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El juez cambió de posición sobre su cojín y esbozó una mueca de dolor.

– Te creo cuando dices que tu marido era un hombre de mal genio -prosiguió, lanzando a Mariam una mirada severa y compasiva a la vez, a través de sus gafas-. Pero no puedo por menos que sorprenderme ante la brutalidad de tu acción, hamshira. Me preocupa lo que has hecho; me preocupa que su pequeño hijo llorara por él en el piso de arriba mientras tú lo matabas.

»Estoy cansado y me muero, pero quiero ser clemente. Deseo perdonarte. Sin embargo, cuando Alá me llame y me diga: "Pero no te correspondía a ti perdonar, ulema", ¿qué le diré?

Sus compañeros asintieron y lo miraron con admiración.

– Algo me dice que no eres una mala mujer, hamshira. No obstante, has cometido un acto malvado. Y debes pagar por lo que has hecho. La sharia es clara a ese respecto. Dice que debo enviarte a donde pronto iré yo también. ¿Lo entiendes, hamshira?

Mariam se miró las manos y asintió.

– Que Alá te perdone.

Antes de que se la llevaran, entregaron un documento a Mariam y le indicaron que firmara bajo su declaración y la sentencia del ulema. Ante la mirada de los tres talibanes, Mariam escribió su nombre -la mim, la ré, la yá y la mim-, recordando la última vez que había firmado un documento, veintisiete años atrás, en la mesa de Yalil, en presencia de otro ulema.

Mariam pasó diez días en prisión. Se sentaba en la celda, junto a la ventana, y observaba la vida carcelaria que transcurría en el patio. Cuando soplaban los vientos estivales, observaba los trozos de papel que volaban trazando frenéticos movimientos, llevados violentamente de un lado a otro muy por encima de los muros de la prisión. Observaba cómo el viento levantaba nubes de polvo, convirtiéndolas en remolinos que arrasaban el patio. Todos -guardias, presas, niños, Mariam-, se tapaban la cara con el brazo, pero no había manera de escapar del polvo. Conseguía entrar en los oídos y en la nariz, por entre las pestañas y los pliegues de la piel, incluso entre los dientes. Los vientos no amainaban hasta al anochecer. Y entonces, si soplaba una brisa nocturna, lo hacía muy tímidamente, como desagravio por los excesos de su hermano diurno.

El último día de Mariam en Walayat, Nagma le dio una mandarina. Se la puso en la palma de la mano y le hizo cerrar los dedos. Luego rompió a llorar.

– Eres la mejor amiga que he tenido -dijo.

Mariam se pasó el resto del día junto a la ventana con barrotes, observando a las presas del patio. Alguien cocinaba y hasta ella llegó una ráfaga de aire caliente y el olor del comino. Mariam vio a los niños jugando a la gallinita ciega. Las niñas pequeñas cantaban una canción infantil que Mariam había oído también en su infancia, recordaba que Yalil se la cantaba a ella cuando estaban sentados en una roca del arroyo, pescando:

Lili lili para pájaros la pila en un sendero de la villa, Minnow se posó en el borde y bebió, resbaló y en el agua se hundió.

Mariam tuvo sueños inconexos esa última noche. Soñó con guijarros, once en total, bien amontonados. Soñó con Yalil joven otra vez, con su encantadora sonrisa, su hoyuelo en la barbilla, las manchas de sudor y la chaqueta echada sobre el hombro, que llegaba por fin para llevarse a su hija a dar una vuelta en su reluciente Buick Roadmaster negro. Soñó con el ulema Faizulá, que pasaba las cuentas de su rosario mientras paseaba con ella a orillas del arroyo, y sus sombras gemelas se deslizaban sobre el agua y sobre las orillas cubiertas de hierba y salpicadas de lirios silvestres de color azul lavanda, que en su sueño olían a clavo. Soñó con Nana, que estaba en la puerta del kolba, llamándola para cenar, con voz amortiguada por la distancia, mientras Mariam jugaba en la fresca hierba de todas las tonalidades de verde, donde pululaban las hormigas, correteaban los escarabajos y brincaban los saltamontes. Soñó con el chirrido de una carretilla que subía trabajosamente por un sendero polvoriento. Soñó con el sonido de cencerros, y con ovejas balando en una colina.

