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Mariam perdió la cuenta de las veces que oyó restallar el cinto, de las palabras de súplica que gritó a Rashid, de las vueltas que dio en torno a la mezcla incoherente de dientes, puños y cinturón, antes de distinguir unos dedos que se clavaban en el rostro de Rashid, unas uñas desiguales que se hundían en sus flácidos carrillos y le tiraban del pelo y le arañaban la frente, antes de darse cuenta, con sorpresa y deleite a la vez, de que esos dedos eran suyos.

El hombre soltó a Laila y se volvió hacia ella. Al principio, la miraba sin verla, luego entornó los párpados y la examinó con interés. Su expresión varió del asombro a la sorpresa, luego a la reprobación, la decepción incluso, y siguió así unos instantes.

Mariam recordó la primera vez que había visto los ojos de Rashid, bajo el velo nupcial, en presencia de Yalil, cuando sus miradas se habían cruzado en el espejo, indiferente la de él, dócil la suya, sumisa, casi como disculpándose.

Disculpándose.

Mariam vio ahora en esos mismos ojos que había sido una estúpida.

¿Acaso había sido una esposa infiel?, se preguntó. ¿Una esposa ingrata? ¿Había sido su comportamiento deshonroso? ¿Vulgar? ¿Qué daño había hecho ella voluntariamente a ese hombre para granjearse su maldad, sus continuos ataques, el placer con que la atormentaba? ¿Acaso no había cuidado de él cuando estaba enfermo? ¿No había agasajado a sus amigos, y había atendido la casa con diligencia?

¿Acaso no había entregado su juventud a ese hombre?

¿Había merecido alguna vez, en justicia, su crueldad?

El cinturón produjo un chasquido sordo cuando Rashid lo dejó caer y fue a por ella. Algunas cosas, decía ese ruido, debían hacerse con las manos desnudas.

Pero justo cuando Rashid se le echaba encima, Mariam vio a Laila detrás de él cogiendo algo del suelo. Vio la mano de Laila alzándose por encima de su cabeza y cayendo luego hasta estrellarse contra un lado de la cara de Rashid. Un cristal se hizo añicos. Los restos del vaso cayeron al suelo. Laila tenía las manos ensangrentadas, y también manaba sangre de la herida abierta en la mejilla del hombre, sangre que le bajaba por el cuello hasta la camisa. Él se dio la vuelta, enseñando los dientes con fiereza y echando chispas por los ojos.

Rashid y Laila fueron a parar al suelo, retorciéndose y pegándose. El hombre acabó encima de ella con las manos en torno a su cuello.

Mariam le arañó, le golpeó en el pecho, se arrojó sobre él. Trató de separarle los dedos del cuello de Laila. Los mordió. Pero esas garras seguían apretando con fuerza y Mariam comprendió que esa vez no iba a detenerse ante nada.

Pretendía estrangular a Laila, y nada ni nadie podría impedirlo.

La mujer mayor se apartó y salió de la estancia. Oyó un golpeteo en el piso de arriba y comprendió que Zalmai aporreaba la puerta cerrada con sus manos diminutas. Mariam corrió por el pasillo y cruzó el patio en un vuelo.

Una vez en el cobertizo, Mariam cogió la pala.

Rashid no advirtió que ella volvía a entrar en la sala de estar. Seguía encima de Laila con mirada de loco y apretándole el cuello. El rostro de la mujer se estaba amoratando y tenía los ojos en blanco. Mariam comprendió que había dejado de debatirse. «Va a matarla -se dijo-. Está decidido a matarla.» Y ella no podía, no pensaba permitir que lo hiciera. En veintisiete años de matrimonio, era mucho lo que Rashid le había arrebatado. No iba a dejar que también le quitara a Laila.

Mariam afianzó los pies y aferró con fuerza el mango de la pala. La levantó. Dijo el nombre de Rashid: quería que él lo viera todo.

– Rashid.

El hombre levantó la vista.

