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Laila intentó respirar y su propio aliento le quemó la garganta. Probó de nuevo. Aún le quemó más, y no sólo la garganta, sino también el pecho. Y luego empezó a toser y a resollar. Jadeaba. Sin embargo, respiraba de nuevo. Oía un pitido en el oído bueno.

Rashid fue lo primero que vio al levantarse. Estaba tumbado de espaldas, con la mirada perdida, boquiabierto y con expresión impávida. Unos espumarajos levemente rosados le resbalaban por la mejilla. Tenía la entrepierna mojada. Laila se fijó en su frente.

Luego vio la pala y soltó un gemido.

– Oh -murmuró con voz trémula, apenas capaz de hablar-. Oh, Mariam.

Laila se paseaba de un lado a otro gimiendo y dando fuertes palmadas. Mariam permanecía sentada cerca de Rashid con las manos en el regazo, tranquila e inmóvil, sin decir nada durante un largo rato.

Laila tenía la boca seca y balbuceaba sin dejar de temblar como una hoja. Hacía esfuerzos para no mirar a Rashid, el rictus de su boca, sus ojos abiertos, la sangre que se iba coagulando en la clavícula.

Atardecía, y las sombras empezaron a alargarse. En la penumbra, el rostro de Mariam se veía delgado y consumido, pero no parecía alterada ni asustada, sino meramente pensativa, tan absorta que no prestó atención a una mosca que se le posó en la barbilla. Se limitaba a estar allí sentada, proyectando el labio inferior hacia delante, como siempre que se quedaba ensimismada en sus pensamientos.

– Siéntate, Laila yo -dijo finalmente.

La mujer más joven obedeció.

– Tenemos que sacarlo de aquí. Zalmai no puede ver esto.

Mariam sacó la llave del dormitorio del bolsillo de Rashid antes de envolverlo en una sábana. Laila lo cogió por las corvas y aquélla lo agarró por debajo de las axilas. Trataron de levantarlo, pero pesaba demasiado y al final tuvieron que llevarlo a rastras. Cuando se disponían a salir al patio, el pie de Rashid se enganchó en el marco de la puerta y se le dobló la pierna hacia un lado. Tuvieron que retroceder e intentarlo de nuevo; justo en ese momento se oyó un golpe sordo en el piso de arriba y a Laila le fallaron las piernas. Soltó a Rashid y se desplomó, sollozando y temblando, y Mariam tuvo que plantarse ante ella con los brazos en jarras y decirle que tenía que dominarse, que lo hecho, hecho estaba.

Al cabo de un rato, Laila se levantó, se secó las lágrimas, y las dos juntas sacaron al hombre al patio sin más incidentes. Lo llevaron al cobertizo de las herramientas y allí lo dejaron, detrás de la mesa de trabajo, sobre la que había una sierra, clavos, un cincel, un martillo y un bloque cilíndrico de madera que Rashid tenía previsto utilizar para tallarle algo a Zalmai, pero lo había ido dejando.

Luego volvieron a la casa. Mariam se lavó las manos, se las pasó por el pelo, respiró hondo y dejó escapar el aire.

– Ahora deja que te cure a ti. Estás llena de heridas, Laila yo.

Mariam dijo que necesitaba consultar con la almohada para aclarar las ideas y trazar un plan concreto.

– Existe un modo de solucionar esto -aseguró-; sólo hay que encontrarlo.

– ¡Tenemos que huir! No podemos quedarnos aquí -dijo Laila con voz ronca. De repente pensó en el sonido que debía de haber hecho la pala al golpear la cabeza de Rashid, y se dobló por la cintura con la sensación de la bilis que le subía a la garganta.

Mariam aguardó pacientemente a que Laila se recuperara. Luego la obligó a tumbarse con la cabeza apoyada en su regazo y, mientras le acariciaba el pelo, le dijo que no se preocupara, que todo se arreglaría. Le prometió que se irían todos: ella, Laila, los niños, y también Tariq. Abandonarían aquella casa y aquella ciudad implacable. Saldrían de aquel destrozado país, prosiguió Mariam, sin dejar de acariciar los cabellos de Laila, para irse a algún lugar remoto y seguro donde nadie los encontrara, donde pudieran renegar de su pasado y hallar refugio.

