevo. Ella echó a correr por la habitación al tiempo que Mariam empezaba a gritar atropelladamente y a suplicar a Rashid, que perseguía a Laila y le cerraba el paso sin dejar de vapulearla. En un momento dado, Laila lo esquivó y consiguió asestarle un puñetazo en la oreja, con lo que sólo consiguió que Rashid escupiera una maldición y la persiguiera aún con más saña. La atrapó, la estampó contra la pared para azotarla con el cinturón una y otra vez. La hebilla se clavó en su pecho, sus hombros, sus brazos alzados, sus dedos, haciendo brotar la sangre.