Ella blandió la pala.

Lo golpeó en la sien. El impacto hizo que soltara a Laila.

Rashid se tocó la cabeza. Miró la sangre que le manchaba la yema de los dedos. Observó a Mariam. A ella le pareció que la expresión de su marido se suavizaba. Le dio la impresión de que algo había cambiado entre los dos, que quizá con el golpe había conseguido literalmente meterle algo de sentido común en la cabeza. Tal vez él también descubría algo en su rostro, pensó Mariam, algo que le hacía vacilar. Acaso apreciaba algún indicio de la abnegación, el sacrificio y el esfuerzo que había supuesto para ella vivir con él tantos años, vivir con su actitud condescendiente y su violencia, con sus reproches y su mezquindad. ¿Era respeto lo que Mariam detectaba en sus ojos? ¿Arrepentimiento?

Pero luego Rashid torció los labios en una sonrisa desdeñosa y ella comprendió la futilidad, tal vez incluso la irresponsabilidad de dejar la tarea inconclusa. Si permitía que se levantara, ¿cuánto tiempo tardaría ese hombre en sacar la llave del bolsillo y subir a por la pistola que guardaba en la habitación donde había encerrado a Zalmai? Si Mariam hubiera tenido la certeza de que él se habría contentado con dispararle sólo a ella, de que existía la posibilidad de que no matara a Laila, tal vez habría soltado la pala. Pero los ojos de Rashid sólo transmitían la determinación de matarlas a las dos.

De modo que Mariam alzó la pala lo más alto que pudo, arqueándose hasta que le tocó la parte baja de la espalda. La hizo girar para que el extremo afilado quedara vertical y, al hacerlo, se le ocurrió que aquélla era la primera vez que decidía por sí misma el rumbo de su propia vida.

Y entonces descargó el golpe. En esta ocasión, puso el alma en ello.

46

Laila

Laila vio un rostro encima de ella, todo dientes y tabaco y ojos desorbitados. También vislumbró vagamente a Mariam, como una presencia detrás de la cara, que iba dejando caer una lluvia de puñetazos. Sobre ellos tres había el techo, y fue el techo lo que atrajo a Laila, las oscuras manchas de moho que se extendían de parte a parte como tinta vertida sobre un vestido, y la grieta en el yeso que era una sonrisa imperturbable o un ceño, dependiendo del lado de la habitación desde donde se mirara. Laila pensó en todas las veces que había atado un trapo a una escoba y había limpiado las telarañas de aquel techo, y en las tres veces que Mariam y ella lo habían pintado de blanco. La grieta ya no era una sonrisa, sino una mueca lasciva y burlona. Y retrocedía. El techo se alejaba, subía, huía de ella en dirección a una penumbra borrosa. En la oscuridad, el rostro de Rashid era como una mancha solar.

Breves estallidos de luz cegaron sus ojos, como estrellas plateadas que explotaran junto a ella. En la luz vio extrañas formas geométricas, gusanos, objetos con forma de huevo que se movían arriba y abajo y de lado a lado, fundiéndose unos con otros, separándose, transformándose en otra cosa antes de desvanecerse, dando paso a la negrura.

Captó unas voces apagadas y distantes.

Ante sus ojos cerrados brillaron y se apagaron los rostros de sus hijos. El de Aziza, alerta y preocupado, sabio, reservado. El de Zalmai, observando a su padre con temblorosa ansiedad.

Así pues, todo terminaría así, pensó Laila. Qué final tan lamentable.

Pero entonces la oscuridad empezó a aclararse. Tuvo la sensación de que subía, de que la levantaban del suelo. El techo ocupó lentamente su sitio, recuperó su tamaño habitual, y Laila distinguió de nuevo la grieta, que era la misma sonrisa sosa de siempre.

La estaban zarandeando. «¿Estás bien? Contesta, ¿te encuentras bien?» Mariam inclinaba sobre Laila su rostro lleno de preocupación, cubierto de arañazos.