De camino al estadio Gazi, Mariam iba dando botes en la parte posterior del camión que esquivaba los baches mientras las ruedas lanzaban piedrecillas del pavimento. Con tanto salto, le dolía la rabadilla. Un joven talibán armado viajaba sentado delante de ella, mirándola.

Mariam se preguntó si ese joven de aspecto amigable, ojos brillantes y hundidos y facciones finas, que tamborileaba en el costado del camión con un sucio dedo índice, se ocuparía de hacerlo.

– ¿Tienes hambre, madre? -preguntó el joven.

Mariam negó con la cabeza.

– Tengo un panecillo. Está bueno. Puedes comértelo si tienes hambre. No me importa.

– No. Tashakor, hermano.

Él asintió y la observó con expresión benevolente.

– ¿Tienes miedo, madre?

A Mariam se le formó un nudo en la garganta. Contestó la verdad con voz trémula.

– Sí. Tengo mucho miedo.

– Yo tengo en la cabeza una imagen de mi padre -dijo él-. No lo recuerdo apenas. Sé que trabajaba reparando bicicletas. Pero no recuerdo cómo se movía, ¿entiendes?, cómo se reía o el sonido de su voz. -El joven desvió la mirada y luego volvió a posarla en Mariam-. Mi madre siempre decía que era el hombre más valiente que había conocido. Igual que un león, aseguraba. Pero también me contó que la mañana que los comunistas se lo llevaron, lloraba como un niño. Te lo digo para que veas que es normal estar asustado. No te avergüences por ello, madre.

Mariam lloró un poco por primera vez ese día.

Miles de ojos la taladraban. En las atestadas tribunas descubiertas, todos estiraban el cuello para verla mejor. Hacían chasquear la lengua. Un murmullo recorrió el estadio cuando ayudaron a Mariam a bajar del camión. Ella imaginó el movimiento de las cabezas cuando se anunció su delito por el altavoz, pero no alzó la vista para comprobar si ese gesto expresaba desaprobación o caridad, reproche o piedad. Mariam permaneció ciega a cuanto la rodeaba.

Antes, en su celda, había temido hacer el ridículo, ofrecer un espectáculo patético, llorando y suplicando. Había tenido miedo de que le diera por chillar o vomitar, o incluso orinarse encima. Se había estremecido al pensar que, en sus últimos momentos, podía traicionarla el instinto animal o las necesidades corporales. Pero cuando la hicieron descender del camión, las piernas no se le doblaron. No hizo aspavientos con los brazos. No tuvieron que llevarla a rastras. Y cuando notó que sus fuerzas flaqueaban, pensó en Zalmai, a quien había arrebatado el amor de su vida, de manera que su futuro había quedado marcado por la tristeza de la desaparición de su padre. Entonces el paso de Mariam se afianzó y caminó sin protestar.

Un hombre armado se acercó a ella y le ordenó que se dirigiera a la portería del gol sur. Mariam percibió la tensión de la multitud expectante. No levantó la cabeza. Siguió con la mirada fija en el suelo, en su sombra y en la de su verdugo, que avanzaba detrás de ella.

Aunque había disfrutado de algunos momentos hermosos, Mariam sabía que en general la vida no se había mostrado amable con ella. Pese a ello, mientras recorría los últimos veinte pasos, no pudo contener el anhelo de seguir viviendo. Deseó ver a Laila de nuevo, oír su risa cantarina, sentarse con ella una vez más para tomar chai y comer halwa bajo un cielo estrellado. La entristecía no ver crecer a Aziza, no poder admirar a la hermosa joven en la que se convertiría, no poder pintarle las manos con alheña ni arrojar caramelos noqul el día de su boda. Nunca jugaría con los hijos de Aziza. ¡Cuánto le habría gustado llegar a vieja y jugar con esos niños!