– Algún lugar con árboles -añadió-. Sí, con muchos árboles.

Vivirían en una casita a las afueras de alguna ciudad de la que nunca hubieran oído hablar, continuó Mariam, o en una aldea remota de callejuelas estrechas y sin asfaltar, pero bordeadas de toda clase de plantas y arbustos. Habría un sendero que conduciría a un prado donde jugarían los niños, o quizá un camino de grava que los llevaría hasta un lago azul de aguas cristalinas, lleno de truchas y con juncos asomando a la superficie. Tendrían ovejas y gallinas, y amasarían el pan juntas y enseñarían a leer a los niños. Forjarían juntos una vida nueva, pacífica y solitaria, y se librarían de la pesada carga que durante tanto tiempo habían tenido que soportar, y obtendrían toda la felicidad y la sencilla prosperidad que merecían.

Laila musitó palabras de aliento. Sabía que en esta nueva vida no faltarían las dificultades, pero serían dificultades placenteras, de las que causaban orgullo y se apreciaban como una vieja reliquia de familia. La dulce voz maternal de Mariam siguió hablando y procurándole cierto consuelo. «Existe un modo de solucionar esto», había afirmado, o sea que a la mañana siguiente Mariam le contaría lo que debían hacer y lo harían, y quizá a esa misma hora habrían emprendido ya el camino hacia su nueva vida, llena de abundantes posibilidades, alegrías y dificultades. Laila agradecía que Mariam se hiciera cargo de todo sin alterarse, con lucidez, que fuera capaz de pensar por las dos. Porque ella estaba muerta de miedo, nerviosa, hecha un lío.

– Ahora deberías ir a ver a tu hijo -dijo Mariam, levantándose. En su rostro, Laila vio la expresión más acongojada que había visto jamás en un ser humano.

Laila encontró a Zalmai a oscuras, acurrucado en el lado de la cama donde dormía Rashid. Se deslizó bajo las sábanas y echó la manta por encima de ambos.

– ¿Estás dormido?

– Todavía no puedo ponerme a dormir -respondió él, sin darse la vuelta-. Baba yan no ha rezado las oraciones Babalu conmigo.

– ¿Qué te parece si hoy las rezamos tú y yo juntos.

– Tú no sabes hacerlo como él.

Laila apretó el hombro de su hijo. Le dio un beso en la nuca.

– Puedo intentarlo.

– ¿Dónde está baba yan?

– Baba yan se ha ido -contestó Laila, notando de nuevo un nudo en la garganta.

Ahí estaba: había pronunciado por primera vez la gran mentira condenatoria. ¿Cuántas veces más tendría que soltar esa misma falsedad?, se preguntó Laila con abatimiento. ¿Cuántas veces más tendría que engañar a su hijo? Recordó el júbilo con que Zalmai acudía corriendo cuando Rashid regresaba a casa, y a éste levantándolo por los codos para girar con él una y otra vez hasta que las piernas del niño se levantaban en el aire, y luego los dos se echaban a reír cuando Zalmai caminaba tambaleándose, mareado como un borracho. Recordó sus ruidosos juegos, sus risas bullangueras, sus miradas de complicidad.

La vergüenza y el dolor por su hijo se abatieron sobre Laila como una mortaja.

– ¿Adónde ha ido?

– No lo sé, mi amor.

¿Cuándo volvería? ¿Le traería un regalo baba yan cuando regresara?

Finalmente, rezaron juntos. Veintiún Bismalá-e-rahman-e-rahims, uno por cada articulación de siete dedos. Laila vio a su hijo juntar las manos frente a la cara y soplar sobre ellas, y colocárselas luego con el dorso sobre la frente y hacer un movimiento de rechazo, al tiempo que susurraba: «Babalu, vete, no vengas a Zalmai, no quiero saber nada de ti. Babalu, vete.» Para terminar, dijeron tres veces Alá-u-akbar. Más tarde, en medio de la noche, a Laila la sobresaltó una voz apagada: «¿Se ha ido baba yan por mi culpa? ¿Por lo que he dicho del hombre que estaba abajo contigo?»